Cuando abrí los ojos no había ni
siquiera oscuridad, no había nada. Aunque la nada se parece a la oscuridad pero
es de color diferente, de un color que no existe o al menos de un color que yo
no conocía. Pero estaba consciente, estaba pensando, estaba sintiendo, así que
tenía que estar vivo en alguna parte.
No lograba distinguir que me
dolía más: la cabeza, los ojos, la piel, el corazón o el alma. Tal vez todo era
un sólo e inmenso dolor.
Me puse de pie, muy lentamente,
tan lentamente como me lo permitía el dolor. Tratando de encontrar en qué
apoyarme, una pared o algo por el estilo, pero solo había nada. Caí y de nuevo
estaba en el suelo. En el suelo de algún lugar donde solo había nada. Respiré
hondo y el dolor me partió en dos, pero no era por el dolor en el cuerpo, era
otro dolor causado por el aire, algo le faltaba al aire… su aroma, su aroma no
estaba. Entonces me di cuenta de dónde estaba yo.
Todos hemos estado allí alguna
vez y quienes aún no, seguro que van a estarlo, es inevitable, es necesario, es
una especie de requisito. Hay quienes incluso han estado allí varias veces, de
hecho hay quienes llegan y se quedan. Aunque es el mismo lugar, es diferente
para cada persona, porque queda dentro de cada uno. No es un lugar afuera en el
mundo, no queda en ningún desierto ni en ningún bosque, no queda en tierra
firme ni en el agua ni en el firmamento. Ese lugar queda dentro de cada persona
que cae en él. Está encajado entre el alma y el corazón, entre lo consciente y
lo subconsciente de nuestra mente. Queda en medio del lugar que ocupan nuestros
miedos y del que ocupa nuestra valentía. Es por eso que nadie puede sacarnos de
ahí. Nadie, excepto nosotros mismos.
– ¿Quieres intentarlo otra vez?
–La voz sonó como de ultratumba. Me asusté. Miré a todos lados, solo para ver
nada, otra vez.– ¿Quieres? –El sonido no venía de
ninguna parte y de todos lados al mismo tiempo.
– ¿Intentar qué? –Pregunté.
– Levantarte y salir de aquí. –Esta
vez sonó mucho mejor.
– ¿Quién eres?
–Soy tú. Soy todos. Soy todo.
– ¿Qué? –No tenía cabeza para
pensar.
– Soy tú. Soy todos. Soy todo.
–Repitió.
– ¿Dios? –Fue lo único que se me
ocurrió.
– Muchos me llaman así.
– ¿Estoy muerto?
– Y muchos piensan lo mismo
–Parecía burlarse.
Me quedé callado. Pensé que
estaba imaginando cosas. Alucinando por causa del dolor.
– ¿Y entonces? –Cada vez sonaba
más agradable
– ¿Entonces qué?
– ¿Quieres levantarte y salir de
aquí?
– Por supuesto que sí. Si eres
Dios deberías poder leer mi mente y saber lo que estoy pensando. –Aun
muriéndome del dolor seguía teniendo ánimo para ser arrogante. Y aún me
preguntaba por qué estaba allí. Más arrogancia.
– Claro que sé lo que estás
pensando. Pero casi siempre lo que importa no es lo que piensas. Lo que
verdaderamente importa es lo que haces.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué fue lo que hice
para estar aquí? –Más que una pregunta, estaba haciendo un reclamo.
– ¡Excelente pregunta! Pero si te
respondiera no serviría de nada y perderías una gran oportunidad. Si de verdad
quieres la respuesta tendrás que responderte tú mismo.
– Pues si ya la sabes deberías
decírmela y así ahorramos trabajo. –Jugaba de nuevo mi arrogancia. Estaba
diciéndole a Dios como debía hacer las cosas.
– Algunas veces lo importante no
es la respuesta en sí, sino lo que hay que hacer para encontrarla y aún más
para entenderla.
– Bien, entonces hagámoslo.
Quiero salir de aquí. Devuélveme lo que perdí, haz que me devuelvan lo que me
quitaron y así podré salir. –La solución me parecía bastante sencilla.
– Oh, no. Yo no hago que las personas hagan cosas.
– ¿Ah, no? ¿No eres “Todo
Poderoso”? –Cuando se es arrogante, se es arrogante incluso sin darse cuenta.
– Sí, lo soy. Pero también soy
honesto, consecuente y respetuoso. Si hiciera que las personas hagan cosas
estaría contradiciendo unas de las razones de haberlos creado: La libertad. La
libertad que tiene cada ser humano de pensar, ser y hacer lo que desee. Si no
fuese por esa libertad, la verdad no habría tenido muchas razones para
crearlos.
– Pues valiente creación –No se
puede dejar de ser arrogante de un momento para otro. Se necesita tiempo y mi
tiempo, aunque no me daba cuenta, apenas estaba empezando- Si de verdad me
quieres ayudar no me des sermones, en lugar de eso sácame de aquí.
– Entiende que no hago eso.
Tienes que hacerlo tú.
– Entonces no me molestes más,
déjame solo –Estaba diciéndole a Dios que no me molestara. Estaba diciéndole a
Dios que me dejara solo.
– No puedo dejarte solo. Es
imposible incluso para mí. Pero sí sé que es inútil hablar cuando a quien le
hablas no quiere escuchar. Así que me quedaré callado esperándote.
El silencio me alegró un poco,
pero sólo por un mínimo momento porqué el dolor creció. Creció porque ahora
también tenía ira. ¿Cómo era posible que esto me estuviese pasando a mí? ¡A mí!
A mí que he sido lo que he sido. A mí que he sido quien he sido. No era justo.
Al menos eso creía. No sólo lo creía, estaba totalmente convencido de que no me
lo merecía.
– ¡YO NO ME MEREZCO ESTO! ¡YO NO
MEREZCO ESTAR AQUÍ! –Grité tan fuerte como pude. Pero creo que nadie me
escucho.
Entonces empecé a llorar. La ira
es muy parecida al dolor. No te deja pensar con claridad, te desespera, te
inunda, te ahoga. Y no importa lo que hagas ni contra quien lo hagas, no se
quita, no así. El remedio para la ira es el mismo que para el dolor. Pero en
ese momento no lo conocía y había mandado a callar a quien venía a traérmelo.
En ese momento no me daba cuenta de que me estaba hundiendo más. De que yo
mismo me estaba hundiendo más. No lograba parar de llorar. Juro que lo intenté,
de verdad que lo intenté. Cerré los ojos y apreté muy fuerte, pero las lágrimas
seguían saliendo. Aguanté la respiración para contener el llanto pero no pude detenerlo. Entonces me
dije: ¿Por qué dejar de llorar? Nadie me estaba viendo, así que no tenía porqué
sentir vergüenza ni nada de eso. Me
permití llorar y lloré como jamás lo había hecho y como jamás he vuelto a
hacerlo, las lágrimas salieron una detrás de otra y muchas al mismo tiempo; si
alguien hubiese estado a kilómetros de distancia podría haberme escuchado. No
pretendo ser egoísta, pero nunca he visto ni escuchado a alguien llorar como lo
hice yo en ese momento. Lloré durante horas o días, la verdad no lo sé, en la
nada tampoco existe el tiempo y por eso todo parece una eternidad. El hecho es
que lloré hasta que no me salía una sola lágrima más y hasta que el llanto no
era más que una extensión del silencio que me rodeaba. Aún tenía mucho dolor,
muchísimo, pero ya no sentía que estaba muriendo. De alguna manera parecía que
llorar me había ayudado. Por eso cuando alguien quiere llorar no le digo “no
llores”, “no vale la pena”, “no le des el gusto de llorar”… No, cuando alguien
quiere llorar le digo: “Llora, llora todo lo que quieras llorar, llora y no te
detengas hasta que hayas sacado hasta la última lágrima, y si después de eso
quieres seguir llorando entonces sigue llorando. Llora y si crees que lo
necesitas apóyate en mi hombro”. Yo creo que Dios inventó el llanto como una
manera de permitirnos drenar el dolor y así, con más calma, lograr entender que
debemos superarlo. Ahora a mí no me avergüenza llorar, pero cada vez tengo
menos razones para hacerlo.
Después de llorar me sentí mejor.
La ira y el dolor seguían allí, pero ya no me sentía abrumado por ellos. Me
sentí lo suficientemente fuerte para intentar ponerme de pie nuevamente. Lo
hice muy despacio, aún se me dificultaba respirar. Tenía que salir de allí, así
que tenía que empezar a caminar, pero ¿hacía donde? Al final decidí que daba
igual. De todas formas no se veía nada, o mejor: Sólo se veía nada.
Pero no pude ni siquiera dar el
primer paso. Había algo que no me dejaba mover. Me quedé muy quieto. Respiré
despacio. Cerré mis ojos y los abrí de nuevo. Volví a intentarlo… Nada. No
podía moverme de ese punto. Era como si algo me estuviese amarrando, como si
estuviese atado con un “lazo invisible”. No me tomó mucho para darme cuenta de
lo que era: Miedo. Entonces fui totalmente consciente de que estaba perdido. Me
acurruqué, abracé mis piernas, puse mi cara en mis rodillas y lloré de nuevo.
Creo que lloré mucho más fuerte y por más tiempo que la primera vez. ¿Qué más
podía hacer? No quería hacer nada más. ¿Para qué salir de allí? ¿Para qué
volver al mundo? Había perdido lo que más amaba. Había perdido lo que le daba
razón a mi vida. No sería capaz de seguir. Entonces supe lo que quería: Morir.
No sé que hay después de la
muerte. Algunos hablan de la vida eterna, otros de la resurrección, del cielo y
el infierno o simplemente del fin de la existencia. Pero, lo que sea, estaba
seguro de que no podía ser peor de lo que estaba viviendo en ese momento. No
podía seguir soportando tanto dolor, tanta ira ni tanto miedo. Quería que todo
terminara ya y la única solución que se me ocurría era la muerte. Pero ¿Cómo? ¿Cómo
morir? Creo que hasta tenía miedo de eso, pero era la única solución posible.
Una frase llegó a mi mente más por
costumbre que por convencimiento: “Dios mío, ayúdame”. No tuve que decirla, sólo
pensarla y me habló de nuevo.
– Aquí estoy.
– Ayúdame, por favor, ayúdame –Ni
siquiera le pedí disculpas por haberlo despreciado antes. Estaba demasiado
concentrado en el dolor, en la ira y en el miedo.
– Por supuesto que voy a
ayudarte. Lo primero que vamos a hacer es…
– Quiero que me mates –Lo
interrumpí. Ya lo dije, no es fácil dejar de ser arrogante. Yo tenía muy claro
lo que quería, o al menos eso pensaba.
– ¿Que te mate? –Parecía
sorprendido.
– Sí. Llévame contigo.
– Bueno, esas son dos cosas muy
distintas. No puedo llevarte conmigo más de lo que ya te llevo. Quiero decir,
siempre estás conmigo y yo siempre estoy contigo. No hay un lugar específico
donde llevarte conmigo. Yo estoy en todas partes, así que siempre estamos
juntos. Algunas veces no te percatas de mi presencia, pero te aseguro que
siempre estoy ahí. Por eso “llevarte conmigo” es algo que no tiene sentido si
siempre estamos juntos sin importar a donde vayas. Incluso aquí donde estás en
este momento también estoy yo. Y matar es algo que yo no hago. La gran mayoría
de las personas no logran captar la maravillosa naturaleza de la muerte. Han
intentado entenderla desde siempre, pero aún la siguen viendo como un suceso de
tragedia y dolor y cuando la ven de otra forma generalmente tampoco la
entienden bien. No pretendo menospreciar nada de lo que he hecho, pero la
muerte es una de mis creaciones más maravillosas y aún así te aseguro que no es
la solución que buscas, no es la solución que realmente necesitas.
– <<Más sermones>> –Pensé.
Pero por algún motivo, tal vez por lo cansado que estaba, por lo adolorido, por
lo asustado o tal vez porque esta vez fui capaz de sentir en su voz que de
verdad quería ayudarme, no quise protestar.
– No veo otra solución.
–Respondí, esta vez con respeto.
– Es cierto, no la ves. Esas
emociones que estás experimentando están diseñadas para eso. La ira, el dolor y
el miedo se encargan de distraerte tanto que pierdes de vista el camino y
cuando quieres volver a él ya no logras encontrarlo. Y déjame decirte que hacen
un excelente trabajo.
– ¿Estás diciéndome que sí hay
otra solución?
– Sí, sí la hay. Y el tiempo que
tardes en encontrarla depende de ti y únicamente de ti.
– ¿De mí? Está bien. Enséñamela.
– Si te la enseño no la estarías
encontrando, además, si simplemente te la doy no lograrías apreciarla lo
suficiente. Recuerda que antes te dije que muchas veces lo importante no es la
respuesta en sí sino lo que hay que hacer para encontrarla y aún más para
entenderla.
– Pero, de verdad quiero
encontrarla –Poco a poco sentía más esperanza. Antes no me percaté, pero estaba
hablando con el Ser Supremo. ¿Quién podría ayudarme mejor que Él?
– Sí, puedo ver tu enorme deseo.
Saldrás de aquí tarde o temprano, como te dije, eso depende de ti. Y voy a
estar contigo en cada paso del camino, voy a indicarte por donde caminar, pero
tú tendrás que andar tus propios pasos.
– Pensé que ibas a llevarme en
tus brazos y… Bueno, ya sabes, todo eso que dicen: “entrégale tus
preocupaciones a Dios”, “en verdes praderas me hará pastar” y cosas así.
– Oh, yo no voy a cargarte. Yo no
cargo a nadie. Pero siempre camino a tu lado. No te cargaré, pero sí te
animaré, sí te ayudaré a encontrar el valor que necesites. Yo no resolveré tus
problemas, tienes que resolverlos tú. Entregarme tus problemas es como hacer
trampa en un examen, puede que lo pases, pero no te servirá de nada.
– Estoy confundido. Esto suena
demasiado difícil.
– Eso me parece muy bien.
– ¿Sí?
– Sí, me parece espectacular,
porque hace sólo un momento no pensabas que fuera difícil, hace un momento
pensabas que era imposible, tanto así que querías morir. Eso quiere decir que
ya has dado el primer paso.
– ¿Ya di el primer paso?
– Sí, ya lo has hecho, y lo
hiciste sin darte cuenta.
– Pero si lo único que hecho es
hablar contigo y escuchar lo que dices.
– Exactamente.
Estoy seguro de que no fueron
impresiones mías. La ira, el dolor y el miedo disminuyeron drásticamente.
– Yo siempre te estoy hablando,
siempre. –Continuó– Sólo que no siempre me escuchas. Para ser honestos, casi
nunca lo haces.
– Sí, es cierto. –En ese momento
me sentí avergonzado– No voy mucho a las iglesias.
– No es a eso a lo que me refiero
y tú lo sabes. Me refiero a mí hablando dentro de ti. Es algo que ustedes llaman
“conciencia”.
Me quedé callado por un momento.
Esto era asombroso. Sé que para muchas personas no es algo nuevo, pero para mí
sí lo era. Dios siempre me había hablado. Desde que tengo memoria y casi nunca
lo escuché. Sentí vergüenza.
– Lo siento mucho, de verdad. Es
qué algunas veces…
– Tranquilo –Me interrumpió– No trates de justificarte. No es necesario. Yo
te conozco. Y por ahora vamos a ocuparnos de este momento. Justo ahora no
importa nada más. ¿De acuerdo? –Me estaba preguntado si estaba de acuerdo. ¿Qué
otra cosa podía responder?
– Sí, claro que sí.
– Muy bien –Sonrió. Eso creo– Entonces
salgamos de aquí. Voy indicarte paso a paso lo que debes hacer.
La nada se iluminó de repente.
Todo se llenó de blanco, del blanco más puro que pueda imaginarse. Era como si
estuviese flotando en el centro una inmensa esfera de color blanco. No había
paredes, no había sombras y, aunque estaba seguro de que estaba de pie, al
mirar hacia abajo tampoco vi el suelo que estaba pisando. Escuché un ruido
frente a mí. Alcé la mirada y un camino se había dibujado desde el horizonte
justo hasta donde yo estaba parado.
– ¿Qué es esto? –Pregunté.
– Es el camino que vas a recorrer
para salir de aquí.
– Pero se ve muy largo –Respondí
con tono de reproche.
– Y muy largo es –Respondió– Porque
así de lejos estás en este momento.
– Entonces, ¿simplemente tengo
que seguir el camino?
– Técnicamente sí.
– ¿Qué tan largo es? ¿Cuánto me
voy a demorar en caminarlo?
– Como te lo dije antes, el
tiempo que tardes depende de ti.
– Es que si dependiera de mí ya
habría salido de aquí.
– Y depende de ti, solo que aún
no sabes cómo hacerlo. Pero te aseguro que después de que hayas aprendido
podrás salir mucho más rápido la próxima vez.
– ¿La próxima vez? ¿Cómo que la
próxima vez? ¡Yo no pienso regresar acá! –Me estaba enfadando.
– Pero lo harás, todos lo hacen,
todos regresan. Hay muchos que llevan acá un largo tiempo, mucho más tiempo que
tú, y aún no han salido, algunos incluso no han querido intentarlo. Y hay otros que han regresado tantas veces que ya no quieren
salir de aquí. Parece que terminaron por preferir este lugar.
– Pues a mí no me gusta. Y no me
importa lo que digas, yo no voy a regresar.
– ¿Qué tal si antes de eso nos
ocupamos primero por salir? Después nos ocuparemos de si regresas o no. Vamos a
conversar tú y yo durante todo el camino. Esas conversaciones que tendremos van
a provocar pensamientos y emociones. Dependiendo de cómo decidas reaccionar a
ellas podrás seguir adelante o, por el contrario, devolverte.
– ¿Cómo que devolverme?
– Recorrer este camino será lo
más difícil que hayas hecho hasta hoy. Será incluso mucho más duro que el
motivo por el que estás aquí.
– ¿Más duro? ¿Cómo puede ser más
duro? ¿No se supone que mientras me vaya acercando a la salida me sentiré
mejor?
– Y así será.
– Pero me acabas de decir que
será más duro.
– Y así será.
– No entiendo.
– Hay cosas que tienes que
vivirlas para poder entenderlas.
– Pero no quiero sentir ese dolor
de nuevo. Y ahora me dices que va a ser peor y que algún día voy a volver. No
quiero eso, me da mucho miedo. –Mi voz se quebraba, empezaba a llorar de nuevo.
– Entiendo que no lo quieres, así
que quiero proponerte algo.
– ¿Qué?
– Camina conmigo, recorre este
camino tomado de mi mano, decide ser valiente y te aseguro que después de esto
las cosas serán muy diferentes. Te aseguro que verás la vida mucho más hermosa de lo que puedas imaginarte.
– Pero no puedo ser valiente,
tengo mucho miedo –Seguía llorando.
– ¡Perfecto!
– ¿Perfecto? ¿Te estás burlando?
– Por supuesto que no. Jamás me
he burlado ni me burlaré de ti. Pero es perfecto porque cuando se tiene miedo
es la única oportunidad de ser valiente.
Respiré profundo y dejé que el
llanto terminara. No tardó mucho. Pensé y sentí sus palabras. En ese momento, a
pesar de mi arrogancia aún latente en alguna parte, a pesar de mi rabia y mi
dolor y sobre todo a pesar del miedo, tenía plena confianza en Él. Después de
un tiempo entendí que confiar en Él es lo mismo que confiar en mí. Creí en su
promesa y entendí que todo estaba en mis manos. Respiré profundo nuevamente.
– Está bien, hagámoslo –Dije
decididamente, tomé su mano, y decidí ser valiente.