jueves, 26 de junio de 2014

La Molienda (Capítulo VII)

Adriana, ahora desde su casa, distinguió las cuatro siluetas dirigirse a la parte baja de la finca. Había llegado el momento. Entró en el cuarto donde tenía el altar y tomó la foto enmarcada de la mujer que tenía colgando sobre la mesa.
—Hoy es el día —susurró.
Besó la fotografía y volvió a colgarla. Se arrodilló frente al altar y buscó una página en el libro. En el título de la página se leía “Runa de las Brujas”. Su abuela llegó de inmediato a su memoria.

24 años atrás…

Era su cumpleaños número 15, hacía un par de semanas había menstruado por primera vez. Era ya una mujer, no una niña. Su abuela le había preparado una deliciosa torta de chocolate, su favorita. La celebración se hizo en el salón comunal del barrio, estuvo acompañada por todos sus amigos y amigas. Era una fiesta sin lujos, pero los vecinos, en eterno agradecimiento hacia Mita —como cariñosamente llamaban a Carmela, la abuela de la joven—, habían recogido dinero entre todos para celebrarle el cumpleaños a la hermosa nieta de la mujer que erradicó las enfermedades del pueblo —algo que ningún médico había logrado hacer—. A pesar de la austeridad, no faltó nada en la celebración, hubo torta y bocadillos, cena de arroz con pollo y, para los adultos, cerveza y aguardiente. La vida de Adriana siempre estuvo llena de alegría. Su infancia, a pesar de no haber contado con sus padres, estuvo llena de la tranquilidad y la felicidad que da la inocencia. Al día siguiente, cuando volvió a su casa después de haber colaborado en el aseo del salón, su abuela la esperaba con un paquete envuelto en papel de regalo sobre la mesa de la cocina.
—Mita, ¿y eso? —preguntó la joven.
—Es mi regalo para ti —respondió la anciana.
Adriana se abalanzó sobre el paquete y, emocionada, rompió la envoltura. Dentro de sí, ya sabía lo que era. Al romper el primer trozo del papel de colores lo reconoció, era el grimorio de su abuela.
—¡Ay, Mita! —dijo con la voz quebrada por la emoción—. Por fin.
—Ya tuviste tu primera sangre, mijita —repuso la abuela—. Ya estás lista para empezar a aprender.
—¿Y para saber la verdad? ¿También estoy lista para saber la verdad?
—Mijita, ya te lo he dicho muchas veces: La mejor manera de vivir en paz es dejar el pasado donde está.
Adriana se obligó a sonreír y a no preguntar más. Pero la duda no dejaba de crecer en su interior.
Inició su entrenamiento ese mismo día, en la tarde. Empezó con lecciones básicas: brebajes y emplastes curativos. Luego aprendió de limpiezas y protecciones. Estaba impaciente por aprender otras habilidades, habilidades más oscuras, pero Carmela se negó a enseñárselas. “Aprende la magia blanca y nunca necesitarás de la negra” era lo que le decía cada vez que le pedía que le enseñara lo que estaba prohibido. Amaba a su abuela más que a nada en el mundo, y nunca se atrevió a llevarle la contraria. Aunque en el grimorio de su abuela, ahora suyo, estaban ambas magias, ella nunca osó intentar la negra. No pasaba más allá de ojearlas. Algo le decía que llegaría el momento, el día en que podría aprenderlas. Ese momento llegó el día en que murió Carmela, cuando Adriana tenía 30 años. Su abuela murió de una falla cardio-respiratoria en un hospital de la capital. Se habían ido a vivir a la ciudad, precisamente para atender mejor la salud de la anciana, pues sus tratamientos “caseros” no servían de nada cuando eran el tiempo y la edad los que cobraban. La hermosa niña se había convertido ya en una hermosa y exitosa mujer, deseada y respetada por muchos, y odiada y envidada por otros. Su fortuna, que con mucho esfuerzo había creado, estaba entre las más grandes de la ciudad; y por eso pudo pagar el mejor de los tratamientos médicos. Cuando al fin su abuela dejó este mundo, Adriana, aunque triste, se sintió aliviada y sin culpa porque sabía que no hubo nada más que pudiera haber hecho. Se encargó de Carmela con todo el amor que le tenía y nunca escatimó en afectos y atenciones para con ella. Guardó el luto pacientemente, honrando y respetando la memoria de la mujer que lo fue todo en su vida. Nunca aceptó el amor de ningún hombre ni le entregó su corazón a nadie a pesar de la incontable cantidad de pretendientes que se maravillaban no sólo por su sorprendente hermosura sino también por su cálida personalidad. Su objetivo, desde que recordaba, era otro; y el amor no encajaba en él.
Cuando terminó su luto por Carmela, Adriana se dedicó a estudiar las páginas prohibidas del grimorio. Aprendió de las artes oscuras y se reunió con brujas de la magia negra para entrenarse. Sin mayor esfuerzo llegó muy pronto a dominar las transformaciones, el vuelo y la nigromancia. Y fue con esta última, con la habilidad de comunicarse con los muertos, que logró descubrir la verdad. No fue fácil, pero al final encontró lo que buscaba: en medio del trance de una sesión, mientras sostenía un mechón de cabello negro en las manos, logró presenciar una escena en la que dos hombres, vestidos de negro y con las caras cubiertas con pasamontañas, atacaban a una mujer dentro de su casa. La atacaron con machetes, la amarraron, la rociaron con gasolina y le prendieron fuego. En medio de su defensa, la mujer alcanzó a morder en una pierna a uno de sus atacantes. Era más que seguro que ese hombre tendría que estar ya muerto porque nada puede curar una mordedura de bruja. Al otro perpetrador alcanzó a quemarlo en un brazo cuando la incendiaron. Esa escena le aclaró lo que debía buscar, o mejor a quién debía buscar. Antes de eso lo único que tenía era el nombre de un pueblo y el apellido de una familia: Restrepo.
Una tarde, antes de cumplir los quince años, encontró sin querer una pequeña caja de cartón que su abuela había dejado descubierta en el armario sin darse cuenta. Adriana la abrió y encontró un mechón de cabello negro y varias fotografías, al parecer antiguas, porque no estaban a color. Vio todas las fotos, una a una; una hermosa mujer aparecía en ellas. Tenía unos rasgos muy parecidos a los suyos. Aparecía en la plaza principal de algún pueblo que no lograba reconocer, pero definitivamente no era el mismo donde vivía en ese momento con Carmela. En el fondo de varias fotos podía verse la iglesia del pueblo, los árboles del parque y caballos cargados con costales blancos en sus lomos, apostados frente a una gran casa de dos plantas que tenía sobre la puerta un letrero que decía “Granero Olarte”. Intentó, pero no reconoció nada. Había otra foto, donde también estaba aquella mujer, pero no en el pueblo, esa imagen parecía tomada en un estudio fotográfico y era a color. Era un plano medio, desde mitad del brazo hacia arriba; estaba parada no de frente ni de lado, sino en un punto medio, pero con la cara hacia la cámara. Sonreía suavemente. La observó con detalle durante varios minutos y creía estar mirándose al espejo. Era la misma foto que años más tarde mandaría a ampliar y a enmarcar, y que colgaría encima del altar. La última foto, sin embargo, era diferente. No era de la mujer sino de un hombre. Un campesino, seguramente, por su vestimenta con botas de caucho, machete al cinto, camisa abierta a medio pecho y sombrero aguadeño. Era un hombre muy apuesto, pero tampoco lo conocía. Quien quiera que fuese, no era su padre. Su otra abuela, la única vez que la vio en su vida, le había mostrado fotos de él —un hombre de físico muy diferente y que nunca se preocupó de participar en su vida—. Los bordes de la foto que veía en ese momento, la foto del hombre que había encontrado en la caja de cartón, estaban gastados y no se distinguían claramente, como si los hubiesen tocado muchas veces, y no lograba leer bien lo que estaba escrito con lápiz en la esquina inferior izquierda del papel. En la primera línea pudo leer “María I. Ramírez”, debajo de aquel nombre estaba dibujado un corazón, y debajo de éste había una palabra borrada, un nombre, que no logró leer, pero enseguida había un apellido: “Restrepo”. Estaba tan embelesada observando las imágenes que no se dio cuenta cuando su abuela entró en la habitación y la sorprendió con las fotografías en las manos.
—¡Nana! —dijo Carmela—. ¿Qué estás haciendo?
Adriana dio un salto por el susto.
—¿De dónde sacaste eso? —preguntó arrebatando las fotos y el mechón de las manos de la niña— ¿Qué haces metida en mis cosas?
—Lo siento, Mita, estaba buscando tus zapatos rotos para que don Leo los arreglara —se disculpó la niña.
—Pues ahí están —dijo la anciana señalando un par de zapatos viejos colgando de la puerta del armario—. No tenías porque destapar esta caja —le reclamó mientras ponía de nuevo las fotos y el mechón de cabello dentro de la caja de cartón.
—Perdón, Mita. Lo siento —Adriana volvió a disculparse, esta vez bajando la cabeza y poniendo sus manos detrás de la espalda—. Es ella, ¿verdad?
Carmela no respondió, pero no hacía falta. Su parecido físico con la mujer de las fotos era innegable.
—¿Quién es el hombre de la foto?
Carmela seguía en silencio mientras terminaba de devolver la caja a su lugar y cerraba el armario, esta vez con llave.
—Mita —Adriana empezó a llorar—, ¿porqué nunca me has contado nada? Yo tengo derecho a saber.
Carmela, como siempre, no pudo evitar conmoverse con el llanto de su nieta.
—Aún eres muy joven para entenderlo —le dijo a la niña mientras la abrazaba y consolaba su llanto—. La mejor manera de vivir en paz es dejar el pasado donde está. Además, tu vida está a punto de cambiar.
—¿Qué quieres decir?
—Pronto serás mujer. Falta poco para que sangres por primera vez, y entonces…
—¿Entonces me lo contarás? —peguntó Adriana interrumpiendo a su abuela.
—No —respondió Carmela con una sonrisa—. Entonces empezaré a prepararte para que  nunca necesites saberlo.
Como siempre, Adriana acató las palabras de su abuela. Pero su inquietud nunca se calmó. A pesar de haber sido feliz toda su vida, dentro de ella siempre hubo un atisbo de soledad que no la dejaba sentirse tranquila. Esa sensación creció poco a poco haciéndose más fuerte a medida que se acercaba su primera ovulación. En las semanas antes de su primer periodo menstrual una mujer empezó a parecerse en sus sueños. Tenía el rostro de aquella que la visitaba los fines de semana cuando era apenas un bebé. Un rostro desgastado por la memoria que se borra. No lograba recordar sus facciones, pero sabía que era ella, sabía que era la mujer de las fotos.

Continuará...

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