jueves, 26 de junio de 2014

La Molienda (Capítulo V)

El tiempo pasó sin mayores novedades. Gustavo y Fernando estaban ya completamente recuperados. Las labores de la finca se realizaban nuevamente en su totalidad y la producción de panela volvió a ser igual que antes. La familia no volvió a hablar de lo sucedido. Todos confiaban en que se habían librado de aquel mal, excepto José, quien sufría la interrogación de Fabio cada vez que iba al granero.
—¿Nada aún, hombre José?
—No. Gracias a Dios. Todo va lo más de bien —respondió José—. Y mejor así. Yo creo que no va a pasar nada más.
—Pues ojalá, hombre José. Pero sería muy extraño. Aun así, avíseme si pasa cualquier cosa rara, por pequeña que sea. Éste es el primer viaje entero de panela que hace desde ese día. Yo creo que no tarda en aparecer.
—Ojalá que no. De todas formas, le agradezco mucho la intención y la paciencia con lo de la panela.
—Hombre José, ya le dije que mi familia siempre estará en deuda con la suya.
Fabio tenía razón. Pasaron sólo dos días más, de producción a total capacidad, cuando José, quien había tomado la costumbre de revisar el mismo la panela en las mañanas relevando a Marina, antes de salir al campo, encontró la putrefacta regurgitación cubriendo todo el producido. Su tranquilidad se esfumó y volvió a sentir la ira y el miedo del último encuentro con aquel ser maligno. Subió de nuevo a la casa, donde sus hijos terminaban de alistarse para salir a trabajar con él e Inés se apuraba recogiendo los trastos sucios del desayuno. Todos notaron el gesto preocupado en la cara del hombre.
—¿Qué pasó mijo? —preguntó su esposa.
—Hoy no vamos a salir —respondió muy serio—. Ya volvió la bruja.
El miedo se dibujo al instante en las caras de toda la familia e Inés dejó caer los platos y pocillos que tenía en la mano. El ruido de las porcelanas al quebrarse alertó a Claudia y a Marina, que aún estaban en su habitación.
—Pónganse todos a limpiar —ordenó—. Yo regreso más tarde.
—¿Cómo así, mijo? ¿Para dónde va?
—Tengo que ir al pueblo —respondió secamente.
—Pero mijo… —Inés calló al ver otra vez aquella mirada en los ojos de su esposo.
José subió a la camioneta, una Ford 250 modelo 1954 de color verde oscuro que había comprado el año pasado en una promoción de últimos modelos de una concesionaria en la capital para cambiar la anterior que estaba ya muy desgastada. La usaba solamente los sábados para llevar la panela al granero de Fabio, y en una que otra ocasión especial. Ésta era una ocasión de esas.
Fabio se sorprendió al ver la camioneta verde oscuro parquear en una de las plazas frente a su local. Ver a José Restrepo en el pueblo un día diferente del sábado, y bajo las circunstancias actuales, sólo podía significar una cosa.
—Buenos días Fabio —saludó José.
—¿Ya?
José asintió con la cabeza.
—Hombre José, vamos arriba, a la oficina —dijo Fabio haciendo al mismo tiempo señas a uno de sus empleados para que se quedara a cargo del granero.
—Fabio —habló José cuando se encontraban sentados al escritorio—, ¿usted me asegura que a ninguno de los muchachos les va a pasar nada?
—No les va a pasar nada, hombre José. Porque ellos no van a hacer nada. Ese trabajito lo vamos a hacer usted y yo nada más. ¿Usted le ha contado algo a Inés?
—No, Fabio. Tal y como quedamos, no le he contado a nadie.
—Bien. Y mejor que no le diga nada, hombre José. Que se dé cuenta en el último momento. Así se evita la cantaleta. Hablemos del plan.

Era casi medio día cuando José inició el regresó a la finca. Al acercarse a su casa, desde lo lejos, pudo ver la columna de humo indicándole que estaban quemando la panela dañada. La primera parte del plan era no parar la producción de la molienda. Al terminar la tarde, Fabio llegaría con los elementos necesarios para la cacería de la noche. Al llegar a la casa, toda la familia se encontraba almorzando y salió a su encuentro cuando oyeron el motor de la camioneta. El saludo fue una retahíla de preguntas, a las que hizo caso omiso y se dirigió al comedor. Al verlo sentado, Inés se apuró a servirle el almuerzo, mientras los demás regresaron a la mesa en silencio.
—¿Dónde estaba, mijo? —preguntó Inés mientras le ponía el plato en frente.
—En el pueblo. ¿Ya está todo limpio?
—Sí, señor —respondieron Fernando y Gustavo.
—Mijo, ¿qué se fue a hacer al pueblo? —insistió Inés.
—Después sabrán —respondió con tono seco—. Después de almorzar se alistan que vamos a hacer la producción de hoy.
Previendo la reacción de su esposa, la miró antes de que pudiera pronunciar palabra. Inés reconoció la mirada que le ordenaba no retar su autoridad y se detuvo, pero sólo por un segundo.
—¡Ah, no! —dijo Inés, alzando la voz—. No nos vamos a poner en esas otra vez. Mire lo que…
—¡Inés! —gritó José, al tiempo que se levantaba de la silla y golpeaba la mesa con los puños haciendo saltar todo los trastos que había encima.
Un vaso se volteó derramando el jugo de tomate de árbol que contenía. Los cuatro hijos y la abuela también se pusieron de pie, de un salto, para esquivar el derrame y por el susto de ver que por primera vez José e Inés se gritaban entre sí.
—¡Pero, mijo! Entienda que…
—¡Inés! —gritó José más fuerte. Y le dio una mirada diferente. Esta vez era una mirada de ira que nunca nadie en la familia le había visto.
Inés calló. Todos quedaron pálidos del susto. Incluso la vieja Mercedes. Nunca habían visto a su amoroso padre, yerno y esposo hablar en ese tono ni golpear la mesa ni, mucho menos, poner ese gesto. Marina, más impactada que los demás, empezó a llorar. El llanto de la niña los hizo reaccionar a todos y volver al momento. La pareja de esposos se acercó a la pequeña y se agacharon para abrazarla y calmarla. También José se sintió mal; no pudo evitar el sentimiento de culpa por actuar de esa manera. Era un hombre recio y firme, sí, pero nunca se excedía de palabra ni de acción. Era un hombre que sabía impartir disciplina con amor y por eso nunca tuvo la necesidad, y menos el deseo, de usar gritos ni violencia de ninguna manera con su familia. Se sintió en la obligación de pedir disculpas y de explicarles todo.

En la finca vecina, atareada en la cocina, Adriana esbozó una sonrisa cuando escuchó, a lo lejos, el grito de José. Pudo distinguir la ira del hombre. Unos minutos después, una voz la sorprendió saludándola desde fuera de la casa.
—¡Buenas tardes!
Adriana salió asustada de la cocina. Frente a la casa había dos hombres y una mujer a caballo. Al verla, los dos hombres quedaron maravillados con la hermosa mujer, quien, a pesar de estar vestida como campesina y no estar maquillada, como acostumbraba en la ciudad, seguía conservando su garbo y belleza.
—Buenas tardes —respondió cordialmente al saludo.
—Buenas tardes —repitieron los inesperados visitantes, mientras se apeaban de sus monturas.
—¿Cómo le va? —dijo uno de ellos, y siguió hablando sin dar tiempo a responder—. Mucho gusto. Mi nombre es Marcos Zapata, presidente de la junta de acción comunal de la vereda —el hombre estiró la mano para saludar.
—Mucho gusto. Yo soy Adriana —respondió al saludo, y les estrecho la mano a los tres.
—Ésta es mi esposa, Alicia, y éste es mi hijo, Andrés. —Los tres sonreían amablemente.
—¿En qué puedo ayudarlos?
—Bueno, nosotros sólo veníamos a presentarnos y a conocerlos.
—¿A conocernos? —preguntó Adriana con desconcierto.
—A usted y a su familia.
—¿Mi familia?... Ah, sí, claro —dijo Adriana al fin, cayendo en la cuenta.
—¿Están en casa? —preguntó Marcos.
—Eh… No, no están. Están en la capital —mintió Adriana.
—¿Es usted la esposa del señor Gonzalo Gutiérrez?
—Sí, claro soy yo —continuó Adriana con la mentira, ocultando la sorpresa de escuchar el nombre de su abogado.
—Ah, bueno. Ya lo conoceremos después. Le pedimos disculpas por venir a la hora del almuerzo, pero es a esta hora cuando toda la familia está reunida y pensamos que podríamos conocerlos a todos. ¿Cuándo regresan?
Adriana supo que las preguntas continuarían, así que acompañó la respuesta con su sonrisa hipnotizadora.
—No vendrán por ahora. Por el momento soy yo quien está organizando un poco la casa. He estado yendo y viniendo por días. ¿Desean pasar y tomar un café?
—Claro que sí —respondió Marcos, quien fue inmediatamente interrumpido por su esposa.
—No, doña Adriana. Muchas gracias —dijo Alicia, en quien la sonrisa no había causado el mismo efecto que en los hombres—. Nosotros sólo veníamos a saludar y a avisarle de la visita del alcalde.
—¿Visita del alcalde?
—Sí, doña Adriana —habló Marcos para explicarle—. Verá, apenas ayer nos enteramos de que esta propiedad había sido vendida. El dueño anterior, don Diego, estuvo ofreciéndola durante casi dos años sin poder venderla. Incluso le rebajó mucho el precio. Pero usted, bueno, su esposo pagó casi cuatro veces el valor real. Comprenderá usted que una inversión de ese tamaño demuestra que tienen ustedes mucho interés en esta tierra. Así que el Doctor Álvaro Martínez, el alcalde, quiere venir a saludarlos personalmente y a comentarles los planes de desarrollo que tiene para la vereda.
Mmm… Pues yo de eso no entiendo nada —dijo Adriana, fingiendo ignorancia— pero le diré a mi marido que vaya a hablar con el alcalde cuando venga. No lo molestemos haciéndolo venir hasta acá.
—Tranquila, de todas formas el Doctor Martínez estará visitando algunas obras de la vereda y no le costará nada venir a conocerla. Además, siempre da mucho gusto conocer a personas tan amables como usted —Marcos no disimuló el tono coqueto.
Hmm, hmm —Alicia carraspeó reprimiendo a su esposo.
—Bueno, ya nos vamos —terminó Marcos—. Ha sido un placer conocerla, doña Adriana.
Luego de despedirse, los visitantes volvieron a sus monturas y salieron a paso lento de la propiedad por la puerta del cercado que conducía a la carretera, por donde habían llegado. Tanto el padre como el hijo dieron furtivas miradas hacia atrás para apreciar de nuevo a aquella hermosa mujer. Alicia, notándolos, les reprimió con un regaño.
—¡Ay, mamá! No se puede negar que es muy bonita —apuntó Andrés, rechazando la reprenda de su madre—. ¿Verdad que sí, papá?
—Sí, mucho —respondió Marcos—. Pero no es eso —aclaró al ver nuevamente el gesto de reproche en la cara de Alicia—, es que se me parece a alguien.
—Mínimo es una de tantas ex-novias suyas —espetó la mujer con ironía y sarcasmo.
—¡Ay, mujer. Por Dios! Deja ya la bobada. A esa señora se le nota que no tiene más de 40 años y yo ya tengo 62. Es una niña para mí. Pero a alguien me recuerda. No sé a quién, pero esa cara se me hace conocida.
—Pues esa mujer de por acá no es. Y dudo mucho que sea del campo. Esa señora debe ser de la ciudad. Una en el campo no logra mantener una piel tan delicada y unos rasgos tan bonitos —Alicia se había fijado en detalles que para los hombres pasaron desapercibidos—. ¿Le vieron las manos? Con sus uñas largas y bien arregladas. Y ese cabello, que parece como de modelo de revista. A mí me parece muy rara esa mujer. Además, esa sonrisita no me gustó para nada, una mujer decente no le sonríe a los extraños.
—Mamá, ya va a empezar con sus bobadas —reaccionó Andrés.
—Bobadas no. Ustedes saben que yo tengo muy buen ojo para la gente rara.
Entre discusiones familiares de bajo tono, los integrantes de la familia Zapata se alejaron mientras Adriana los observaba, sosteniendo la sonrisa, sin saber lo que decían. Cuando los perdió de vista apretó los dientes con rabia, preguntándose si habría sido Gutiérrez el imprudente, o tal vez el notario. Incluso pudo haber sido Diego, el propietario anterior. Descartó al último de inmediato. Una de las condiciones al ofrecer tan alto pago era un mutismo total sobre la negociación. En cuanto a Gutiérrez, era su hombre de confianza, nunca le había fallado y estaba segura de que se necesitaba mucho para sacarle cualquier dato aunque no fuera privado. Así que tuvo que haber sido el notario. Ya se arreglaría con él cuando terminara su cometido actual.

Continuará...

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