jueves, 26 de junio de 2014

La Molienda (Capítulo VI)

En la cara de todos, especialmente de los hijos y las hijas, se veía el asombro mientras José les contaba todo lo que había hablado con Fabio hacía casi un par de meses atrás. Terminó contándoles que esa noche empezarían con la cacería, omitiendo, sin embargo, los detalles del plan. La valentía de Fernando y Gustavo se sintió al instante. A pesar de haber sido los más afectados por la última aventura, no dudaron ni un segundo en apoyar a su padre en la nueva empresa. Inés sentía enormes deseos de oponerse, mas sabía que sería en vano, así que también le manifestó su apoyo. Esa tarde, el trabajo en la molienda fue más fluido que nunca. Incluso la vieja Mercedes insistió en participar y José, buscando la mejor tarea debido a sus dificultades, le ubicó una silla frente al fogón y le dispuso una larga vara de guaduilla verde para que atizara el fuego constantemente. A mitad de la tarde, Inés se ocupó, con sus hijas, de la preparación de la cena. Ninguno imaginó siquiera que los observaban detenidamente desde la distancia, desde la pequeña casa blanca de los Gómez que alcanzaba a verse entre las ramas de los abedules que bordeaban el lindero. Habían notado, sí, que algunos días salía humo de la chimenea y que algunas noches se veían luces encendidas, pero no se les hizo extraño, pues sabían que Diego Gómez venía cada dos o tres meses a hacer un poco de limpieza. Lo que sí les extrañó fue que el vecino no hubiese ido a visitarlos para ofrecerles por enésima vez y al precio más bajo posible que le compraran el terreno. Pensaron que era mejor así, pues con todo lo sucedido, mientras menos visitas, mucho mejor. El único que se animaba era Fernando, quien hacía ya varios meses venía ahorrando todo el dinero que podía con la ilusión de tener algún día su tierra propia. Estaba pensando incluso en ir a hablar con Diego en su próxima visita cuando hubiese terminado la cacería.

Adriana, con una taza de café caliente en la mano, observaba atenta. Parada bajo la sombra del alar del techo, en el extremo norte de la casa, veía como la familia entera participaba en la producción de esa tarde. No se alcanzaban a distinguir las caras, pero sí las formas humanas trabajando. El hecho de que incluso las mujeres de la casa estuviesen colaborando significaba que estaba cerca de su objetivo. Había eliminado sus sospechas hacia José la noche en que los atacó. El comportamiento de aquellos hombres asustados y el de aquella mujer acudiendo a la defensa inapropiada cruzando dos machetes le habían dado a entender que no tenían la más mínima idea de cómo cazar una bruja. Descartar a los hermanos y las hermanas de José fue mucho más sencillo. Todos se habían convertido en personas de ciudad y bastó con visitar a cada uno sólo una vez para verlos casi muertos del miedo y acudiendo a sacerdotes y pastores en busca de consuelo. No podían haber sido ellos. Alguien que, como primera opción, acude a las falsas religiones no tiene la fuerza ni el coraje de enfrentarse a lo oscuro. Eso le dejaba sólo una opción. Una opción que estaba probando ser la correcta: el hijo menor. José Restrepo había demostrado tener la valentía necesaria para, al menos, intentar matar a una bruja. Pero no había sido él. No sabía cómo hacerlo. Así que tenía que haber alguien más, y verlo atareado en la producción de la molienda, a pesar de sus visitas y a pesar de las heridas a sus hijos, le daba la certeza de que planeaba algo. Se sintió aún más segura de sus deducciones cuando vio, al final de la tarde, un campero llegar a la finca vecina. Un hombre, notablemente mayor, descendió del vehículo y saludó afectivamente a José. Luego lo vio sacar lo que parecían ser unas bolsas de color negro de la parte trasera del campero. José, sus hijos y su esposa se apresuraron a recibir la carga y llevarla a la molienda. Entonces tuvo la certeza.
—Al fin —dijo, esbozando una sonrisa y un gesto de maldad.

Fabio aparcó su campero Land Rover frente a la casa. La familia entera salió a recibirlo.
—Hola Fabio —saludó José.
—¿Qué más pues, hombre José? —respondió Fabio saliendo del vehículo y dándole un abrazo a su amigo—. Acá traigo todas las cosas —le dijo, casi susurrando y señalando la parte trasera del campero.
—Tranquilo, Fabio. Ya todos saben. Ya les conté.
—Ah, bueno, hombre José. Eso facilita los preparativos. Hay que llevar todo abajo.
José les hizo una seña a sus hijos para que ayudaran a descargar. Inés se unió, aunque no se lo habían pedido. Había cuatro tulas de lona negra en la parte trasera del campero. Cada uno de los cuatro –José, Inés, Fernando y Gustavo— se encargó de una y las llevaron a la molienda, seguidos por Fabio. Empezaba a oscurecer y encendieron los focos para iluminarse. Acomodaron las tulas sobre una mesa que habían dejado libre y las abrieron. En una de ellas habían dos bidones de gasolina, de dos litros y medio cada uno. En otra había una arroba de sal empacada en bolsas plásticas de una libra. La tercera estaba llena de hojas verdes de un árbol llamado palo santo. La última contenía tres gruesas varas de madera pulida de un metro de longitud, del mismo tipo de árbol que las hojas, y un largo lazo.
—Bueno —habló Fabio. Todos estaban atentos a sus instrucciones—, el asunto es así: lo primero que hay que hacer es volver a encender el fogón. Lo necesitamos para quemar las hojas de palo santo —dijo, señalando la tula llena de hojas—. El humo que sueltan emboba a las brujas. Hay que quemarlas cuando la bruja haya entrado.
José le hizo una señal a Gustavo, indicándole que avivara el fogón que ya estaba casi extinto después de las labores de la tarde. El joven se apresuró a cumplir el mandato.
—No, no —lo detuvo Fabio—. Aún no, sólo les estoy diciendo lo que vamos hacer. Después —continuó—, hay que esparcir la sal por todo el piso. Pero que no salga de la molienda para que no la vea antes de entrar. Con eso, cuando pise, se encalambra. Pero como seguramente vendrá convertida en pisca, va a intentar alzar vuelo. Para eso necesitamos quemar las hojas tan pronto entre: para embobarla y que no pueda levantar vuelo. Cuando se esté revolcando en el suelo le pegamos con las varas de palo santo hasta que ya no se mueva más. Entonces la amarramos con el lazo, la bañamos en gasolina y le prendemos fuego.
—Don Fabio, ¿no será mejor darle con los machetes? —preguntó Gustavo.
—Hombre Gustavo, con machete es muy difícil porque cuando se convierten en piscas el plumaje las protege del filo. Por eso hay que golpearlas hasta que se desmayen. Pero no se les puede golpear con cualquier cosa. Tiene que ser con madera de palo santo para que les duela.
—¿Y las otras cosas? —inquirió el hijo mayor.
—¿Cuáles cosas, hombre Fernando?
—Las agujas clavadas al revés, los machetes puestos en cruz, los ajos partidos a la mitad, las tijeras abiertas —Fernando recordaba todos los elementos de la historia que su padre les había contado.
—Hombre Fernando, esas trampas sirven cuando la bruja entra a una casa. Especialmente para que no pueda salir y dejarla atrapada. En este caso estamos al aire libre. Aquí no sirven.
Ya la noche había cubierto el firmamento y una enorme y redonda luna llena se alzaba sobre el horizonte. Siguiendo las indicaciones de Fabio, la hojas de palo santo fueron ubicadas en un balde a un lado del fogón para que fuera fácil arrojarlas a la llamas. Los bidones, el lazo y los maderos fueron puestos junto a la pared del barranco que formaba la subida hacia la casa. La sal fue esparcida casi en su totalidad sobre el suelo, cuidando de que no saliera de la molienda para evitar que pudiese verse. Un par de libras quedaron sin usar, sobre la mesa de la panela, para echarlas sobre la bruja si era necesario. Fabio, agobiado por el calor, se quitó la camisa y quedo en una camisilla esqueleto. De nuevo, ninguno se percató de que eran observados.
Adriana, vestida totalmente de negro para mimetizarse con la noche, los observaba oculta tras uno de los abedules que marcaban el lindero sobre el borde sur del barranco, por encima del cultivo. Se arriesgó a acercarse más para poder observar con mayor detalle. Observó todos los preparativos que hizo la familia y reconoció los bidones de gasolina y las hojas y maderos de palo santo. También los vio esparcir la sal en el suelo. En medio de la labor de espionaje, centró su atención en Fabio; era anciano ya, pero tenía que ser él. La búsqueda llevaba ya varios años y tenía la sensación de que estaba terminando. La certeza llegó cuando vio la cicatriz de una quemadura que tenía el anciano en su brazo izquierdo.
Terminados los preparativos, la familia y el invitado cenaron en medio de una calurosa y amena charla que el mismo Fabio entabló, lejos de temas de brujas y cacerías. Los jóvenes, sin embargo, insistieron con varias preguntas que el anciano esquivó con historias muy diferentes. Les contó anécdotas del granero y de sus viajes. Les entretuvo con chismes de las solteronas del pueblo. Soltaba chistes de vez en cuando. Y alababa de sobremanera la sazón de Inés felicitando a José por tener como esposa a tan buena cocinera y burlándose, sólo para relajar el ambiente, de las pocas cualidades de su esposa en la misma labor. Al finalizar la cena, las actividades fueron como de costumbre: Claudia y Marina recogieron y lavaron los trastos, Inés llevó a su madre a la cama y Fernando y Gustavo se encargaron de limpiar las herramientas. Sentados aún a la mesa, José y Fabio repasaban el plan.
—Entonces, hombre José, nos escondemos adentro de la molienda, en la oscuridad, hasta que la pisca aparezca y entre. Según lo que usted me contó de la vez pasada, probablemente salga del cañaduzal. Tenemos que mantenernos muy tranquilos, quietos y callados para que no nos vea. No nos podemos apresurar, hay que esperar a que pise dentro de la molienda, a que pise la sal para que se encalambre. Usted va a estar junto a las hojas de palo santo, al lado del fogón, y yo voy a estar al lado de la mesa donde está la panela. Cada uno va a tener un madero. Cuando la pisca se encalambre va a gritar, y va a gritar muy feo, no se vaya a dejar ganar del susto. Tan pronto grite, usted tiene que tirar muchas hojas al fogón y lo va avivar para que se quemen rápido y suelten tanto humo como se pueda. Yo me le voy al animal encima y lo enciendo a palo. Y cuando yo la vea ya embobada por el humo le digo a usted para que también la golpee. Entre los dos tenemos que golpearla hasta que pierda el sentido, hasta que ya no se mueva. Entonces la amarramos con el lazo, pero tenemos que ser muy rápidos, porque puede despertarse en cualquier momento. Cuando la tengamos bien amarrada, aunque se despierte, ya no se va a poder mover. La sacamos de la molienda y la ponemos afuera, le echamos la gasolina y le prendemos fuego. Ahí va a gritar mucho más fuerte y va a llorar, incluso es posible que grite como una mujer y que comience a maldecir y a insultarnos o a suplicar que la apaguen y que la suelten. No importa lo que diga o la bulla que haga, óigame bien hombre José, no la vamos a soltar. ¿Entendido?
José asintió con la cabeza.
—Hay que avisarle a todos que no vayan a salir para nada. Sin importar lo que escuchen, tienen que quedarse encerrados. Yo creo que sería bueno, como precaución, poner machetes en cruz detrás de las puertas para que no entre. Sólo por si acaso.
—Papá, nosotros vamos a ir con ustedes —Fernando y Gustavo estaban de pie a espaldas de José y acababan de escuchar la recomendación de Fabio. Su padre se volteó hacia ellos.
—No señores. Esto lo hacemos solamente Fabio y yo —respondió con seriedad.
—No mijo, esta vez vamos todos. Bueno, menos las niñas y mi mamá —Inés habló saliendo de la habitación de Mercedes.
Un gesto de disgusto se dibujó en la cara de José, quien se puso de pie dispuesto a dar la orden, al parecer por sus gestos, con un grito. Fabio le agarró del brazo para detenerlo.
—Hombre José, mientras más mejor —intervino Fabio, cambiando de opinión frente a lo que habían decidido antes.
—¡Ya dije que no! —gritó—. Esto lo vamos a hacer Fabio y yo. Nadie más.
Todos, incluyendo a Fabio, se quedaron de una sola pieza al escuchar el grito. Al ver sus caras, José suavizó el tono.
—Mejor váyanse a dormir, tranquilos.
—Usted sabrá disculpar papá, pero no los vamos a dejar ir solos —repuso Fernando, con voz seria y gruesa, pero dejando notar el respeto por su padre—. Además, cómo dice don Fabio, mientras más mejor.
La voz que usó Fernando resonó en el corazón de José. Pocas veces se detenía a pensarlo, pero ante él ya no tenía a un par de niños, sino a un par de hombres. Hombres correctos, de buenos sentimientos, nobles, honestos, honrados y trabajadores como siempre los educó; y ahora, además, valientes. Miró a su esposa a los ojos y hablaron con la mirada.
—Yo me quedo cuidando a las niñas —dijo Inés.
José supo entonces que en esa discusión, él llevaba las de perder.
—Enciérrense bien —le dijo a su esposa—, y pongan los machetes en cruz detrás de la puerta.
Los cuatro hombres se sentaron de nuevo a la mesa y repasaron el plan, al menos, una docena de veces. Inés les preparó café, para mantenerlos calientes mientras llegaba la hora. Claudia y Marina, por idea de su madre, se instalaron en la habitación de Mercedes. Una hora antes de la media noche, los hombres se disponían a marchar hacia la molienda. Inés abrazó a sus hijos, uno a la vez, y los persignó, encomendándolos a la Virgen. Mientras veía a su esposa bendiciendo a sus hijos, José acariciaba y observaba el escapulario que Marina le había regalado. Luego sintió la mirada de Inés, quien se le acercó y lo estrechó en sus brazos. José respondió al abrazo y luego al beso conjugado con ternura, amor y pasión.
—Acá los espero —susurró Inés al oído de su esposo—. No me vayan a dejar esperando.
José respondió sonriendo y asintiendo con la cabeza.
Fabio esperaba pacientemente, sin observarlos, por respeto, en la punta del corredor, frente a la puerta de la cocina. Unos minutos después se encontraban en la molienda, asumiendo sus posiciones. Ante la adición de los dos nuevos participantes, el plan seguía siendo el mismo, pero ahora Gustavo estaba encargado de quemar las hojas de palo santo y Fernando de los bidones de gasolina para verterlos sobre la bruja cuando fuera el momento. José y Fabio se encargarían de la golpiza. La luna estaba en su cenit e iluminaba todo, como si fuera la enviada del sol en la noche, desde un firmamento totalmente despejado. Acomodados en sus lugares, cubiertos por la oscuridad que proporcionaba el piso de la casa, se dispusieron a la espera.

Continuará...

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