martes, 24 de junio de 2014

La Molienda (Capítulo IV)

Dos meses antes…

Una tormenta arreciaba sobre la capital. Estaba lloviendo desde la madrugada. La cita era a las nueve de la mañana. Ella había llegado puntal, a pesar del temporal, vestida tan elegantemente como siempre, con un vestido de ejecutiva que se ceñía a su hermoso cuerpo y con unos tacones que estilizaban aun más su figura. Tenía el cabello impecablemente recogido con una moña. A sus 39 años era aún tan hermosa como lo había sido desde la juventud. Revisaba por enésima vez la escritura, especialmente el apartado de los linderos.
Eran ya las 9:30 y el abogado aún no llegaba, pero ella no se desesperaba, había desarrollado una paciencia casi interminable. Además, aunque ella hubiese llegado a tiempo, era entendible que, con el tremendo aguacero, el hombre estuviese retrasado. Permanecía sentada en la sala de espera que estaba en el mezzanine de la notaría, junto a la oficina del notario; desde allí podía ver la puerta de entrada. También debido a la lluvia, había pocas personas en el establecimiento.
Faltando un cuarto para las 10 lo vio entrar, estaba empapado de la cintura hacia abajo y algo enredado con el portafolios intentando cerrar el paraguas. Cuando por fin lo cerró, la buscó con la mirada y la vio mirándolo desde arriba. Ella levantó la mano en señal de saludo y él se encaminó hacia el segundo piso.
—Buenos días, Doctora Ramírez. Le pido mil disculpas por la demora, pero es que con este clima es muy difícil conseguir un taxi. Mire nada más como he quedado intentando conseguir uno —Abrió los brazos y bajó la mirada a sus propios pantalones.
—No se preocupe, Gutiérrez —respondió Adriana con una sonrisa. La misma sonrisa que dejaba indefenso a cuanto hombre llegara verla—. ¿Tiene todo listo?
—Sí, todo. —Gutiérrez se sentó y abrió el portafolios— Acá está el cheque, sólo falta que usted lo firme. Y acá está el poder del propietario anterior para que yo pueda firmar en nombre de él. Y también hablé con el banco para que hagan efectivo el cheque lo antes posible. Y ya averigüé el nombre del propietario de la finca que linda al norte: José Restrepo. —Hizo una pausa. Adriana lo interrogó con la mirada— Doctora, ¿está segura de querer hacer este negocio? Es que es mucho dinero por esa finca. Usted está pagando más de tres veces lo que vale de verdad.
—Agradezco mucho su preocupación, Gutiérrez —Sonrió nuevamente—. Puede estar tranquilo. Ah, lo olvidaba, —dijo, recordando a último momento— cuando terminemos esta diligencia voy a salir de la ciudad por un tiempo. Así que usted quedará a cargo.
—¿Se va, Doctora? Pero, no me había avisado —Gutiérrez se sorprendió con el anuncio—. ¿Y eso?
—Tengo que visitar a alguien.
—Entiendo. ¿Cuánto tiempo estará por fuera?
—El necesario.
—¿Y dónde podré localizarla si la necesito?
—En ninguna parte.
Gutiérrez entendió que no debía seguir preguntando.
La diligencia se logró sin inconvenientes. Media hora más tarde, Adriana Ramírez era la nueva propietaria de la pequeña finca que lindaba al sur de la propiedad de José Restrepo. Bueno, en realidad, en la escritura figuraba Gonzalo Gutiérrez, su abogado, como propietario. Adriana era muy cautelosa y en esta ocasión, más que en ninguna otra, quería total discreción. La propiedad era pequeña, de apenas una cuadra, y estuvo ocupada hasta hace un par de años cuando el propietario, un amable anciano, falleció y la heredó a su hijo mayor, quien vivía en la capital y se dedicaba a algún oficio de la ciudad porque nunca quiso quedarse en el campo. Una vez cada dos o tres meses, el heredero iba allí con su familia, principalmente a hacerle algún arreglo a la casa con la esperanza de poder vender el terreno lo antes posible. Por eso no vaciló ni un instante cuando Gonzalo Gutiérrez lo llamó un día para ofrecerse a comprarle la propiedad. Gutiérrez, con su amplia experiencia en varias ramas del derecho, entre ellas el derecho inmobiliario, ya sabía en cuánto estaba valorada la finca y, por orden de su jefe, llegó ofreciendo casi cuatro veces ese valor con la intención de que el propietario no se negara a venderla.

Esa misma noche, Adriana ya se instalaba en la propiedad recién comprada. Llegó sola en un automóvil de segunda y malgastado que compró para no levantar sospechas ni habladurías con ninguno de sus otros vehículos, que eran todos últimos modelos y bastante lujosos. A pesar del cansancio que producen varias horas de viaje por carreteras sin pavimentar, se dedicó a limpiar y a organizar. Sin embargo, lo primero que hizo al bajar del auto fue ir hasta la parte de atrás de la casa, bordeándola por fuera. Se paró mirando al horizonte y buscó con la mirada a los lejos. Después de unos segundo la vio, por entre las ramas de algún árbol, ahí estaba. Un foco encendido se veía a la distancia, tenía que ser esa, tenía que ser la finca de José Restrepo. “¡Por fin!”, se dijo a sí misma y sonrió, pero no con la sonrisa encantadora que mostraba siempre en público, sino con una sonrisa maliciosa que nunca le había mostrado a nadie.
Regresó al auto, sacó las maletas y las puso en el corredor de la casa. Era una casa pequeña con sólo tres cuartos: uno para la cocina, uno para bodegaje y otro para la alcoba. El baño, cómo en casi todas las fincas de la zona, quedaba fuera de la casa, al lado de la poceta. Toda la construcción estaba pintada de blanco. El piso estaba constituido por largas tablas de madera inmunizada que habían soportado bastante bien el paso del tiempo. Las paredes estaban hechas de esterilla de guadua y estaban empañadas con bareque. El techo estaba cubierto con tejas de barro. En los alrededores de la casa, el pasto aún estaba corto desde su última podada. Inspeccionó cada uno de los cuartos y encontró la casa totalmente amoblada, tal y cómo lo había convenido, a excepción del cuarto de bodegaje que, por solicitud suya, tenía solamente una pequeña mesa de pino, de mediana altura, ubicada contra una de las paredes. En ese cuarto, sobre la mesa, dejó por el momento una de las maletas y luego se instaló en la alcoba.
Regresó después a la habitación vacía, abrió la maleta que había dejado allí y muy cuidadosamente extrajo su contenido. Lo primero fue una fotografía enmarcada que colgó en un clavo muy por encima de la mesa para que quedara a su altura, era un plano medio de una mujer increíblemente hermosa de cabellos y ojos negros, piel blanca, pero bronceada, y rasgos muy finos y delicados. Continuó con otra fotografía, esta vez sin enmarcar, de un hombre, notablemente un campesino, que puso sobre la mesa, apoyada contra la pared. Un velón de cera blanca, consumido casi hasta la mitad, que ubicó frente a la fotografía. Un crucifijo de madera con las puntas quemadas que puso de cabeza al lado izquierdo del velón. Una estatuilla de Lucifer, con sus tradicionales cuernos, cola, patas de cabra y tridente, que puso al lado derecho. También extrajo cuatro bolsas de tela negra, dentro de la cuales había hojas secas de belladona, mandrágora, beleño y estramonio. Metió la mano izquierda en una de ellas, tomando unas cuantas hojas, las trituró con los dedos y las roció sobre la mesa. Repitió la acción con cada una de las otras tres. Por último, envuelto en una tela negra, idéntica a las de las bolsas, extrajo un paquete rectangular que puso con sumo cuidado en frente del velón. Lo desenvolvió con suavidad descubriendo lentamente lo que parecía ser la tapa de un libro antiguo. Era su grimorio. Lo abrió con sostenida delicadeza y pasó las páginas hasta encontrar la que buscaba. Utilizando un fósforo de madera, encendió el velón. Se arrodilló frente al altar y empezó a leer la página que había ubicado en el libro y que tenía por título: “Para arruinar”. Luego de terminar su culto, casi a la media noche, se puso de pie, tomó la bolsa que contenía las hojas de beleño y se dirigió a su habitación. Se aseguró de cerrar todo y dejar solamente una ventana abierta en la alcoba. Se acostó de espaldas en la cama con las piernas extendidas. Sacó unas cuantas hojas y, sin triturarlas, se las puso debajo de las axilas. Luego puso las manos sobre el pecho y cerró los ojos.

Al día siguiente, muy temprano, Adriana ya se encontraba en la cocina preparando su desayuno. A lo lejos escuchó a una niña hablando a los gritos. Tuvo que aguzar el oído para lograr entender lo que decía: “Mamá, mamá… Mami, venga mire esto tan raro”.

Continuará...

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