jueves, 29 de mayo de 2014

Atardecer

—Disculpe, caballero.
El hombre volteó a mirar. No había escuchado al joven acercarse. Juan, uno de los meseros del restaurante, estaba parado detrás de él, a su derecha, con una chaqueta deportiva en la mano.
—Hmm… Hmm… —Juan carraspeó para aclarar su garganta—. Está empezando a hacer frío y me preguntaba si querría usar mi chaqueta.
—Es muy amable de tu parte. Claro que sí —respondió el anciano con una amable sonrisa.
Juan le entregó la chaqueta y se encaminó de nuevo hacía dentro del restaurante. Caminó sólo un par de pasos y se detuvo.Dio media vuelta y volvió al anciano, quien se estaba acomodando la prenda sobre la espalda y los hombros. Su curiosidad lo empujaba. Hacía más de dos meses que aquel hombre iba todas las tardes al restaurante. Llegaba siempre unos minutos antes de empezar el ocaso y se sentaba en la terraza, en la mesa más cercana del borde, desde donde podía observar sin obstáculos al sol esconderse detrás de la cordillera. Nunca cenaba, sólo pedía algo de beber, algo distinto todos los días. Ya le había dado varias vueltas a todas las bebidas de la carta; a todas, menos a las alcohólicas. Esa tarde había pedido un cappuccino. Se quedaba hasta que caía la noche sin dejar de observar el atardecer y entonces se iba, dejando siempre sobre la mesa el pago por la bebida y una abundante propina; ridículamente grande a decir verdad, pues la costumbre dicta dejar como propina el diez por ciento de lo consumido, pero aquel anciano dejaba siempre, como mínimo, cinco veces más del valor de lo que consumía. La segunda vez que fue al restaurante, Juan, con su acostumbrada honestidad, le advirtió que había dejado demasiado dinero el día anterior e intentó devolvérselo, pero el anciano se negó a recibirlo y le explicó que esa era la propina. Nadie hacía eso; incluso, muchos de los clientes, personas muy adineradas, ni siquiera dejaban un quinto. ¿Por qué éste hombre sí? ¿Y en semejante cantidad?
—Disculpe, no pretendo molestarlo, pero… —no se atrevía a preguntar directamente— ¿desea algo de comer?
 El anciano lo miró de nuevo con un enorme gesto de amabilidad en su cara.
—No, muchas gracias. Sólo el cappuccino está bien —respondió sonriendo.
—Usted no es de por acá, ¿verdad?
—No. Soy de muy lejos. De la capital. Hace un par de meses que llegué al pueblo.
El tono amable en la voz del anciano suavizó la timidez del mesero.
—¿Y vive cerca?
—La verdad no. Vivo al otro lado, cerca a la entrada del pueblo.
—¡Caramba! Eso está muy retirado, ¿Trabaja en alguna empresa de los alrededores, entonces? —Juan no se animaba aún a hacer la pregunta que quería.
—Tampoco —respondió el anciano sonriendo de nuevo—, trabajo en mi casa.
—¿A qué se dedica?
—Escribo.
—¿En serio? ¿Cómo libros y novelas y cosas así?
—Sí, cosas así. ¿Tú lees?
Juan se avergonzó; la lectura no era una de sus actividades favoritas y nunca le había importado mucho, pero estar frente a un escritor que le preguntaba si acostumbraba leer le hizo sentirse fuera de lugar. El anciano se percató de la sensación de su interlocutor y esbozó una nueva sonrisa, esta vez tierna y paternal.
—No te preocupes. Leer no es una obligación ni una necesidad. Es algo que a algunas personas les gusta y a otras no.
—Lo siento, es que yo…
—No te disculpes —le interrumpió— no tienes que hacerlo. No has hecho nada malo. Basta con que seas una persona de buenos sentimientos, y pareces serlo.
La sonrisa, la mirada, el tono de la voz y el gesto amable de aquel hombre despertaron un calor fraternal dentro de Juan.
—Entonces —continuó Juan, escapando de su embarazo— ¿viene aquí a inspirarse?
—Podría decirse que sí. Vengo aquí a recordar.
—¿A recordar?
El viejo asintió con la cabeza.
—¿A recordar qué?
—Mi más grande inspiración.
Ahora, en la cara de Juan se adivinaba un gesto de incomprensión. El hombre, notándolo, sonrió de nuevo.
—Mira allí —dijo, señalando con un dedo el horizonte, donde las nubes se teñían ya con los tonos rojizos, naranjas y amarillos del atardecer—. ¿Ves las nubes pintadas de rojo?
—Ajá —respondió el mesero.
—De ese color era su cabello: rojo como los atardeceres del verano. A veces como los del otoño. A veces como los frutos del manzano y a veces como las hojas del arce, también en otoño, cuando caen. Pero siempre rojo. No era su color natural, pero qué bien le quedaba. Jamás se lo vi de otro color y no podría siquiera imaginarlo de manera diferente. Y era suave y sedoso; acariciarlo era como acariciar el aire, estoy seguro de que sería como tocar el cabello de un ángel o de una diosa griega. Y su aroma —aspiró profundamente—. ¡Oh, su aroma! En las noches, al abrazarla, escondía mi nariz ente sus mechones colorados, cerraba mis ojos y aspiraba tan profundamente como podía, llenando mis pulmones con ese olor, aunque, te confieso, creo que, en realidad, lo que inundaba era mi alma. Ese aroma me ayudaba a dormir y me hacía soñar. No sé decirte a qué olía, no puedo describirlo porque jamás he olido nada igual, ni siquiera remotamente parecido. Era su aroma propio, su olor. Olía a… a Ella.
Embelesado por aquellas palabras y por el ritmo con que el viejo las pronunciaba, Juan no se atrevió a interrumpirlo. Se arriesgó a seguir allí, escuchándolo, dejando que sus compañeros se las arreglaran en el restaurante sin él.
—¿Ves como donde termina el rojo hay un leve tono miel antes de volverse naranja? —preguntó el hombre, señalando de nuevo las nubes.
Juan, sin darse cuenta, había movido una silla y estaba ahora sentado junto al anciano. Miró lo que le señalaba.
—Ahí están sus ojos. Eran de color café, pero se volvían miel cada vez que sonreía. Y el café se oscurecía cuando se enfadaba, oscuro como el café que tomaba en las mañanas. Esos ojos profundos y expresivos. Esos ojos dicientes e hipnotizadores. Capaces de tantas miradas. Capaces de enamorarme con un pestañeo. Siempre me miró con los mismos ojos; con diferentes miradas, sí, pero siempre con los mismos ojos. Ojos que cambiaban de forma haciéndose redondos y grandes cuando se enfadaba, pero también pequeños y apasionados cuando hacíamos el amor. Y se cerraban pareciendo chinos cuando las comisuras de sus labios le empujaban las mejillas hacía arriba al sonreír. ¡Ay, Dios! ¡Qué sonrisa! Era música. Su voz, toda, era una canción y su sonrisa era el coro que me encantaba repetir. Me encantaba escucharla hablar. Me hubiese gustado haber sido músico para llenar partituras con fusas y semifusas, con corcheas y semicorcheas, con redondas, negras y blancas creando una sinfonía con el sonido de su voz en clave de sol.
El viento soplaba ya frío, pero Juan, con su camisa blanca de manga corta, sólo sentía el calor de las palabras, que más que habladas, parecían recitadas.
—Mira la silueta de las montañas —continuó el anciano—. Esa es la silueta de un cuerpo, de su cuerpo. El cuerpo que amé tantas veces. El cuerpo que me despertaba la libido con sólo saberlo cerca. El cuerpo que dibujé con mis dedos, en la oscuridad y a plena luz, en el día y en la noche. El cuerpo que a pesar de satisfacerme siempre me dejaba con ganas de más. El cuerpo que estaba envuelto en aquella piel de la que no podré nunca quitarme el sabor de la boca. Esa piel, que es lo más agradable que estas manos han palpado, lo más sublime que mi propia piel ha tocado. La piel de la que terminé enviciado por devorarla tantas veces. La piel que ningún otro cuerpo puede llegar a tener. Y, si te fijas, verás que las últimas nubes son amarillas. Amarillas como los pétalos de los girasoles. De los girasoles que yo le regalaba porque era el sol que iluminaba mi mundo. Y también fue la luna que adornaba mis noches.
Volteó a mirar al mesero que lo observaba hipnotizado, y leyó el nombre en la placa metálica que tenía prendida en el pecho de la camisa: “Juan S.”
—Así pues, amigo Juan —le habló al mesero, poniéndole una mano en el hombro—, que vengo aquí todas las tardes para poder verla de nuevo.
El joven, saliendo de su asombro por aquella declamación, se tomó unos segundos para reunir fuerzas y poder pronunciar palabra.
—Nunca había escuchado algo así.
El anciano, de nuevo, sonrió, pero esta vez con melancolía.
—Disculpe que le pregunte, pero, ¿hace cuánto que murió?
—Oh, Juan. Ella no está muerta. Simplemente no está conmigo.
—¿Por qué no?
—Porque el amor, mi joven amigo, no es un sentimiento. Es un ser viviente, que puede morir si no se cuida como es debido. Y yo no cuidé el de ella, a pesar de que ella siempre cuidó el mío.
El caballero se puso de pie y dejó sobre la mesa la chaqueta, el dinero para pagar el cappuccino y la propina más grande de todas. Se despidió de Juan agradeciéndole por la compañía y la charla, pero Juan apenas pudo responderle con un gesto de la mano. Estaba absorto en las palabras que acababa de escuchar. Vio al anciano atravesar el salón del restaurante, subir a su automóvil y marcharse. Necesitó de unos segundos más para reaccionar. Al fin se puso de pie y fue hasta la barra del bar.
—¿Y? —preguntó el barman.
—¿Y qué? —respondió Juan, aún con gesto pensativo.
—¿Porqué deja esas propinas?
—No sé.
—¿Cómo que no sabes? ¿Entonces de qué hablaron todo este rato? ¿Qué te dijo? —preguntó el barman, exigiendo respuestas con el tono de su voz.
—La solución a mi problema —respondió Juan. Esta vez era él quien sonreía.
—¿La solución a tu problema? —en la cara del barman podía verse que no entendía lo que su compañero decía.
Juan, sin dejar de sonreír, se acercó a una de las mesas que estaban vacías y tomó una rosa roja del arreglo floral que la adornaba. Caminó, con paso seguro, y entró en la cocina. Pasó en medio del ajetreo de cocineros y ayudantes hasta llegar al lavaplatos dónde estaba María, atareada con el lavado de la loza. Ella, que lo vio desde que entró, se paró de frente a él y se asombró al ver la flor que traía en la mano.
—¿Qué te pasa? —le preguntó extrañada.
—Que por fin he entendido que jamás puedo olvidarme ni dejar que te olvides de lo mucho que nos amamos —respondió entregándole la rosa. En la cara de María se veía la sorpresa.
Entonces Juan tomó a su esposa en sus brazos y le dio el primer beso que recordarían durante toda su vida.

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