miércoles, 18 de junio de 2014

La Molienda (Capítulo II)

Faltaba poco más de media hora para la media noche. José y sus hijos se encaminaban ya hacia la molienda.
—¡Papá! —llamó Marina desde la puerta de la habitación que compartía con su hermana.
 José se detuvo y volteó a mirar. La pequeña venía corriendo hacia él.
—Usted debería estar durmiendo señorita —le dijo a su hija mientras se acurrucaba para quedar a su altura.
Aunque aún serio, el ánimo y el genio de José se habían suavizado notablemente después del rato que había pasado con su esposa.
—Póngase esto para que lo proteja —le dijo su hija estirando un brazo hacia él con la mano empuñada.
José puso su mano abierta debajo del puño de la niña y ella lo abrió dejando caer lo que tenía dentro.
—Es el escapulario que me regaló la abuela en mi cumpleaños. Está bendecido.
José la miró con inmensa ternura.
—Pero para que funcione me lo tiene que poner usted —le dijo con la voz más tierna que había usado en su vida.
Marina tomó nuevamente el escapulario, José bajó la cabeza y la chiquilla pasó el collar y lo acomodó en el cuello de su padre. Luego lo abrazó de tal manera que él supo que fuera como fuera tenían que volver sanos y salvos.
Abajo, en la molienda, los tres hombres se ubicaron en las mismas posiciones de la noche anterior: Gustavo a la derecha, Fernando en el centro y José a la izquierda. También el plan era el mismo: permanecer a oscuras, escondidos en la sombra que proporcionaba la construcción, y esperar con el machete desenfundado en la mano. Cuando la bruja apareciera, quien estuviese más cerca a ella de los tres daría el primer machetazo y gritaría para avisar a los otros dos, quienes correrían hacia él, y cada uno con su arma daría un golpe más. Así se completarían tres tajos. Cuando la bruja estuviese reducida —porque pensaban que quedaría tumbada en el suelo— la amarrarían para que no pudiese escapar y le cortarían la cabeza. El plan parecía sencillo y estaban convencidos de que funcionaría. No sabían lo equivocados que estaban.
Nuevamente había luna llena. Hacía frío, pero no venteaba. La plantación permanecía apacible frente a ellos. Los únicos sonidos que se escuchaban eran el cantar de los grillos y de una que otra chicharra a lo lejos. Cada tanto se escuchaba el ulular de una lechuza que seguramente estaría posada en alguna rama de un árbol cercano. Habían pasado 20 minutos después de la media noche cuando los tres notaron como el cañaduzal frente a ellos se sacudió bruscamente por unos cuantos segundos, como si dentro de él hubiese un animal enorme moviéndose. No vieron las cañas moverse, pero oyeron el sonido. El trío de asustados campesinos se alertó y dio un pequeño brinco por el susto. Sus corazones se aceleraron. Se buscaron entre ellos con la mirada en medio de la oscuridad. Cada uno apenas podía distinguir las siluetas de los otros dos. Las plantas de caña volvieron a sacudirse, esta vez con mayor brusquedad, y no pararon. Voltearon su mirada de nuevo a la plantación. El ruido se acercaba a ellos. Parecía estar a unos 10 metros dentro de la plantación, lo que sería a 15 metros de la molienda al sumarle los cinco metros que la separaban del borde del cañaduzal. Venía a mucha velocidad. Los tres pensaron que parecía como si un animal, grande como un caballo, viniese trotando en medio de las varas. Los dos menores consideraron por un segundo salir corriendo y subir a la casa, pero desistieron de la idea cuando escucharon a su padre decir: “Listos, que ahí viene”. A cinco metros del borde… Lo que fuera que venía no se detenía... A tres metros del borde… Incluso parecía venir más rápido… A un metro del borde… Se detuvo. Por unos segundos reinó el silencio, los grillos y las chicharras dejaron de cantar. Los hombres permanecían como estatuas mirando al frente. De repente una risa los hizo saltar asustados nuevamente, una estruendosa carcajada venía de donde se había detenido el sacudir de las plantas. Era insoportable. Era la carcajada de una mujer, pero con un macabro tono de burla. Algo salió disparado hacia arriba, no lograron distinguir que era, pero parecía un bulto negro. El techo de la molienda les bloqueó la vista cuando lo siguieron con la mirada. La risa se silenció. Salieron de debajo de la casa hacia la plantación y se pararon de espaldas al cultivo con la mirada hacia el firmamento buscando lo que había salido “volando”, pero no vieron más que el oscuro manto de la noche. Un grito los sorprendió.
—¡Papá!
José y Fernando voltearon hacia donde estaba Gustavo y vieron que estaba siendo arrastrado hacia dentro del cañaduzal. Estaba tirado boca arriba en el suelo y sólo se alcanzaban a ver sus piernas que iban entrando a la plantación.
—¡Papá! ¡PAPÁ!
El grito de terror del joven los hizo correr hacia él.
—¡Tavo! —gritaron los otros dos al mismo tiempo.
Fernando, que estaba más cerca, se lanzó intentando sujetarle los pies pero no lo alcanzó. Quedó tirado boca abajo en el suelo con los brazos estirados hacia la pared de cañas. El cuerpo de Gustavo desapareció entre las varas. Su machete había quedado tirado en el piso. José brincó por encima de Fernando y se adentró en el cultivo por el mismo sitio por donde había visto desaparecer a su hijo. Fernando se puso de pie y lo siguió. Ambos iban gritando el nombre del menor.
Al escuchar la gritería, Inés se asomó por la ventana de la habitación de Mercedes a tiempo para ver a José y a Fernando entrando a la plantación. Su corazón dio un vuelco y salió corriendo del cuarto hacia la molienda.
Dentro del cañaduzal, el hombre mayor y su hijo buscaban al joven, lado a lado, sin dejar de llamarlo. Se abrían paso empujando las varas con una mano y cortándolas con el machete que sostenían en la otra.
—¡Papá!
Volvieron a escuchar a Gustavo. Pero dentro de una plantación de caña de azúcar las hojas de las varas amortiguan tanto el sonido que no se puede saber de qué dirección viene. Aun así se escuchaba cerca.
—¡Papá! ¡Papá! —seguía gritando.
A pesar de la luz que proporcionaba la luna llena, la oscuridad allí adentro era intensa.
—¡Papá, aquí! —dijo Fernando—. Aquí está —Había tropezado con algo y se agachó para palparlo. Era un pie, una bota.
José se agachó junto a su hijo mayor y confirmó que sí era el cuerpo de Gustavo. Lo palpó con la mano que tenía libre y le alcanzó la cara. La sintió húmeda y pegajosa.
—Papá —dijo Gustavo con la voz adolorida —, me duele la cara.
—Agárrelo usted de las piernas que yo lo agarro de los sobacos, para que lo saquemos —le dijo José a Fernando.
Ambos enfundaron sus machetes y procedieron, cargando el aporreado cuerpo del joven entre los dos.
Parada frente a la plantación se encontraba Inés llorando.
Mercedes, Claudia y Marina estaban asomadas en la ventana de la habitación de la abuela. Allí podían ver el cañaduzal desde arriba y veían a los hombres acercarse, entre las varas, a Inés.
—Ahí vienen, mamá. Ahí vienen —dijo Marina, señalándolos con la mano.
Cuando salieron al descubierto, Inés se lanzó hacia ellos y su llanto aumentó cuando vio como traían cargado a su hijo menor, y empeoró aún más cuando le vio la cara ensangrentada. Pusieron suavemente a Gustavo sobre el suelo. Estaba consciente, pero con la mirada perdida. Inés se arrodilló junto a él y se dobló sobre su pecho aún llorando. La imagen llamó en la memoria de José al recuerdo de su padre muerto y su madre llorando sobre su cuerpo. Las espectadoras de la ventana también dieron vía libre a sus lágrimas. Fernando estaba petrificado.
—¡Jijijijijijiji! —La estruendosa y macabra risa se escuchó de nuevo.
Las niñas y la abuela cerraron la ventana. Inés levantó la cabeza y vio a su esposo y a su otro hijo desenfundando las armas. José y Fernando, machete en mano, miraban desconcertados en todas las direcciones. La risa parecía provenir de todas partes. Algo negro, parecido a un bulto, salió velozmente de entre las cañas en dirección a Fernando y lo golpeó fuertemente en el pecho, lanzándolo contra la pared al fondo de la molienda. El joven soltó su herramienta al momento del impacto, dejándola caer al suelo, y quedó inconsciente al chocar contra el barranco. Inés profirió un nuevo grito de terror. José corrió hacia su hijo mayor. El bulto negro desapareció en la oscuridad debajo de la casa. La risa no se detenía. En medio de la negrura, José logró dar con el cuerpo de su hijo. Le buscó la cara con la mano, como había hecho con Gustavo momentos antes, puso su dedo índice debajo de la nariz del muchacho y notó que estaba respirando. Empezó a acomodar sus brazos debajo del cuerpo de Fernando para cargarlo cuando sintió un tirón por la espalda. Algo lo estaba halando del cuello de la camisa. La insoportable risa lo tenía aturdido. Afuera, Inés vio a su esposo salir arrastrado de la molienda en dirección al cañaduzal. Un enorme pájaro negro, rodeado de sombra de la misma manera en que una llama se rodea de luz, halaba de José, quien se sacudía violentamente tratando, infructuosamente, de liberarse. Se mandaba las manos a la nuca intentado soltarse de lo que lo tenía atrapado, pero el animal se las arañaba con las uñas de sus patas. La mujer vio el machete de Fernando en el suelo cuando el cuerpo arrastrado de su marido pasó junto a él. Recordó inmediatamente que el de Gustavo estaba detrás de ella, junto al cultivo. A su mente llegó lo que tantas veces había escuchado en las historias que oyó cuando era niña: para que una bruja no entre a la casa y se vaya sin molestar hay que poner dos machetes formando una cruz detrás de la puerta. En un acto instintivo de defensa saltó a coger el arma de Gustavo con una mano y luego agarró el de Fernando con la otra. Se puso de pie frente a la enorme ave y su esposo, que estaban a punto de alcanzar el cultivo, levantó los brazos y formó una cruz con las hojas metálicas. La risa se detuvo y fue remplazada por un aullido. El cuerpo de José dejó de avanzar y el animal salió hacia arriba disparado como un cohete. El hombre se puso en sus pies de inmediato y corrió hacia su esposa. El aullido sonaba cada vez más suave, lo que significaba que se estaba alejando, y disminuyó de intensidad hasta que no lo escucharon más.
Eran casi las dos de la madrugada. José y Claudia habían cargado el cuerpo inconsciente de Fernando hasta la casa. Inés y Marina ayudaron a Gustavo a subir. Habían acomodado a los dos hermanos en su habitación, cada uno en su cama. Inés limpiaba la sangre de la cara de Gustavo. La tenía lastimada con muchos cortes pequeños causados por arañazos y picotazos. Claudia y Marina ponían astillas de canela y clavos de olor frente a la nariz de Fernando intentando despertarlo, pues no había reaccionado a las sacudidas de su padre, quien se quedó sentado en el corredor en compañía de su suegra, pensativo. Mercedes le limpiaba las heridas de las manos.
Tavo ya se durmió y Nando por fin despertó —José escuchó a su esposa que acababa de salir de la habitación de sus hijos—. Tiene el pecho y la espalda llenos de moretones, pero tiene todos los huesos buenos, menos mal. Les di pastillas para el dolor y agua de manzana para que puedan dormir.
José continúo en silencio. Tenía el machete sobre las piernas y lo miraba fijamente. La vieja Mercedes no quiso interrumpir el silencio.
—Mamá, venga yo la ayudo a acostar —dijo finalmente la mujer y se llevó a la anciana.
—Nosotras también nos vamos a acostar —dijo Claudia, saliendo de la habitación de sus hermanos, seguida de Marina—. Hasta mañana papá. Bendición —José continúo ensimismado.
Marina se acercó a su padre y le puso una mano en la mejilla. Sólo entonces José volvió al momento y giró la cabeza para mirar a su hija. La ternura de la pequeña siempre lograba conmoverlo y reanimarlo.
—Sí, mejor nos vamos todos a dormir. Que Dios las bendiga —habló por fin el hombre. Sus hijas lo abrazaron y se fueron a sus camas.

La intimidad y privacidad de la alcoba matrimonial le permitía a José, al fin, aflorar sus emociones. Hacía mucho rato que estaba reprimiendo las lágrimas. No consentía llorar delante de su familia, al menos no delante de sus hijos. Pero ahora que estaba a solas con su esposa, a quien nunca en la vida le guardó ni un solo secreto, se sentía con total libertad. Inés, a su vez, sabía lo que debía estar sintiendo su esposo, un sentimiento de culpa que lo estaba devorando por dentro por haber puesto en peligro las vidas de sus varones. Por eso no quiso recriminarle ni reclamarle nada, sabía que con el sentimiento de culpa era suficiente. Acostados en la cama, la mujer abrazó a su esposo a manera de consuelo y esperó pacientemente a que se desahogara.
—Mija, perdóneme, por favor —dijo José con la voz quebrada cuando terminó de llorar.
—Tiene que pedirle perdón es a los muchachos. No a mí.
—Sí, yo sé. Pero usted me lo advirtió. Usted me dijo que no me pusiera en esas. Debí haberle hecho caso. Debimos buscar la manera de espantarla.
—Pues ojalá y la hayamos espantado. Esperemos que no vuelva —dijo Inés con tono consolador— Mejor durmámonos ya.

Continuará...

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