jueves, 8 de octubre de 2020

Diligencia en el centro

 Diligencia en el centro


El sol cayó perpendicular sobre la ciudad. El concreto ardía cual plancha de horno. El poco agua de lluvias anteriores que aún había en las grietas del suelo se evaporaba formando nubes invisibles que solo servían para aumentar el bochorno. No había ni siquiera un balcón que hiciera sombra. En una esquina, un puesto de guarapo me tentó con sus vasos llenos de elixir verde y sudorosos por el hielo que los enfriaba. Me costó trabajo pero resistí. Me asustó la dudosa procedencia del agua con que lo preparan. Por momentos me sentí en aquel pueblo tan caliente que parecía la cuna del sol y donde lo único frío que había era el tacto de los baldosines que adornaban el atrio de la iglesia. En sus primeros días el párroco nuevo pensó que era bendecido con la pasión y la devoción de sus feligreses, hasta que se dio cuenta de que no iban a escuchar la eucaristía sino a esperar su turno para sentir el frío de los azulejos.

Seguí caminando recto, aún faltaban un par de cuadras. Sumaba también el tiempo de todos los semáforos que le daban el verde a los carros un segundo antes de que yo llegara a la esquina. Otras personas caminaban también como zombis. Me resulta curioso cómo corremos para huir de la lluvia, pero el sol lo sufrimos con paciencia desesperante. Las suelas de mis zapatos parecían derretirse. Las gotas de sudor apostaban carreras sobre mi piel bajando a toda prisa para empapar mi camisa. Caminé la última cuadra sin darme cuenta. Me acerqué a la ventanilla, le pasé los documentos a la dependienta, que amablemente me dijo “Señor, el turno para su número de cédula es mañana”. A lo que mentalmente, y sonriendo por decencia, respondí: ¡vida hijueputa!.

Gio


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jueves, 24 de septiembre de 2020

Al final del día

Al final del día

Imagen tomada de https://pxhere.com/es/photo/483984

Se sentó en su puesto como todos los días a la misma hora. Alistó sus elementos de trabajo con la minuciosidad que lo caracterizaba. Tenía la mejor fama en su profesión. No se conocía a nadie que pudiera hacer un trabajo mejor que el suyo. Tenía el mejor puesto de todos. A unos les daba el sol de la mañana y al resto el de la tarde, mientras él tenía sombra todo el día. Cada vez había menos colegas. Ya no era como antes, cuando entre todos no daban abasto para cumplir la demanda. Pero él era un optimista empedernido. Por eso siempre estaba listo para empezar antes de las ocho de la mañana y permanecía en su lugar hasta las 5 de la tarde, sin importar que otros se fueran incluso antes del mediodía y le insistieran en que no valía la pena. Recordaba como perdía la cuenta de cuantas personas atendía en un día. Y más aun de cuantos saludos respondía. Miraba a las personas a la cara presto a saludar con una sonrisa y a invitarles a tomar asiento cuanto se acercaran. Ahora a duras penas volteaban a mirarlo. Desde su posición parecían gigantes que no se percataban de su existencia, como si fuera una estatua más del parque en la que ya nadie repara. En la tarde el estómago acosaba y no había prestado ni un solo servicio. Pensó que tal vez era cierto que ya no valía la pena. Bajó la mirada suspirando con desconsuelo y se dio cuenta: ahora todos usan tenis o zapatos casuales. Guardó todo dentro del pequeño cajón de lustrar, se puso de pie y caminó a cualquier parte. Esta vez no podría calmar el hambre.
Gio

miércoles, 16 de septiembre de 2020

El Milagro

 El Milagro

        Despertó de golpe y se puso las manos en la garganta como lo hacen los degollados. Empapada en sudor se levantó para cambiarse el pijama y tomar un poco de agua. Abrió el grifo del lavamanos mirándose a los ojos en el espejo y lloró. Antes era soportable. Sucedía de vez en cuando. Ahora soñaba lo mismo todas las noches. Pero era la primera vez que el cuchillo la alcanzaba. Ya calmada, decidió no dormir más y prefirió preparar galletas para sus estudiantes. Las campanas de la iglesia anunciaron el fin de la madrugada. Mientras esperaba el horno se acariciaba la garganta.
        Desde su traslado a El Milagro las cosas no fueron fáciles, aunque sí mejores que en la ciudad de la que tanto luchó por salir. Le costó acostumbrarse al toque de queda que marcaban las campanas todas las noches y que terminaba de igual manera al alba. Al final del ocaso los habitantes cerraban las puertas y ventanas, apagaban las luces, encendían velas y se sumían en oración, al menos eso le pareció al comienzo. La anterior directora del colegio, también foránea, compartía su asombro a pesar de llevar más tiempo en el pueblo. Una mujer alta, delgada y de sonrisa sincera. “Vamos a cambiar este pueblo educando a sus niños” le decía. Los padres de familia protestaron sin cesar calificando sus ideas de libertinas e incitadoras. La directora los atendía siempre sonriendo y con voz amorosa les explicaba una y otra vez las ventajas de educar en libertad. Lo hizo sin perder la paciencia hasta el día que murió, unos meses después de que Ángela iniciara clases con los más pequeños. “Un ataque al corazón” dijo el médico. Lo que no dijo es que fue un ataque de miedo. Esa noche empezaron las pesadillas. “Solo son los nervios”, se repetía a sí misma. Siempre despertaba antes de que la alcanzara. Hasta esa noche que la sombra logró dar con ella, puso el cuchillo, grande como de carnicero en su garganta y hundió el filo deslizándolo con suavidad. La sangre inundó su laringe y tosió tan fuerte que despertó bañada en sudor. 
           Terminó con las galletas, las empacó en pequeñas bolsas e ideó ponerlas en secreto en las loncheras mientras los chiquillos estaban en la formación de la mañana. Al entrar al colegio escuchó que la llamaban. Se dio la vuelta y vio a la nueva directora caminando hacia ella con un niño de la mano. “Profesora Ángela, él es Martín, un nuevo niño para su clase”. “Pensé que conocía a todos los niños del pueblo”, respondió. “Ya sabe lo que dicen: no hay pueblo tan pequeño”. “Nunca he escuchado ese dicho”. La rectora encogió los hombros, dio media vuelta y se marchó dejando a Martín de pie frente a su nueva profesora. Ángela le sonrió, le tomó la mano y lo llevó al salón de clases. “Deja tu lonchera en la repisa”. El niño obedeció y se sentó en uno de los pupitres. Ángela quiso saber más de él, pero el infante solo se dedicó a mirarla a los ojos sin pronunciar palabra. En minutos el salón estaba lleno de niños que llegaron, dejaron sus loncheras en la repisa, saludaron con beso en la mejilla a su profesora y salieron al patio para la formación de la mañana. Ángela sacó las galletas de su bolso y se dispuso a plantar la sorpresa. Desde afuera se escuchó el grito cuando encontró un cuchillo de carnicero en la lonchera del niño nuevo.

Gio