jueves, 26 de junio de 2014

La Molienda (Capítulo VIII)

Adriana volvió al presente cuando terminó el recuerdo. Seguía arrodillada delante del altar. Miró la foto de bordes gastados que tenía sobre la mesa y donde aparecía el campesino. De repente pudo reconocer el parecido con José Restrepo, ambos, padre e hijo, eran igual de apuestos. Pero no era a él a quien buscaba, él fue sólo un medio para encontrar al hombre con la cicatriz de quemadura en el brazo, el amigo de José.
Extendió sus manos al frente con las palmas hacia arriba, cerró los ojos y recitó de memoria lo que decía en el libro:

Oscura noche y brillante luna,
este y sur, oeste y norte:
Escuchad de las Brujas la Runa,
y que mi alma la magia porte.

Tierra y agua, aire y fuego,
Varita, pentáculo y espada:
Trabajad en mi deseo,
y escuchad mi llamada.

Cuerdas e incienso, látigo y cuchillo,
poderes de la daga del brujo:
Levantaos en vida yo os lo pido,
venid y ayudad en mi embrujo.

Reina del Cielo y del Infierno,
astado cazador de la Oscuridad:
Enviad vuestros poderes a mi reino,
y haced verdad mi voluntad.

Por el poder de la tierra y el mar,
por la fuerza del sol y la luna:
Así es mi deseo, y así hecho será,
cantando de las brujas la runa.

Repitió la oración seis veces. En mitad de la tercera repetición, un viento fuerte invadió la casa y Adriana entendió que su solicitud estaba siendo atendida. Al terminar, se puso de pie, fue a su habitación con la bolsa que contenía las hojas de beleño. Se acomodó en la cama, totalmente estirada, puso las hojas de beleño bajo sus axilas y cerró los ojos.

En otra finca vecina, los habitantes de la casa despertaron por un escándalo que venía desde el corral. La mujer acosó a su esposo para que revisara. El hombre tomó la escopeta que mantenía encima del armario y salió de la habitación. Unos minutos más tarde regresó.
—¿Qué era? —preguntó la mujer.
—Se robaron las piscas —respondió el hombre.

Las mujeres permanecían encerradas en el cuarto de Mercedes, rezando Padres Nuestros, Credos y Aves Marías. Los cuatro hombres seguían esperando, ocultos en la sombra de la molienda. Gustavo y Fernando, aunque asustados, no iban a abandonar a su padre. Gustavo sostenía con una mano el balde lleno con las hojas verdes de palo santo y con la otra avivaba el fogón de vez en cuando para no dejar extinguir el fuego. Fernando sostenía uno de los bidones de gasolina, destapado. José y Fabio permanecían de pie junto a la mesa llena de panela, cada uno con un madero en sus manos. Eran casi la una de la mañana cuando un fuerte aleteó rompió el silencio alertándolos y acelerándoles el corazón a todos. Luego, algo grande, enorme, se movió dentro del cañaduzal y una enorme pisca salió de entre las cañas rodando por el suelo frente a ellos, deteniéndose antes de entrar en la molienda. Se revolcó por un momento mientras se incorporaba, luego aleteó un poco más y se quedó en el mismo sitio. José dio un paso hacia adelante, pero Fabio lo detuvo.
—Hay que esperar a que entre —susurró el cazador.
José se detuvo, haciendo caso a su amigo.
—Papá —dijo Gustavo en voz baja, pero José se puso un dedo en los labios indicándole que guardara silencio. El joven logró distinguir el gesto en la silueta de su padre y obedeció.
La pisca seguía afuera, caminando lenta y tranquilamente. José volteó la cabeza para mirar a Fabio, que estaba detrás de él.
—¿Qué pasa? —preguntó, siempre susurrando.
Fabio hizo un gesto con la mano indicándole que tuviera paciencia.
Otro aleteo se escuchó y otra pisca rodó desde la plantación. El desconcierto se apoderó de los cuatro valientes. Incluso Fabio no se explicaba lo que estaba viendo. ¿Acaso eran dos brujas? No podía ser. Esos dos pájaros, aunque eran piscas, tenían algo raro, o mejor: no tenían nada raro. Una tercera ave salió del mismo lugar de donde salieron las otras dos pero ésta sí rodó hasta entrar en la molienda. José se abalanzó sobre ella y la encendió a golpes, Gustavo, ciñéndose al plan, arrojó varios puñados de hojas de palo santo al fuego y el humo salió abundantemente del fogón. Fabio se lanzó hacia su amigo agarrándolo de la camisa y halando de él para apartarlo del animal que se sacudió y salió corriendo hacia afuera.
—¿Qué le pasa Fabio? —preguntó José con un grito.
—Esa no es —ya no hablaban con susurros.
—¿Cómo que no?
—No, no es. Si fuera ella se habría encalambrado al pisar la sal y hubiera gritado. Además están muy normales —dijo señalando las piscas—, están muy nítidas.
José recordó entonces la apariencia que tenía la bruja en su primer encuentro con ella. Era borrosa, como rodeada de sombra.
—¿Entonces? —preguntó Gustavo.
—Ella sabe —respondió Fabio con voz grave—. Sabe que la estamos esperando.
El corazón se les aceleró aún más y el miedo puso a temblar a los más jóvenes. El humo ya se había dispersado. Gustavo había dejado de arrojar hojas al fuego cuando Fabio detuvo a su padre.
Una cuarta pisca brotó, también de entre las cañas, pero no rodando por el suelo sino elevada y fue a parar sobre la mesa de la panela. Los dos hombres mayores levantaron los maderos para asestar los golpes, pero dudaron; ésta también, a pesar de la oscuridad, se veía normal. La quinta, al igual que la anterior, salió también elevada, pero cayó en el fogón y graznó fuertemente al sentir el calor. Las demás piscas, animadas por el graznar de su compañera, se unieron al ruido. El animal en el fogón aleteó y se revolcó, arrojando brasas y leños encendidos en todas las direcciones. Una de las brasas alcanzó a Gustavo, quien soltó el balde con las hojas y gritó asustado. Fernando arrojó el bidón al suelo para ir a socorrer a su hermano, quien no sufrió más que el susto y se encontraba ileso, el carbón encendido no alcanzó a quemarlo, pero la gasolina del bidón se derramó por el suelo de tierra y alcanzó una de las teas. El combustible se incendió inmediatamente y casi la mitad del suelo de la molienda se prendió en fuego. Todos, ahuyentados por las llamas, corrieron fuera. Cuando el fuego alcanzó el interior del contenedor de gasolina hubo una explosión que sacudió la casa entera. Inés, desesperada por los gritos que acaba de escuchar y por el rugir de la explosión, abrió la ventana de la habitación que daba hacia el cañaduzal, se asomó y vio las llamas saliendo de debajo de la casa. Los cuatro hombres estaban de pie, dando la espalda al cultivo y observando el fuego que se apagaba rápidamente porque la tierra absorbía la gasolina. Afortunadamente ni las tablas del techo ni los pilares de madera alcanzaron a incendiarse. La mesa de la panela tampoco sufrió daños, pero se volteó tirando al suelo las panelas y las dos bolsas de sal. El segundo bidón, los cucharones y los maderos de la leña, habían volado y se perdieron entre el cultivo. Las hojas restantes de palo santo quedaron esparcidas por el suelo. Dos piscas, sin embargo, sí se prendieron y correteaban dando vueltas, graznando y aleteando, aumentando el miedo de todos.
—¿Qué pasó? —preguntó Inés, gritando desde la ventana.
Los hombres voltearon a mirarla, pero ninguno respondió.
Entonces, desde su posición elevada, Inés vio la misma criatura que había visto aquella noche —negra, enorme y envuelta en sombra—, saliendo del cañaduzal aprovechando que los hombres le estaban dando la espalda. José reconoció la cara de miedo en su esposa y notó que miraba detrás de él. Dio media vuelta y también la vio. Levantó el madero y abrió la boca para gritar, pero no alcanzó a emitir ni un sonido antes de sentir el golpe que le propinó la bruja al embestirlo tan fuertemente que lo lanzó contra el fondo de la molienda y lo dejó inconsciente de inmediato. Los jóvenes y Fabio sólo alcanzaron a ver a su compañero estrellarse contra la pared del fondo, sin entender lo que había pasado, al mismo tiempo que Inés lanzaba un grito de terror y señalaba detrás de ellos a la bestia que ya se les acercaba. Se dieron la vuelta, pero demasiado tarde para que Fernando lograra esquivar la embestida. El hijo mayor se estrelló contra uno de los pilares tan fuertemente que se le fracturaron un par de costillas.
Inés se retiró de la ventana y corrió hacia la puerta de la habitación para ir en auxilio de sus hombres; en medio del miedo y la desesperación no lograba quitar el cerrojo. Las niñas y la abuela no se atrevieron a tomar su lugar en la ventana.
Gustavo, mirando a su hermano y paralizado de miedo, tampoco vio a la bruja irse contra él y sufrió lo mismo que Fernando. En tan sólo unos segundos, la bruja había dejado fuera de combate a tres de los hombres, tal y como lo había planeado, para quedar sola frente a aquel que era su objetivo. Fabio y la pisca estaban frente a frente. Ninguno de los dos se movía. Durante un momento, Fabio reviso sus posibilidades, aún sostenía el madero de palo santo, pero sabía que de nada le serviría si la bruja no estaba encalambrada, así que lo arrojó al suelo y echó mano del machete que tenía al cinto, sabía también que no cortaría su plumaje pero podría apuntar a la cabeza, mas la bruja se le fue encima antes de que lograra desenfundarlo. Se le prendió de la camisa con las garras y alcanzó a arañarle el pecho. Intentó picotearle la cara, pero la camisa se rasgó haciéndole perder el agarre y Fabio logró golpearla con los puños y arrojarla un par de metros en dirección al cultivo. Quedaron de nuevo frente a frente, La pisca de espaldas al cañaduzal y el cazador de espaldas a la molienda. El hombre intentó desfundar de nuevo el machete, pero el animal no le dio tiempo, embistiéndolo. Rodó por el suelo y fue a parar junto al fogón. El animal se le posó encima y lo atacó con arañazos y picotazos a la cara. El hombre intentó cubrirse con una mano y con la otra la apuñeteó intentado quitársela de encima, pero no logró siquiera hacerla gritar.
Inés llegó corriendo, llorando y gritando. Buscó a sus hijos con la mirada y los vio tirados junto a los pilares contra los que habían chocado; estaban vivos, llorando y quejándose por las fracturas. Vio también a su esposo tirado en el suelo dentro de la molienda, se movía como recuperando el sentido. Corrió hacia los jóvenes. Fabio seguía luchando, infructuosamente, por liberarse. La mujer se arrodilló junto a Gustavo que era el más cercano y, aún llorando, intentó consolarlo. Fabio empezó a gritar del dolor, la pisca le había alcanzado el cuello con el pico y se le aferró de la vena yugular. José, aturdido, despertando del desmayo, con todo dándole vueltas, vio a Inés arrodillada junto a su hijo. Se esforzó por sentarse y volteó a ver a Fabio cuando lo escuchó gritar.
—Inés —José intentó gritar, pero sus pulmones aún no se reponían por completo del golpe—. Inés… ¡INÉEEEEES! —pudo gritar al fin, sintiendo que se partía en dos por el dolor.
Inés lo miró.
—¡La sal! —gritó de nuevo, señalando las bolsas que estaban en el suelo. Había intentado alcanzarlas él mismo, pero se fue de bruces, mareado, cuando intentó ponerse de pie. Inés lo miraba desconcertada, sin entender—. ¡La sal, mija! ¡Por Dios bendito, la sal!
José vio, de reojo, un par de siluetas que se acercaron. Cuando enfocó la vista vio a Claudia y a Marina, cada una con una bolsa de sal en la mano, rompiendo el plástico. Corrieron hacia Fabio y la bruja, y echaron el contenido entero de las bolsas sobre el animal. Inés, aumentando su angustia al ver a sus hijas, corrió también allí y las arrastró hasta donde estaba José. Los cuatro se abrazaron y no lograron retener el llanto. Vieron a la bruja retorcerse sobre Fabio por los calambres que le producía la sal, y la escucharon chillar fuertemente, lamentándose de dolor, pero seguía aferrada al cuello de su víctima. José se soltó de las mujeres y, tambaleándose, se puso de pie, tomó uno de los maderos de palo santo y llegó hasta su amigo a tropezones, detrás de él, siguiéndolo, llegó su esposa, armada también con uno de los garrotes. Fabio ya no se movía, sólo el animal se retorcía. Golpearon el pájaro con todas sus fuerzas y lograron que soltara su presa. Un grueso e intermitente chorro de sangre brotó del cuello de Fabio. La bestia gritó y lloró con voz de mujer. Aún retorciéndose por el dolor intentó atacarlos, pero José e Inés le hicieron el quite. Entonces intentó correr hacia las cañas, pero la alcanzó el humo de las hojas que Claudia y Marina se apresuraron a recoger y a tirar al fuego mientras sus padres la atacaban. Cayó al suelo sin poder levantarse por los calambres y por el adormecimiento que le provocaba el humo. Inés y José continuaron con el apaleamiento.
—Papá, ¿y la gasolina? —preguntó Claudia.
—Ya no hay.
—¿Y entonces?
—Metámosla al rescoldo —dijo Marina, que tenía ya en sus manos el lazo para amarrarla— así la quemamos.
Entre los cuatro amarraron a la pisca, que a duras penas oponía resistencia, pero que lloraba y gritaba tan fuerte que se sentían aturdidos. José, mucho más repuesto ahora, e invadido por la adrenalina, la levantó y la arrojó a las brasas que ya Inés estaba avivando para levantar llamas. Los gritos fueron incluso peores, más fuertes, más estridentes, más desesperados. La bruja estaba muriendo y en sus gritos podía sentirse su dolor y agonía. Se revolcaba y se retorcía en medio del fuego, pero las ataduras resistieron. José, Inés y las niñas corrieron a donde estaban Fernando y Gustavo que, sin poder moverse, observaron todo y a pesar del dolor sentían también un enorme alivio.
Otro grito sonó a lo lejos, al sur. En la pequeña casa blanca de la finca de los Gómez, una mujer gritaba y daba alaridos de dolor. La familia entera, incluida Mercedes desde la ventana, vio que salían llamas de una de las habitaciones de aquella morada. El escándalo duró mientras la pisca dejó de retorcerse entre el fuego. Cuando se quedó inmóvil, inerte, el silenció volvió.
José se levantó y volvió al cuerpo de su amigo que yacía al lado del fogón, también sin vida, pero con los ojos abiertos, como había muerto su padre. Se arrodilló junto a él y, llorando, puso su mano en la cara de Fabio y le cerró los ojos.
—Ahora es mi familia la que siempre estará en deuda con la suya… Hombre, Fabio.

Continuará...

Capítulos siguientes:
Capítulos anteriores:

No hay comentarios:

Publicar un comentario