jueves, 27 de marzo de 2014

La M con la A

—¡Cutu, cutu, cutu! ¡Cutu, cutu, cutu!

Metía la mano en el balde para sacar un puñado de granos de maíz y luego los tiraba al suelo esparciéndolos con un movimiento de la mano. Seguía repitiendo el llamado que había aprendido de su abuela. La gallinas aparecían corriendo de todas partes atraídas por el sonido imperceptible de los granos contra el suelo y no por el “cutu cutu”, que en realidad no sirve para nada más que para convencer inútilmente a la gente de que así se llama a las gallinas.

—¡Elia! ¡Elia María! —escuchó que la llamaban desde dentro de la casa.

—¿Señora?

—Venga pues yo le enseño a leer.

—¡Ay, no! Abuela, estoy ocupada echándole maíz a las gallinas.

—¡Vení pues! —le dijo, dejándole muy claro con el tono que le estaba dando una orden.

—¡Que no! —le respondió con majadería.

Hoy probablemente no suceda nada si un niño le responde así a uno de sus mayores, pero en ese entonces, en la década de 1940, era pecado mortal. Tal vez aún lo sea, pero parece no importar mucho.

—Siga así de grosera y desobediente y verá que se le aparece el diablo —le sentenció su abuela, como siempre lo hacía frente a esas respuestas.

Mi abuela era entonces una niña de entre ocho y diez años de edad. Su vida en el campo, como la de muchas niñas de ese entonces, consistía generalmente en ayudar con los quehaceres de la casa y en jugar a campo abierto en los hermosos paisajes de Andinápolis, un corregimiento del municipio de Trujillo, en el Valle del Cauca. Aprender a leer no era algo que le llamara la atención. Tener que sentarse por horas, frente a libros y cosas de esas llenas de garabatos llamados letras, era de lo más aburrido que pudiera experimentar. En lugar de eso prefería, como cualquier infante, correr por los potreros en los días soleados, ir con su abuelo a arriar el ganado, alimentar a las gallinas y disfrutar viéndolas correr convencida de que acudían a su llamado, trepar a los árboles de mango y a los guayabos para obtener las frutas maduras de la copa o perseguir sigilosamente a una gallina culeca para saber donde tenía escondido el nido. Había muchas actividades mucho más divertidas que aprender a leer. Además, en su mundo, ¿para qué podría servirle eso? No lo sabía en ese momento, por supuesto, pero le serviría durante toda su vida, especialmente para una de las cosas que más le gustó hacer: leer La Biblia.

Un día, después del almuerzo, mientras limpiaba el fogón de leña sacando las cenizas que se habían acumulado, su abuela, María Cleofe, entró en la cocina para insistirle nuevamente:

—Mami —Irónico, pero así se les dice a las hijas en estas tierras— vamos pues pa’ que aprenda a leer. —le dijo en un tono que mi abuela recordaba como el más tierno que pudiera existir.

—¡Ay, abuela! ¿Otra vez? ¡No, qué pereza!

—Elia María, por favor —la ternura del tono desapareció.

—¡Ay, abuelita! ¡Que no! ¿Eso pa’ qué me va a servir? ¡Pa’ nada! ¡Pa’ nada!

—Camine a ver, que si no, me va a tocar decirle a su abuelo pa’ que le dé una pela pa’ que aprenda a hacer caso y a dejar de ser grosera.

—Ah, pues dígale. A mí no me da miedo —le respondió mientras terminaba de echar en un balde el último montón de cenizas. Ella no solía ser grosera para nada, pero todo niño y niña tienen sus momentos.

—¿Ah, no? Bueno, siga así que a los niños desobedientes se les aparece el diablo. Siga así pa’ que vea. ¡Siga así! —Cleofe salió de la cocina sentenciando varias frases típicas para esos casos— ¡Culicagada esta tan grosera! ¡Espere y verá que venga su abuelo! ¡Va a haber que darle es una pela!

Elia María salió con el balde de la cocina hacia el patio para botar las cenizas, planeando ir después a jugar con unos niños de una finca vecina. Mientras vaciaba el balde en una zanja hecha para evacuar el agua de las lluvias vio que por el camino que llegaba a la casa venía caminando un hombre vestido muy elegantemente con pantalón, camisa y saco blancos. Tenía puesta una corbata negra, y un pañuelo del mismo color asomaba en punta del bolsillo izquierdo del saco. Era alto y buen mozo, de cabello negro y cejas pobladas. Caminaba derecho y firme como esos señores que alguna vez había visto en el pueblo. Intentó reconocerlo, pero la distancia no daba para identificar su cara a pesar de lo soleado del día. Se preguntó quién podría ser, y cómo podía ir vestido así con el tremendo calor que hacía. Lo vio desaparecer tras la esquina de la casa y por tanto tendría que haber entrado en el corredor que es a donde llegaba el camino. Soltó el balde y entró corriendo en la casa para averiguar quién era la sorpresiva visita.

Cuando llegó al corredor sólo estaba su abuela sentada en una silla mecedora tejiendo una carpeta con lana blanca.

—Abuelita, ¿quién llegó? —preguntó con curiosidad.

—¿Quién llegó de dónde? No ha llegado nadie.

—Sí, yo vi un señor todo elegante, vestido de blanco que venía por el camino y se dentró pa’cá.

—Aquí no ha llegado nadie mijita.

—¿Cómo que no? Si yo lo acabo de ver.

Cleofe la miró fijamente y abriendo los ojos le dijo:

—¿Sí ve? Yo le dije que si seguía de grosera se le iba a aparecer el diablo.

Esa misma tarde mi abuela ya sabía que la M con la A dice MA.

GIOVANY

jueves, 20 de marzo de 2014

No lo escuchó

—Usted es la del 301, ¿verdad?

—Sí. Mucho gusto. Luisa —Extendió la mano educadamente.

—Martha. Mucho gusto —Le respondió, pero no le dio la mano— ¿Y ya lo escuchó?

—¿Qué cosa?

—Ah, entonces no lo ha escuchado.

—¿Escuchado qué?

—No, nada. Olvídelo. Tal vez ya se fue.

La anciana salió del ascensor deseándole a Luisa una feliz tarde.

—Buenas tardes, señorita…

—Luisa.

—Ah, sí. Del 301, ¿cierto? —replicó el portero.

—Sí, me mudé el martes.

—¿Y cómo le ha ido? ¿Ha podido dormir bien?

—Sí, súper bien.

—¿Entonces no lo ha escuchado?

—¿No he escuchado qué? —preguntó Luisa, ya bastante curiosa.

—Pues el ruido —respondió el portero como si Luisa tuviera que saber de qué hablaba.

—¿Cuál ruido?

—¿Es que no sabe?

—A ver, hace un momento, en el ascensor, una señora Martha me preguntó lo mismo.

—¡¿Cómo?! ¿Doña Martha? —preguntó sorprendido— ¿Una viejita bajita, de ojos verdes, con chaqueta y sombrero?

—Sí, ella. ¿Por qué? ¿Qué pasa? —Luisa empezaba a asustarse.

—Doña Martha vivió en el 301 hace años. La noche en que su marido se fue y la dejó puso a sonar un disco, un acetato de esos de su época, a todo volumen. Nadie le reclamó nada porque todos sabíamos. Hasta que la aguja del tocadiscos llegó al final de la pista y se escuchaba el golpeteo. El ruido sonó por horas hasta que fueron a revisar. La encontraron colgada de la lámpara de la sala y todas las noches, en el 301, se escucha el golpeteo de la aguja.

GIOVANY

El Amarillo

Generalmente no se piensa en la tentación hasta que aparece, y generalmente aparece de manera tal que no pueda ignorarse. Si no la hubiese visto ni siquiera hubiera tenido que ignorarla, pero tenía que tropezar justo frente a la tienda de cupcakes. —No, no y no— Se dijo a sí mismo y siguió caminando para terminar parado nuevamente frente a la vitrina colorida e hipnotizante. Le había dado la vuelta a la manzana sin darse cuenta.

Apareció entonces la disculpa de toda persona a dieta: Uno nada más.

—Buenas tardes.

—Buenas tardes. Bienvenido a tarabuntarequeleaperso

Sabía que la chica detrás del mostrador le hablaba, pero él no escuchaba. Estaba concentrado en el cupcake amarillo.

—Deme ese.

—¿El de paransicoleso…?

Asintió con la cabeza. Sin perderlo de vista lo recibió en una delicada servilleta blanca, lo olfateó un poco, lo llevó a su boca y lo mordió sintiendo la suave textura de la masa horneada.

—¡Mmm! ¡Limón!

GIOVANY

Mi Papá

Mi papá, que pretendió copiarme la estatura, pero se quedó corto. Mi papá, que tiene en su cabeza, o mejor en su cabellera, la predicción de lo escasa que llegará a ser la mía. Tiene los ojos color café como los tienen todos los que no los tienen de otro color. Mi papá, que me imprimió los genes en la nariz, en las orejas, en el mentón y en las ansias de mentir. Mi papá, que sin importar cómo lo trate es el único hombre que daría su vida por mí.

GIOVANY

jueves, 13 de marzo de 2014

Dalí


(Inspirada en la pintura "Construcción blanda con judías hervidas", de Salvador Dalí)

—Y esta vez, ¿hasta cuándo?

—No sé.

—Nunca sabes.

—Es que nunca se sabe. No se puede saber cuándo se dejará de estar triste o feliz o enojado o contento.

—Es que ésta forma no me gusta. Es… No sé, rara. Ya ni recuerdo cuando fue la última vez que me armaste bien, al derecho, con la cabeza sobre el cuello, los brazos colgando de los hombros y las piernas encajadas en la ingle.

—Estás como me siento.

—Pues qué mal te sientes.

—Por favor no hables.

—Sí, ya sé, o me quitarás la boca otra vez.

Gio

¡Pintadito, pintadito!

—¡Tinto, tinto!... ¡Tinto, tinto!

A esta hora, cuando termina la tarde y empieza la noche, en un día que ha vivido indeciso entre el llueve y el escampa, el frío pasa de ser una manifestación del clima a ser parte interna del cuerpo. Deberían estar vendiéndose muchos tintos.

—¡Tinto, tinto!... ¡Tinto, tinto!

Pero nadie se acerca al carrito de supermercado lleno de termos de colores que hay al lado de uno de los bancos del parque.

—¡Tinto, tinto!... ¡Tinto, tinto!

Nadie voltea a mirarlo, aunque el parque está lleno de gente, y si alguien lo ve es sólo porque pasa la mirada en busca de algo o de alguien más, pero no del vendedor de tintos.

Hernando pasea todos los días desde las cinco de la mañana por las calles del centro de la ciudad empujando, a veces halando, su carrito de supermercado con doce termos de diferentes colores que le ayudan a recordar que hay en cada uno. Hay quienes lo conocen y hay quienes no. Aquellos que no saben su nombre lo llaman con su mismo pregón: ¡Tinto! Y Hernando corre, o mejor: se apura, hacia quien lo llama; a los 65 años es poco lo que se corre, pero el cansancio es igual. —Sí caballero —o dama o joven o señorita o lo que sea— tengo tinto, pintadito, chocolate solo, con leche, colada, agua de panela —cada uno en un color diferente— buñuelos, pandequesos y palos de queso —colgando en bolsas plásticas al lado del carrito.

Son las 6:30 de la tarde. El sol es ahora un recuerdo que volverá mañana. Cada nuevo minuto de oscuridad trae más personas al parque. Hace ya varias horas que el aire se inundó de marihuana. Hernando se sirve un tinto y mientras lo toma los ve aparecer casi a dos cuadras de distancia.

—¡Pintadito, pintadito!

Los que saben se quedan donde están, apagan su rollo y lo guardan, los nerviosos salen corriendo y los que venden se acercan a Hernando, le entregan la mercancía, en bolsas de colores, para que se las guarde mientras se van los que ya vienen a una cuadra.

GIOVANY

jueves, 6 de marzo de 2014

No puede ser

Una ventana emergente apareció en la pantalla: “Tienes un correo nuevo”. Automáticamente puso la mano en el mouse. Hacer eso ya le resultaba inevitable, era como la respuesta a un estímulo, un reflejo que no se controla. Incluso si hubiera sido consciente y hubiera resistido el movimiento, tarde o temprano, solo por curiosidad, lo habría abierto. No era nada, un correo vacío. Cerró la ventana y empujó la silla hacía atrás. Se sentía como un niño jugando con los rodachines. Era lo único que le faltaba para completar su pequeño pero enorme castillo: una oficina poco común, con sólo tres paredes, formando un triángulo, una de ellas con una enorme ventana y una gran vista desde el piso 13. Se levantó, salió de la oficina de sistemas, pasó por un lado de contabilidad y entró al baño. Antes de salir se lavó las manos y la cara. Al detallarse en el espejo vio que había pasado de nuevo. Se preguntó porqué seguía usando esa camisa blanca si estaba demostrado que siempre pasaba lo mismo, siempre derramaba algo. Al seguir la dirección de la mancha vio que algunas gotas de chocolate habían alcanzado el pantalón, al menos éste era de color oscuro y no se notaban mucho. Limpió un poco la camisa, sin quitársela, con un poco del jabón para manos del dispensador. Se arregló el cabello que, aunque siempre con un buen corte y bien peinado, tenía el mismo mechón en acto de rebeldía.

Cuando salió, el ambiente había cambiado completamente. Sus compañeros parecían asustados, o al menos alterados. Algo pasaba.

—¿Dónde está Giovany? —La pregunta venía desde la puerta de su oficina.

—¿Qué pasa? —Le respondió a su jefe.

—No sé, el programa no funciona.

Al ingresar nuevamente a su terreno quedó casi paralizado cuando vio la luz roja parpadeando en el panel frontal del servidor que había sobre su escritorio lleno de papeles. No podía ser: un virus.

GIOVANY

Conciencia Breve (Adaptación)

“Esta mañana Claudia y yo salimos, como siempre, rumbo a nuestros empleos en el cochecito que mis padres nos regalaron hace diez años por nuestra boda. A poco sentí un cuerpo extraño junto a los pedales. ¿Una cartera? ¿Un…? De golpe recordé que anoche fui a dejar a María a casa y el besito candoroso de siempre en las mejillas se nos corrió, sin pensarlo, a la comisura de los labios, al cuello, a los hombros, a la palanca de cambios, al corset, al asiento reclinable, en fin.

Estás distraído, me dijo Claudia cuando casi me paso el semáforo. Después siguió mascullando algo, pero yo ya no la entendía. Me sudaban las manos y sentí que el pie, desesperadamente, quería transmitir el don del tacto a la suela de mi zapato para saber exactamente qué era aquello, para aprehenderlo sin que ella notara nada. Finalmente logré pasar el objeto desde el lado del acelerador hasta el embrague.” – Tomado del cuento Conciencia Breve, de Iván Egüez.

En medio de ese ejercicio terminé frenando en seco. Claudia apenas alcanzó a poner las manos sobre la cartera del auto para no golpearse la cara. Sus preguntas empezaron al mismo tiempo que los pitazos de los coches que venían atrás.

Me hubiese gustado ser un camaleón para mirarla con un ojo a ella y con el otro mirar hacia los pedales, pero creo que me ganó lo segundo, y tan notorio fue que también ella quiso mirar. Yo no pude distinguir que era el objeto, pero Claudia sí.

—¡No lo puedo creer! —dijo enojada, muy enojada.

—Amor, no es lo que piensas, déjame explicarte. —Hoy me pregunto si esa línea le habrá funcionado de verdad a alguien alguna vez.

—¿Explicar? ¡Sí, cómo no! Yo ya no me trago tus cuentos.

Se estiró sobre mí y metió sus manos entre mis pies mientras yo me deshacía en disculpas pidiendo perdón. Ella tomó el objeto debajo del embrague y lo levanto poniéndolo frente a mi cara.

—Me volviste a mentir. Otra vez estás fumando a escondidas.

GIOVANY

domingo, 2 de marzo de 2014

Y Decidí Ser Valiente (Completo)

Cuando abrí los ojos no había ni siquiera oscuridad, no había nada. Aunque la nada se parece a la oscuridad pero es de color diferente, de un color que no existe o al menos de un color que yo no conocía. Pero estaba consciente, estaba pensando, estaba sintiendo, así que tenía que estar vivo en alguna parte.

No lograba distinguir que me dolía más: la cabeza, los ojos, la piel, el corazón o el alma. Tal vez todo era un sólo e inmenso dolor.

Me puse de pie, muy lentamente, tan lentamente como me lo permitía el dolor. Tratando de encontrar en qué apoyarme, una pared o algo por el estilo, pero solo había nada. Caí y de nuevo estaba en el suelo. En el suelo de algún lugar donde solo había nada. Respiré hondo y el dolor me partió en dos, pero no era por el dolor en el cuerpo, era otro dolor causado por el aire, algo le faltaba al aire… su aroma, su aroma no estaba. Entonces me di cuenta de dónde estaba yo.

Todos hemos estado allí alguna vez y quienes aún no, seguro que van a estarlo, es inevitable, es necesario, es una especie de requisito. Hay quienes incluso han estado allí varias veces, de hecho hay quienes llegan y se quedan. Aunque es el mismo lugar, es diferente para cada persona, porque queda dentro de cada uno. No es un lugar afuera en el mundo, no queda en ningún desierto ni en ningún bosque, no queda en tierra firme ni en el agua ni en el firmamento. Ese lugar queda dentro de cada persona que cae en él. Está encajado entre el alma y el corazón, entre lo consciente y lo subconsciente de nuestra mente. Queda en medio del lugar que ocupan nuestros miedos y del que ocupa nuestra valentía. Es por eso que nadie puede sacarnos de ahí. Nadie, excepto nosotros mismos.

– ¿Quieres intentarlo otra vez? –La voz sonó como de ultratumba. Me asusté. Miré a todos lados, solo para ver nada, otra vez.– ¿Quieres? –El sonido no venía de ninguna parte y de todos lados al mismo tiempo.

– ¿Intentar qué? –Pregunté.

– Levantarte y salir de aquí. –Esta vez sonó mucho mejor.

– ¿Quién eres?

–Soy tú. Soy todos. Soy todo.

– ¿Qué? –No tenía cabeza para pensar.

– Soy tú. Soy todos. Soy todo. –Repitió.

– ¿Dios? –Fue lo único que se me ocurrió.

– Muchos me llaman así.

– ¿Estoy muerto?

– Y muchos piensan lo mismo –Parecía burlarse.

Me quedé callado. Pensé que estaba imaginando cosas. Alucinando por causa del dolor.

– ¿Y entonces? –Cada vez sonaba más agradable

– ¿Entonces qué?

– ¿Quieres levantarte y salir de aquí?

– Por supuesto que sí. Si eres Dios deberías poder leer mi mente y saber lo que estoy pensando. –Aun muriéndome del dolor seguía teniendo ánimo para ser arrogante. Y aún me preguntaba por qué estaba allí. Más arrogancia.

– Claro que sé lo que estás pensando. Pero casi siempre lo que importa no es lo que piensas. Lo que verdaderamente importa es lo que haces.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué fue lo que hice para estar aquí? –Más que una pregunta, estaba haciendo un reclamo.

– ¡Excelente pregunta! Pero si te respondiera no serviría de nada y perderías una gran oportunidad. Si de verdad quieres la respuesta tendrás que responderte tú mismo.

– Pues si ya la sabes deberías decírmela y así ahorramos trabajo. –Jugaba de nuevo mi arrogancia. Estaba diciéndole a Dios como debía hacer las cosas.

– Algunas veces lo importante no es la respuesta en sí, sino lo que hay que hacer para encontrarla y aún más para entenderla.

– Bien, entonces hagámoslo. Quiero salir de aquí. Devuélveme lo que perdí, haz que me devuelvan lo que me quitaron y así podré salir. –La solución me parecía bastante sencilla.

– Oh, no.  Yo no hago que las personas hagan cosas.

– ¿Ah, no? ¿No eres “Todo Poderoso”? –Cuando se es arrogante, se es arrogante incluso sin darse cuenta.

– Sí, lo soy. Pero también soy honesto, consecuente y respetuoso. Si hiciera que las personas hagan cosas estaría contradiciendo unas de las razones de haberlos creado: La libertad. La libertad que tiene cada ser humano de pensar, ser y hacer lo que desee. Si no fuese por esa libertad, la verdad no habría tenido muchas razones para crearlos.

– Pues valiente creación –No se puede dejar de ser arrogante de un momento para otro. Se necesita tiempo y mi tiempo, aunque no me daba cuenta, apenas estaba empezando- Si de verdad me quieres ayudar no me des sermones, en lugar de eso sácame de aquí.

– Entiende que no hago eso. Tienes que hacerlo tú.

– Entonces no me molestes más, déjame solo –Estaba diciéndole a Dios que no me molestara. Estaba diciéndole a Dios que me dejara solo.

– No puedo dejarte solo. Es imposible incluso para mí. Pero sí sé que es inútil hablar cuando a quien le hablas no quiere escuchar. Así que me quedaré callado esperándote.

El silencio me alegró un poco, pero sólo por un mínimo momento porqué el dolor creció. Creció porque ahora también tenía ira. ¿Cómo era posible que esto me estuviese pasando a mí? ¡A mí! A mí que he sido lo que he sido. A mí que he sido quien he sido. No era justo. Al menos eso creía. No sólo lo creía, estaba totalmente convencido de que no me lo merecía.

– ¡YO NO ME MEREZCO ESTO! ¡YO NO MEREZCO ESTAR AQUÍ! –Grité tan fuerte como pude. Pero creo que nadie me escucho.

Entonces empecé a llorar. La ira es muy parecida al dolor. No te deja pensar con claridad, te desespera, te inunda, te ahoga. Y no importa lo que hagas ni contra quien lo hagas, no se quita, no así. El remedio para la ira es el mismo que para el dolor. Pero en ese momento no lo conocía y había mandado a callar a quien venía a traérmelo. En ese momento no me daba cuenta de que me estaba hundiendo más. De que yo mismo me estaba hundiendo más. No lograba parar de llorar. Juro que lo intenté, de verdad que lo intenté. Cerré los ojos y apreté muy fuerte, pero las lágrimas seguían saliendo. Aguanté la respiración para contener el  llanto pero no pude detenerlo. Entonces me dije: ¿Por qué dejar de llorar? Nadie me estaba viendo, así que no tenía porqué sentir vergüenza ni nada de eso.  Me permití llorar y lloré como jamás lo había hecho y como jamás he vuelto a hacerlo, las lágrimas salieron una detrás de otra y muchas al mismo tiempo; si alguien hubiese estado a kilómetros de distancia podría haberme escuchado. No pretendo ser egoísta, pero nunca he visto ni escuchado a alguien llorar como lo hice yo en ese momento. Lloré durante horas o días, la verdad no lo sé, en la nada tampoco existe el tiempo y por eso todo parece una eternidad. El hecho es que lloré hasta que no me salía una sola lágrima más y hasta que el llanto no era más que una extensión del silencio que me rodeaba. Aún tenía mucho dolor, muchísimo, pero ya no sentía que estaba muriendo. De alguna manera parecía que llorar me había ayudado. Por eso cuando alguien quiere llorar no le digo “no llores”, “no vale la pena”, “no le des el gusto de llorar”… No, cuando alguien quiere llorar le digo: “Llora, llora todo lo que quieras llorar, llora y no te detengas hasta que hayas sacado hasta la última lágrima, y si después de eso quieres seguir llorando entonces sigue llorando. Llora y si crees que lo necesitas apóyate en mi hombro”. Yo creo que Dios inventó el llanto como una manera de permitirnos drenar el dolor y así, con más calma, lograr entender que debemos superarlo. Ahora a mí no me avergüenza llorar, pero cada vez tengo menos razones para hacerlo.

Después de llorar me sentí mejor. La ira y el dolor seguían allí, pero ya no me sentía abrumado por ellos. Me sentí lo suficientemente fuerte para intentar ponerme de pie nuevamente. Lo hice muy despacio, aún se me dificultaba respirar. Tenía que salir de allí, así que tenía que empezar a caminar, pero ¿hacía donde? Al final decidí que daba igual. De todas formas no se veía nada, o mejor: Sólo se veía nada.

Pero no pude ni siquiera dar el primer paso. Había algo que no me dejaba mover. Me quedé muy quieto. Respiré despacio. Cerré mis ojos y los abrí de nuevo. Volví a intentarlo… Nada. No podía moverme de ese punto. Era como si algo me estuviese amarrando, como si estuviese atado con un “lazo invisible”. No me tomó mucho para darme cuenta de lo que era: Miedo. Entonces fui totalmente consciente de que estaba perdido. Me acurruqué, abracé mis piernas, puse mi cara en mis rodillas y lloré de nuevo. Creo que lloré mucho más fuerte y por más tiempo que la primera vez. ¿Qué más podía hacer? No quería hacer nada más. ¿Para qué salir de allí? ¿Para qué volver al mundo? Había perdido lo que más amaba. Había perdido lo que le daba razón a mi vida. No sería capaz de seguir. Entonces supe lo que quería: Morir.

No sé que hay después de la muerte. Algunos hablan de la vida eterna, otros de la resurrección, del cielo y el infierno o simplemente del fin de la existencia. Pero, lo que sea, estaba seguro de que no podía ser peor de lo que estaba viviendo en ese momento. No podía seguir soportando tanto dolor, tanta ira ni tanto miedo. Quería que todo terminara ya y la única solución que se me ocurría era la muerte. Pero ¿Cómo? ¿Cómo morir? Creo que hasta tenía miedo de eso, pero era la única solución posible. Una frase llegó a mi  mente más por costumbre que por convencimiento: “Dios mío, ayúdame”. No tuve que decirla, sólo pensarla y me habló de nuevo.

– Aquí estoy.

– Ayúdame, por favor, ayúdame –Ni siquiera le pedí disculpas por haberlo despreciado antes. Estaba demasiado concentrado en el dolor, en la ira y en el miedo.

– Por supuesto que voy a ayudarte. Lo primero que vamos a hacer es…

– Quiero que me mates –Lo interrumpí. Ya lo dije, no es fácil dejar de ser arrogante. Yo tenía muy claro lo que quería, o al menos eso pensaba.

– ¿Que te mate? –Parecía sorprendido.

– Sí. Llévame contigo.

– Bueno, esas son dos cosas muy distintas. No puedo llevarte conmigo más de lo que ya te llevo. Quiero decir, siempre estás conmigo y yo siempre estoy contigo. No hay un lugar específico donde llevarte conmigo. Yo estoy en todas partes, así que siempre estamos juntos. Algunas veces no te percatas de mi presencia, pero te aseguro que siempre estoy ahí. Por eso “llevarte conmigo” es algo que no tiene sentido si siempre estamos juntos sin importar a donde vayas. Incluso aquí donde estás en este momento también estoy yo. Y matar es algo que yo no hago. La gran mayoría de las personas no logran captar la maravillosa naturaleza de la muerte. Han intentado entenderla desde siempre, pero aún la siguen viendo como un suceso de tragedia y dolor y cuando la ven de otra forma generalmente tampoco la entienden bien. No pretendo menospreciar nada de lo que he hecho, pero la muerte es una de mis creaciones más maravillosas y aún así te aseguro que no es la solución que buscas, no es la solución que realmente necesitas.

– <<Más sermones>> –Pensé. Pero por algún motivo, tal vez por lo cansado que estaba, por lo adolorido, por lo asustado o tal vez porque esta vez fui capaz de sentir en su voz que de verdad quería ayudarme, no quise protestar.

– No veo otra solución. –Respondí, esta vez con respeto.

– Es cierto, no la ves. Esas emociones que estás experimentando están diseñadas para eso. La ira, el dolor y el miedo se encargan de distraerte tanto que pierdes de vista el camino y cuando quieres volver a él ya no logras encontrarlo. Y déjame decirte que hacen un excelente trabajo.

– ¿Estás diciéndome que sí hay otra solución?

– Sí, sí la hay. Y el tiempo que tardes en encontrarla depende de ti y únicamente de ti.

– ¿De mí? Está bien. Enséñamela.

– Si te la enseño no la estarías encontrando, además, si simplemente te la doy no lograrías apreciarla lo suficiente. Recuerda que antes te dije que muchas veces lo importante no es la respuesta en sí sino lo que hay que hacer para encontrarla y aún más para entenderla.

– Pero, de verdad quiero encontrarla –Poco a poco sentía más esperanza. Antes no me percaté, pero estaba hablando con el Ser Supremo. ¿Quién podría ayudarme mejor que Él?

– Sí, puedo ver tu enorme deseo. Saldrás de aquí tarde o temprano, como te dije, eso depende de ti. Y voy a estar contigo en cada paso del camino, voy a indicarte por donde caminar, pero tú tendrás que andar tus propios pasos.

– Pensé que ibas a llevarme en tus brazos y… Bueno, ya sabes, todo eso que dicen: “entrégale tus preocupaciones a Dios”, “en verdes praderas me hará pastar” y cosas así.

– Oh, yo no voy a cargarte. Yo no cargo a nadie. Pero siempre camino a tu lado. No te cargaré, pero sí te animaré, sí te ayudaré a encontrar el valor que necesites. Yo no resolveré tus problemas, tienes que resolverlos tú. Entregarme tus problemas es como hacer trampa en un examen, puede que lo pases, pero no te servirá de nada.

– Estoy confundido. Esto suena demasiado difícil.

– Eso me parece muy bien.

– ¿Sí?

– Sí, me parece espectacular, porque hace sólo un momento no pensabas que fuera difícil, hace un momento pensabas que era imposible, tanto así que querías morir. Eso quiere decir que ya has dado el primer paso.

– ¿Ya di el primer paso?

– Sí, ya lo has hecho, y lo hiciste sin darte cuenta.

– Pero si lo único que hecho es hablar contigo y escuchar lo que dices.

– Exactamente.

Estoy seguro de que no fueron impresiones mías. La ira, el dolor y el miedo disminuyeron drásticamente.

– Yo siempre te estoy hablando, siempre. –Continuó– Sólo que no siempre me escuchas. Para ser honestos, casi nunca lo haces.

– Sí, es cierto. –En ese momento me sentí avergonzado– No voy mucho a las iglesias.

– No es a eso a lo que me refiero y tú lo sabes. Me refiero a mí hablando dentro de ti. Es algo que ustedes llaman “conciencia”.

Me quedé callado por un momento. Esto era asombroso. Sé que para muchas personas no es algo nuevo, pero para mí sí lo era. Dios siempre me había hablado. Desde que tengo memoria y casi nunca lo escuché. Sentí vergüenza.

– Lo siento mucho, de verdad. Es qué algunas veces…

– Tranquilo –Me interrumpió–  No trates de justificarte. No es necesario. Yo te conozco. Y por ahora vamos a ocuparnos de este momento. Justo ahora no importa nada más. ¿De acuerdo? –Me estaba preguntado si estaba de acuerdo. ¿Qué otra cosa podía responder?

– Sí, claro que sí.

– Muy bien –Sonrió. Eso creo– Entonces salgamos de aquí. Voy indicarte paso a paso lo que debes hacer.

La nada se iluminó de repente. Todo se llenó de blanco, del blanco más puro que pueda imaginarse. Era como si estuviese flotando en el centro una inmensa esfera de color blanco. No había paredes, no había sombras y, aunque estaba seguro de que estaba de pie, al mirar hacia abajo tampoco vi el suelo que estaba pisando. Escuché un ruido frente a mí. Alcé la mirada y un camino se había dibujado desde el horizonte justo hasta donde yo estaba parado.

– ¿Qué es esto? –Pregunté.

– Es el camino que vas a recorrer para salir de aquí.

– Pero se ve muy largo –Respondí con tono de reproche.

– Y muy largo es –Respondió– Porque así de lejos estás en este momento.

– Entonces, ¿simplemente tengo que seguir el camino?

– Técnicamente sí.

– ¿Qué tan largo es? ¿Cuánto me voy a demorar en caminarlo?

– Como te lo dije antes, el tiempo que tardes depende de ti.

– Es que si dependiera de mí ya habría salido de aquí.

– Y depende de ti, solo que aún no sabes cómo hacerlo. Pero te aseguro que después de que hayas aprendido podrás salir mucho más rápido la próxima vez.

– ¿La próxima vez? ¿Cómo que la próxima vez? ¡Yo no pienso regresar acá! –Me estaba enfadando.

– Pero lo harás, todos lo hacen, todos regresan. Hay muchos que llevan acá un largo tiempo, mucho más tiempo que tú, y aún no han salido, algunos incluso no han querido intentarlo. Y hay otros que han regresado tantas veces que ya no quieren salir de aquí. Parece que terminaron por preferir este lugar.

– Pues a mí no me gusta. Y no me importa lo que digas, yo no voy a regresar.

– ¿Qué tal si antes de eso nos ocupamos primero por salir? Después nos ocuparemos de si regresas o no. Vamos a conversar tú y yo durante todo el camino. Esas conversaciones que tendremos van a provocar pensamientos y emociones. Dependiendo de cómo decidas reaccionar a ellas podrás seguir adelante o, por el contrario, devolverte.

– ¿Cómo que devolverme?

– Recorrer este camino será lo más difícil que hayas hecho hasta hoy. Será incluso mucho más duro que el motivo por el que estás aquí.

– ¿Más duro? ¿Cómo puede ser más duro? ¿No se supone que mientras me vaya acercando a la salida me sentiré mejor?

– Y así será.

– Pero me acabas de decir que será más duro.

– Y así será.

– No entiendo.

– Hay cosas que tienes que vivirlas para poder entenderlas.

– Pero no quiero sentir ese dolor de nuevo. Y ahora me dices que va a ser peor y que algún día voy a volver. No quiero eso, me da mucho miedo. –Mi voz se quebraba, empezaba a llorar de nuevo.

– Entiendo que no lo quieres, así que quiero proponerte algo.

– ¿Qué?

– Camina conmigo, recorre este camino tomado de mi mano, decide ser valiente y te aseguro que después de esto las cosas serán muy diferentes. Te aseguro que verás la vida mucho más hermosa de lo que puedas imaginarte.

– Pero no puedo ser valiente, tengo mucho miedo –Seguía llorando.

– ¡Perfecto!

– ¿Perfecto? ¿Te estás burlando?

– Por supuesto que no. Jamás me he burlado ni me burlaré de ti. Pero es perfecto porque cuando se tiene miedo es la única oportunidad de ser valiente.

Respiré profundo y dejé que el llanto terminara. No tardó mucho. Pensé y sentí sus palabras. En ese momento, a pesar de mi arrogancia aún latente en alguna parte, a pesar de mi rabia y mi dolor y sobre todo a pesar del miedo, tenía plena confianza en Él. Después de un tiempo entendí que confiar en Él es lo mismo que confiar en mí. Creí en su promesa y entendí que todo estaba en mis manos. Respiré profundo nuevamente.

– Está bien, hagámoslo –Dije decididamente, tomé su mano, y decidí ser valiente.