lunes, 16 de junio de 2014

La Molienda (Capítulo I)

Inés se encontraba en la cocina, preparando el almuerzo, cuando sintió que su corazón se aceleró al escuchar a Marina llamándola a gritos.
—¡Mamá! ¡Mamá!
—¡Ay, mamita! ¿Qué pasó? —Gritó Inés, respondiendo al llamado de su hija al tiempo que se asomaba por la ventana de la cocina que daba hacia la parte de atrás de la casa—. ¡Marina! ¡Marina! ¿Qué pasó? —gritó de nuevo al no verla por ninguna parte. Sólo vio el cultivo de caña de azúcar que se extendía hasta tres cuadras detrás de la casa.
—¡Mami, venga mire! —gritó Marina saliendo de debajo de la casa.
La finca estaba construida sobre un pequeño barranco. La mitad delantera, donde estaban el corredor y la chambrana, construida con varas de macana, descansaba sobre el terreno firme, pero la parte trasera, donde estaban las habitaciones y la cocina, estaba apoyada en gruesos pilotes de madera. Debajo de ella, aprovechando el espacio que quedaba entre el fondo del barranco y el piso de la casa, había una pequeña molienda donde la familia Restrepo procesaba la caña de su cultivo para fabricar panela.
—¿Qué pasó? —volvió a preguntar Inés, preocupada al ver la cara de susto que tenía su hija.
—Venga rápido para que mire esto tan raro —el miedo casi podía palparse en la voz de la niña.
Inés puso sobre la mesa el cuchillo y la papa que estaba pelando, y salió corriendo de la cocina, que quedaba en el extremo derecho de la casa. En las fincas se acostumbra que las puertas de todas las habitaciones y cuartos, construidos en fila uno al lado del otro, den al corredor frontal. La madre de la pequeña bordeó la casa por fuera y bajó a la molienda. Su hija estaba de pie y señalando con la mano la mesa donde todas las noches se ponía a enfriar la panela que se producía en las tardes. Su carita aún reflejaba miedo. Esa mañana, como lo hacía todos los días, Marina había bajado a la molienda a verificar que la producción ya estuviera seca y a acomodarla en las cajas de madera para que su padre la llevara al pueblo a venderla. Cuando la mujer vio lo que le señalaba su hija, no pudo disimular su reacción.
—¡Ay, Dios mío bendito! —dijo Inés con la voz ahogada por el susto mientras se persignaba—. Venga mi amor, subámonos para la casa —le dijo con tono urgente a Marina tomándola de la mano.
Corriendo, deshicieron el camino de vuelta a la casa. Inés deseó que hubiese paredes y una puerta que rodearan la molienda para poder dejarla cerrada, pero las moliendas suelen construirse sin paredes para aprovechar la ventilación debido al humo que genera el enorme fogón de leña y a la temperatura necesaria para que se enfrié la panela. Cuando alcanzaron el frente de la casa, Inés llamó gritando a Claudia, su hija mayor, que se encontraba aseando el último de los cinco cuartos, la habitación de Mercedes, su abuela.
—Mamá, ¿qué pasa? ¿Qué son esos gritos? —respondió Claudia asomándose a la puerta de la habitación.
Vio como su madre venía corriendo hacia ella con su hermana menor de la mano.
—¡Éntrese, éntrese! —gritó Inés entrando también a la habitación con Marina—. Mamá venga recemos —dijo dirigiéndose a Mercedes, quien estaba sentada al lado de una de las ventanas leyendo La Biblia.
Inés era una mujer bastante nerviosa y, ante lo que acababa de ver, la única solución en la que logró pensar de momento fue rezar fervorosamente.
El miedo que sentían Inés y Marina se les contagió también a Claudia y a Mercedes, pero estas últimas no tenían idea de que era lo que pasaba.
—¿Qué pasó? —preguntó Mercedes a su hija, asustada, pero con tono tranquilo.
—Abuelita, es que… —empezó a decir la hija menor.
—¡Marina! —la interrumpió Inés con un grito.
—Mamá, ¿qué es lo que pasa? ¿Cuál es el misterio? Nos tiene muy asustadas —intervino Claudia.
—Es que abajo… —habló de nuevo Marina.
—Marina que te calles —le ordenó Inés nuevamente a la pequeña y se acercó a hablarle a la anciana Mercedes al oído.
Las dos hermanas no escucharon lo que le dijo su madre a su abuela, pero sí vieron el miedo aumentar en la cara de la anciana.
 —Ay, mija, para eso no nos sirven los rezos —dijo Mercedes—. Para eso lo que necesitamos es una contra.
Al escuchar a su abuela, Claudia, que hasta ese momento era la única que no sabía lo que pasaba, y Marina, que sabía, pero que hasta ahora no había entendido, se abrazaron a su madre llorando de terror. El resto de la mañana la pasaron en la habitación de la abuela con la puerta y las ventanas cerradas y con el machuelo puesto.
Con la llegada del mediodía llegaron también José, Fernando y Gustavo —el esposo y los dos hijos varones de Inés— de sus trabajos en el cultivo, en busca de su almuerzo para recuperar energías y continuar con sus labores. Cada uno llevaba al hombro un azadón untado de tierra y al cinto un machete de cacha color naranja en una funda de cuero. Usaban botas de caucho de color negro y sombreros aguadeños para protegerse del sol. Habían llegado por la parte trasera de la finca, bordeando el cañaduzal, y subieron por el mismo camino por donde Inés había subido corriendo con Marina esa mañana. Solamente José echó una mirada en dirección a la molienda y aunque no se percató de aquello que había asustado tanto a su esposa y a su hija sí notó que la panela aún seguía sobre la mesa. Pensó en ir hasta allá para ver si tal vez no había amanecido seca, pero el apetito le hizo desistir de la idea y prefirió seguir. Ya le preguntaría a Marina. Al llegar al corredor de la finca, a los tres se les hizo extraño que no estuvieran ya servidos sus platos en la mesa como era costumbre —todos los días Inés los veía venir a lo lejos desde la ventana de la cocina y se apresuraba a servirles para que pudieran sentarse a almorzar tan pronto llegaran—.
—¡Inés! —llamó José—. ¡Inés!
La puerta de la habitación de Mercedes se abrió e Inés salió corriendo hacia su esposo.
—¡Ay, mijo! Siquiera llegó.
—¿Qué pasó que no está servido el almuerzo? —preguntó José a su esposa—. ¿Y usted por qué no ha empacado la panela? —preguntó a Marina que había venido corriendo con su madre.
—Mijo, nos visitó una bruja —contestó la mujer.

Minutos después, José y sus dos hijos veían con asombro las panelas cubiertas de vómito. Ahora que estaban a sólo unos centímetros de la mesa podían sentir el olor nauseabundo que inundaba la molienda. También el trapiche, el fogón, las pailas, los cucharones, los estantes y las cajas de madera estaban cubiertos por la putrefacta regurgitación. Ninguna de las mujeres quiso bajar con ellos y prefirieron esperar en el cuarto de la abuela.
—¿Qué vamos a hacer papá? —preguntó Gustavo.
—Pues matar a esa hijueputa —contestó José con seriedad extrema—. Esta noche nos quedamos despiertos montando guardia y cuando aparezca la agarramos a machete.
Gustavo y Fernando se miraron sorprendidos por el tono de voz de su padre.
Gastaron la tarde limpiando. Toda la familia participó, excluyendo a Mercedes, a quien por su edad ya se le dificultaba caminar. Usaron agua y jabón en abundancia. Se amarraron pañuelos húmedos en la cara para soportar la hediondez. Usaron flores de jazmín de noche para ayudar a que el olor desapareciera. Llenaron las cajas de madera con la panela dañada y las amontonaron a unos veinte pasos al frente de la casa, en la parte superior. Rociaron la pila con la gasolina que usaban para la guadaña y le prendieron fuego. La columna llameante se elevó más de cinco metros sobre el suelo. En lugar del aroma dulzón que tiene el melado derretido se sentía un olor casi tan horrible como el de la carne podrida. Los siete integrantes de la familia estaban parados en el corredor, uno al lado del otro, contemplando la hoguera al final de la tarde.
—Mi mamá dice que hay que hacer una contra para espantarla y que no vuelva —le dijo Inés a su esposo.
—Cual contra ni que espantarla ni que ocho cuartos —respondió José—. Lo que vamos a hacer es matarla a punta de machete.
—Mijo, no nos pongamos con eso. Mejor espantémosla —suplicó Inés.
José la miró a los ojos.
—Que la vamos a matar le dije —le respondió con un tono que le dejaba claro que era él quien mandaba—. Tavo, Nando: a afilar los machetes —les ordenó a sus hijos.
Esa noche, Mercedes, Inés, Claudia y Marina la pasaron en vela en la habitación de la anciana, abrazadas las unas a las otras. Lloriqueaban por turnos y cualquier ruido las hacía saltar asustadas. Debajo de la casa, en la molienda, estaban los hombres con los machetes en la mano y abrigados con ruanas. Habían bajado una hora antes de la media noche, que es cuando salen las brujas. Todos tenían miedo, pero ninguno decía nada. Estaban ubicados a lo largo de la construcción. Gustavo en el extremo de la derecha, Fernando en el centro y José en la izquierda, a espacios de siete metros. Delante de ellos estaba el cultivo de caña, de más de dos metros de altura, que se extendía desde la parte de atrás de la casa, a cinco metros de la molienda, hasta más de tres cuadras. Estuvieron despiertos toda la noche. Aunque por momentos el sueño parecía vencerlos y los obligaba a cabecear, pusieron todo su esfuerzo para no dormirse. Paseaban sus miradas de lado a lado, atentos a cualquier cosa que vieran moverse. Permanecieron en silencio y sólo se hablaban cada tanto para preguntarse si veían algo. Era noche de luna llena, lo que les permitía una buena visibilidad, pero no vieron ni escucharon nada diferente de lo normal. Cuando el amanecer los alcanzó, Inés los llamó desde la parte superior.
—¡Mijo! ¿Qué hubo?
—Nada. No se apareció esa verrionda —respondió José.
—Suban entonces. Les voy a hacer café para que tomen los tragos antes del desayuno.

Mientras desayunaban todos permanecían callados hasta que Fernando rompió el silencio.
—Tal vez ya se fue y no va a volver —opinó.
—No. Lo que pasa es que no tenía a qué venir —aportó Mercedes.
—¿Cómo así mamá? —preguntó Inés.
Todos voltearon a mirar a la abuela.
—Las brujas sólo se mueven por dos cosas: por enamoradas y por envidia. Y ésta enamorada no está, porque si así fuera estaría visitando a alguno de ustedes —dijo señalando a los tres hombres—. Y a ninguno de ustedes lo ha visitado, ¿o sí?
—No, no —aseveraron los tres compartiendo miradas entre ellos.
—Entonces es por envidia. Hay alguien que nos tiene envidia por la molienda y por eso nos mandó a la bruja. O hasta ella misma puede ser la envidiosa. Y anoche no vino porque no había panela para dañar.
—Entonces a trabajar —intervino José mirando a sus dos hijos—. Vamos a darle motivo para que venga esta noche.
—Mijo, por favor —dijo Inés poniéndole una mano sobre el brazo a su marido, pero la quitó tan pronto él le dio la misma mirada que le recordaba quién era el que mandaba—. Al menos duerman un poco ahora en la mañana. Vea que los muchachos están que se caen del sueño.
José accedió. Durmieron durante la mañana. A la primera hora de la tarde, después del almuerzo, los tres hombres empezaron a trabajar. José y Gustavo cortaron un buen lote de caña mientras Fernando encendía el fogón de una vez para que la paila estuviese lo suficientemente caliente. Después pasó a moler en el trapiche las cañas que su padre y su hermano habían cortado. Gustavo recogía el jugo de la caña que caía en una gran ponchera plástica y lo vaciaba en la paila que ya estaba a la temperatura adecuada. Para que no se pegara, José revolvía constantemente el jugo con un cucharón formado por una totuma unida con clavos a la punta de una larga vara de madera de guayabo, de casi tres metros de longitud. Mientras la ponchera volvía a estar llena, Gustavo atizaba el fogón, sacaba las cenizas, esparcía el rescoldo y alimentaba el fuego con más leña. José continuaba revolviendo hasta que el jugo se había transformado en un melado lo suficientemente espeso para sacar bocados con el cucharón y vaciarlo sobre la mesa formando una panela blanda. Repitieron el proceso hasta que se acabaron las cañas que habían cortado. Sobre la larga mesa reposaban 268 unidades de panela blanda y caliente que había que dejar enfriar. Ya empezaba la noche. Exhaustos, los tres hombres subieron a la casa para comer la cena. Sentada toda la familia a la mesa, ninguno pronunciaba palabra. Los hombres por lo agotados que estaban y las mujeres por que lo único que querían decir eran protestas para que no siguieran con la idea de matar a la bruja, pero sabían muy bien que José no daría su brazo a torcer y no iba a tolerar que se le llevara la contraria.
—Vayan y duerman un rato —dijo José mirando a Gustavo y a Fernando al terminar la cena. Eran casi las siete de la noche—. A las once los llamo.
—Sí señor —respondieron los hermanos al unísono. Se pusieron de pie y se encaminaron a su habitación.
Inés se paró también, persignó a cada uno y les dio un beso en la frente. Claudia y Marina recogieron los platos de la mesa y fueron a la poceta para lavarlos, dejando solos a los adultos.
—Mijo… —empezó a decir Inés, pero se detuvo cuando José le dio una mirada que le hizo entender que no iba a aceptar su opinión.
El hombre se levantó y se fue a su habitación. Inés ayudó a su madre y la llevó a su cuarto, después se fue al suyo. José estaba sentado en la cama con su machete en las manos y su mirada fija en él. La mujer cerró la puerta y se quedó con la espalda apoyada en la pared. Su esposo siguió en la misma posición. Los asuntos se trataban de cierta forma cuando estaban frente a la familia, pero cuando estaban los dos solos era diferente.
—Usted sabe que espantarla no va a servir de nada —dijo José con la voz cansada y sin quitar la mirada de la herramienta.
—Eso no lo sabemos —dijo la mujer—. De pronto esta vez sí sirve.
—¿Y si es la misma?
—¿Cómo va a ser la misma? —Se acercó suavemente y se sentó al lado de su marido—. Eso fue hace muchos años. Además ya escuchó lo que dijo mi mamá: ésta lo que tiene es envidia. Esa otra estaba enamorada.
—Es igual. Espantarlas no sirve. Si sirviera mi viejo aún estaría vivo. —Una lágrima salió de su ojo izquierdo, el que estaba al lado de Inés, y rodó por su mejilla.
Inés lo abrazó. Él apoyó su cabeza en el pecho de su esposa y lloró en silencio.

Hacía 47 años, cuando José era apenas un niño de ocho, los adultos habían empezado a hablar constantemente en susurros cuando él y sus hermanos, todos infantes, estaban presentes. Habían notado como desde hacía unos días su padre venía desmejorando su semblante. Se le notaba muy cansado todos los días y con ojeras que lucían más grandes cada mañana. Una noche, los gritos de su madre los despertaron y corrieron a su cuarto a buscarla. La encontraron arrodillada en el suelo y doblada sobre el cuerpo de su padre llorando desconsolada. La habitación estaba llena de velas. Los tres niños se quedaron pasmados en la puerta mirando la cara de su progenitor que había quedado hacia donde estaban parados. Tenía los ojos abiertos, pero sin vida. La sangre que brotaba del pecho de su papá había formado un charco a su alrededor.
Su madre no les habló del hecho hasta después de varios años, pero antes de eso ya se habían dado cuenta de que a su padre lo había matado una bruja que se había enamorado de él. Desde varios días atrás lo visitaba todas las noches y se le sentaba en el pecho mientras estaba dormido, inmovilizándolo y dejándolo sin respiración hasta casi asfixiarlo. El matrimonio había intentado cuanta contra averiguaban, pero ninguna funcionó: ni el arroz crudo arrojado en el suelo, ni el cordón de San Agustín, ni la aguja clavada de cabeza. Lo único que lograron fue enfurecerla tanto que al final había terminado por matarlo cuando él intentaba librarse de ella rezando el credo al revés y atacándola con un machete. Se supone que tenía que propinarle un número impar de machetazos, mayor de dos, para dejarla marcada y así saber al día siguiente quién era. Si el número de machetazos era par, la bruja se sanaba del corte anterior y quedaba libre. Su padre sólo alcanzó a darle dos cortes y antes de que pudiera lanzarle el tercero, la bruja le arañó el pecho tan profundamente que le atravesó el corazón y cayó muerto al instante. Nunca más volvieron a saber de ella, pero el dolor les duraría toda la vida.

—¿Y si nos vamos un tiempo? —propuso Inés.
—¿Irnos? ¿A dónde? Si no tenemos sino esta tierra. Familia ya no nos queda. Y ningún amigo nos va ayudar cuando sepan lo que pasa.
—A mí me da mucho miedo que les pueda pasar lo mismo. A usted o a alguno de los muchachos.
—No nos va a pasar. Esa vez mi papá estaba solo. Esta vez somos tres. Tres hombres, tres machetes. A esas vagabundas no les gusta ese número.
Inés le levantó la cara tomándolo de la barbilla y lo miró a los ojos. Sentía miedo, sí, pero también sintió un calor interno que hacía tiempo no sentía. Ver la valentía que había en su esposo le hizo recordar sus años de juventud. Lo besó apasionadamente. José respondió al beso y pasaron el siguiente par de horas volviendo a sentirse jóvenes y dejándose llevar por la libido.

Continuará...

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