jueves, 8 de octubre de 2020

Diligencia en el centro

 Diligencia en el centro


El sol cayó perpendicular sobre la ciudad. El concreto ardía cual plancha de horno. El poco agua de lluvias anteriores que aún había en las grietas del suelo se evaporaba formando nubes invisibles que solo servían para aumentar el bochorno. No había ni siquiera un balcón que hiciera sombra. En una esquina, un puesto de guarapo me tentó con sus vasos llenos de elixir verde y sudorosos por el hielo que los enfriaba. Me costó trabajo pero resistí. Me asustó la dudosa procedencia del agua con que lo preparan. Por momentos me sentí en aquel pueblo tan caliente que parecía la cuna del sol y donde lo único frío que había era el tacto de los baldosines que adornaban el atrio de la iglesia. En sus primeros días el párroco nuevo pensó que era bendecido con la pasión y la devoción de sus feligreses, hasta que se dio cuenta de que no iban a escuchar la eucaristía sino a esperar su turno para sentir el frío de los azulejos.

Seguí caminando recto, aún faltaban un par de cuadras. Sumaba también el tiempo de todos los semáforos que le daban el verde a los carros un segundo antes de que yo llegara a la esquina. Otras personas caminaban también como zombis. Me resulta curioso cómo corremos para huir de la lluvia, pero el sol lo sufrimos con paciencia desesperante. Las suelas de mis zapatos parecían derretirse. Las gotas de sudor apostaban carreras sobre mi piel bajando a toda prisa para empapar mi camisa. Caminé la última cuadra sin darme cuenta. Me acerqué a la ventanilla, le pasé los documentos a la dependienta, que amablemente me dijo “Señor, el turno para su número de cédula es mañana”. A lo que mentalmente, y sonriendo por decencia, respondí: ¡vida hijueputa!.

Gio


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