domingo, 22 de junio de 2014

La Molienda (Capítulo III)

Los días siguientes José vio incrementado su trabajo. Debido a la falta de Gustavo y Fernando, que se estaban recuperando bien, pero que aún estaban muy débiles para el exigente trabajo en el campo. José tuvo que multiplicar sus esfuerzos para mantener la finca a flote. La producción de panela se redujo a menos de la mitad, aun con la colaboración de Claudia y Marina que ayudaban en lo que más podían.
La bruja no había vuelto a visitarlos. La primera vez que se produjo panela después de aquella noche, José prefirió hacer poca cantidad para ensayar si volvía a amanecer vomitada, pero no fue así. La tranquilidad volvió a la familia con el paso de los días. Sin embargo, la baja producción levantó preguntas en el granero donde les compraban el producto. Fabio Olarte, propietario del negocio, un hombre muy respetado y querido en el pueblo, notó las cicatrices en el dorso de las manos de José y las reconoció al instante, sabía qué era lo único que podía causar ese tipo de heridas.
—Hombre José, acompáñeme un ratico arriba a la oficina —dijo Fabio, buscando una manera de hablar con José en privado.
El granero, como todos los sábados, estaba lleno de gente.
—No, Fabio. Tengo que regresar rápido a la finca. Con los muchachos enfermos hay mucho por hacer y el día se acaba muy rápido.
José, ante las preguntas por la baja producción, se había excusado diciendo que sus hijos se habían enfermado de dengue. Prefería no comentar la realidad de lo sucedido. El pueblo entero conocía la historia de su padre y lo último que quería era a la gente comentando de más.
—Hombre José, es un ratico nada más. Venga que necesito comentarle una cosita. Camine y nos tomamos un aguardientico —le animó Fabio.
—Está muy temprano para tomar, Fabio —le contestó José rechazando la invitación.
—Nunca es muy temprano para un aguardiente —repuso Fabio con una sonrisa y un tono aún más amigable—. Un aguardiente es bueno hasta en ayunas, porque sirve para matar las lombrices. Venga hombre José, no me haga el feo.
José aceptó ante la amable insistencia.
La oficina de Fabio quedaba en el segundo piso del granero. Era la primera vez que José entraba allí. Todas las veces que había hablado con Fabio habían sido en el local del granero o en el café que quedaba en la esquina. La oficina era amplia y espaciosa, con un gran ventanal que daba hacia la calle. Las paredes estaban llenas de fotografías de diferentes tamaños, todas enmarcadas. Un amplio escritorio —con un par de pilas de papeles, un portaplumas y un reloj de cuerda— estaba ubicado ante la pared que quedaba frente a la puerta por donde entraron. Tenía encima un vidrio que cubría toda su superficie y debajo del vidrio había más fotos. Casi todas a blanco y negro. Sólo unas cuantas estaban a color. Entre las de la pared y las del escritorio, pudo identificar algunas de los inicios del granero hacía más de 60 años, cuando no era más que un pequeño local en una de las calles que bordeaban la plaza del pueblo. Reconoció en otra a doña María y a don Pedro Olarte, los padres de Fabio y fundadores del negocio. Había muchas otras en las que no reconocía a nadie. Pero en una de las fotos, que estaba arriba de la silla detrás del escritorio, había un rostro que identificó de inmediato. Era su padre. Estaba al lado de don Pedro Olarte cuando aún eran muy jóvenes. Cada uno con el brazo sobre los hombros del otro y con una enorme sonrisa. Al fondo de la imagen se veía el local donde inició el granero.
—Siéntese, hombre José —dijo Fabio señalando una de las sillas frente al escritorio.
José hizo lo propio. Fabio abrió una pequeña estantería que estaba en una de las esquinas de la oficina y sacó algo de ella. Luego se sentó frente a José, al otro lado del mueble. Puso sobre el vidrio dos copas pequeñas. Destapó la botella de aguardiente, que estaba casi a la mitad, y sirvió los tragos.
—¡Salud! Hombre José —dijo Fabio animadamente levantando su copa.
—Salud Fabio —respondió José levantando también su copa y chocándola suavemente con la de su anfitrión.
Ambos bebieron. José fijó nuevamente la mirada en la fotografía donde estaba su padre. Fabio notó su atención.
—¿Usted sabe cómo montó mi papá este negocio? —preguntó Fabio.
José negó con la cabeza.
—Con una plata que le prestó el suyo —continuó—. Ellos fueron muy amigos. Pero mi papá pensaba que el futuro estaba en el pueblo y el suyo no quería dejar el campo. Ahí se les dividieron los caminos, pero nunca dejaron la amistad. Mi padre quiso que fueran socios, su papá prefirió prestarle el dinero que le hacía falta. Cuando se lo devolvió, su papá montó la molienda y desde entonces siempre les hemos comprado la panela a ustedes. Cuando su papá murió, el mío estuvo muy triste. —Fabio notó el gesto en la cara de José que indicaba que no le gustaba tocar el tema de la muerte de su padre—. Más que un amigó, era como su hermano —prosiguió—. Por eso vengó su muerte.
—¿Qué? —preguntó José sorprendido.
—Hombre José, le voy a contar un secreto que hoy en día sólo conozco yo. Y se lo voy a contar porque aunque mi padre le haya respondido a su papá por la plata que le prestó, mi familia siempre estará en deuda con la suya. Y además, porque yo sé que esas heridas que tiene en la mano se las hizo una bruja —Fabio habló con voz muy seria al tiempo que servía una segunda ronda de tragos—. Salud —dijo levantando nuevamente la copa.
José respondió al brindis sin decir una palabra y con el asombro pintado en su cara.
—Mi papá siempre supo quien había sido la bruja que mató al suyo. Bueno, no sabía que era una bruja hasta que se dio cuenta de la manera en que había muerto su papá. —Fabio hablaba en voz baja. Volteó la silla giratoria para mirar la foto de sus dos progenitores— Su papá era un tipo muy bien plantado. Alto, buen mozo, con tierrita propia y muy querendón. A más de una muchacha le latía el corazón por ese hombre, y más de una le entregó la virtud, pero la que se ganó el corazón de él fue su mamá. ¡Ave María! Esa mujer sí que ajuició a su papá. Mi viejo me contó que el día del matrimonio de sus papás, adentro y afuera de la iglesia, había más de una mujer llorando. Pero había una en especial, que se paró en frente de la iglesia firme y quieta como una estatua, dizque ni pestañeaba, decían, lloraba en silencio. Las lágrimas le corrían como ríos de los ojos, pero no se le escuchó un solo lamento. Se quedó ahí hasta que la iglesia se vació. Una muchacha común y corriente, como todas las del pueblo, hasta ese día. María Indignación se llamaba. ¿Qué me le unta a ese nombrecito? ¿Ah? —preguntó retóricamente con tono de burla— De ahí en adelante, cada vez que su papá venía al pueblo, ella lo esperaba en la entrada, ahí donde llega el camino de la vereda, en la casa de los González —Fabio agitó la mano en el aire señalando en dirección a la calle mencionada. José escuchaba con mucha atención—. Le llevaba dulces: cocadas, panelitas, arroz con leche, brevas endulzadas y no sé qué cosas más. Su papá se las rechazaba siempre. Muchas jovencitas lo saludaban y le salían al paso, pero ésta se le quedaba al lado e iba a donde él iba. Caminaba junto a él como si fuera la esposa. Él la despachaba, le decía que se fuera para la casa, pero ella seguía como si nada, y así todo el día hasta que él volvía a coger camino para la finca. Cada vez que el hombre venía pueblo era lo mismo. Menos cuando venía con su mamá, ahí sí no se aparecía por ninguna parte la verrionda esa. Mi papá juraba que su viejo le fue fiel a su mamá toda la vida, al menos desde el matrimonio, y yo le creo. Años duró esa vieja con el mismo cuentico hasta que una noche, un día en que su papá y su mamá habían peleado, él se quedó en la fonda de Doña Carmen. La que ahora es de Don Elías —aclaró Fabio al ver un gesto de desconcierto en la cara de José—. Se puso a tomar como no lo había hecho en muchos años, y María Indignación, ¿cómo no?, allá fue y se le sentó a la mesa donde él estaba. Él estaba solo porque no quiso tomar con nadie que no fuera mi papá, y mi viejo andaba de viaje en la ciudad negociando este edificio con el dueño anterior. Todos estaban muy extrañados de verlo allí bebiendo, porque hacía mucho que él había dejado eso. Su papá ya estaba borracho y esta mujer le insistía y le insistía en que se fuera para la casa de ella, que allá ella lo consolaba. Se le arrimaba mucho y en una de esas lo abrazó y le quiso dar un beso. El hombre se levantó iracundo de la silla y le dio un empujón tan fuerte a María Indignación que la lanzó contra otra mesa y contra la gente que había ahí sentada. Y le gritó: “Que me dejés en paz, perra. Que yo a mi mujer la amo y la adoro. Y no le voy a faltar al respeto”. Eso fue lo que le selló el destino —lamentó Fabio. Ya había servido otro par de aguardientes y le entregaba una de las copas llenas a José. Ambos apuraron el trago—. Unos días después empezaron las visitas por la noche a su papá. Él y su mamá nunca le contaron a nadie e intentaron espantarla ellos mismos, pero no lo lograron y ya sabe usted cómo terminó eso.
José se tomó un momento para procesar la historia que acababa de escuchar.
—¿Y qué pasó después? ¿Cómo es eso de que don Pedro lo vengó? —preguntó José al fin.
—Hombre José, mi papá no pudo evitar sentirse culpable —continuó Fabio—. Si él hubiese estado en el pueblo ese día, su papá no se habría ido para la fonda sino que se habría ido para mi casa y todo habría sido diferente. Mi viejo lo lloró mucho y se juró a sí mismo que iba a matar a esa bruja. No se necesitaba mucho para saber que había sido María Indignación. A mi papá, cuando se le metía un proyecto en la cabeza, no había quién lo hiciera desistir. Se puso a averiguar qué había que hacer para matar una bruja, pero de verdad, no esos cuentos que uno escucha en cada esquina. Se fue a viajar a cuanto pueblo tenía alguna historia de haber matado una. Estuvo en eso casi diez años. Anduvo en muchos pueblos de Antioquia, de Cundinamarca, del Valle, de Chocó, de la Costa Caribe; yo creo que recorrió casi toda Colombia. Yo ya había cumplido los veinte años y me dejó a cargo del granero. Cuando regresó, su obsesión no había disminuido, por el contrario hablaba de eso en todo momento. Todos en la familia intentamos quitarle la idea de la cabeza, pero, como ya le dije, era terco cómo una mula. A escondidas de mi mamá, terminó por convencerme y me enseñó todo lo que había aprendido por allá —nuevamente un tono de lástima abrazó la voz de Fabio. Esta vez fue José quien llenó las copas y le pasó una—. Gracias, hombre José. —Fabio continuó con su relato después de beber el trago— María Indignación se fue del pueblo el día en que enterraron a su papá y nadie supo para dónde, pero mi viejo, cuando regresó, ya había averiguado que se había ido a vivir a la capital. Y para allá me fui con él después de que me entrenó. Ella estaba viviendo en un barrio cerca al centro de la ciudad, vivía sola en una casa pequeña y trabajaba en una fábrica de ropa. Alquilamos una casa, también pequeña, a dos cuadras de la de ella. La seguimos y la espiamos durante dos semanas para aprendernos bien su rutina. A qué hora salía de la casa y a qué hora volvía. A qué hora entraba a trabajar y a qué hora salía. Qué ruta de bus abordaba y dónde la esperaba. Y así. Sólo se nos perdía los fines de semana. Se iba desde el sábado en la tarde y no regresaba hasta el domingo en la noche. Un lunes, a la media noche, mi papá me despertó diciéndome: “Hoy es, hoy la matamos”. Yo me había contagiado, además de la obsesión, del odio que sentía mi padre hacia esa mujer. Ese día ella empezaba turno de noche en la fábrica donde trabajaba. Entraba a trabajar a las diez de la noche y salía a las siete de la mañana. Estaría llegando a la casa poco antes de las ocho. Nos vestimos completamente de negro, incluso con pasamontañas recogidos como gorros, empacamos en un maletín todo lo que necesitábamos: la sal, el ajo, los machetes, las tijeras, las agujas, los lazos, la gasolina y los fósforos de madera; esos se los metió mi papá en el bolsillo. Nos metimos a su casa trepándonos al techo y entrando por el patio, protegidos por la oscuridad de la noche, casi a las cuatro de la madrugada. Era una casa muy normal. Yo pensé que iba a encontrar algo así como un altar al demonio o algo por el estilo, pero no, era una casa como cualquier otra. Hicimos los preparativos: clavamos la agujas por la cabeza detrás de cada puerta para que no pudiera salir por ninguna de ellas cuando hubiera entrado, tiramos cascos de ajo partidos a la mitad en las esquinas de todas las habitaciones para que no pudiera despegarse de ahí cuando lográramos arrinconarla, pusimos las tijeras abiertas en cruz debajo de las almohadas de su cama para que no pudiera acostarse y así no pudiera transformarse en pisca, por último, para encalambrarla, rociamos sal en el piso por toda la casa, menos frente a la puerta que daba a la calle para que lograra entrar y cerrarla. Después, poco pasadas las seis, nos escondimos en el baño, con los machetes, los lazos y la gasolina. Cuando ella entrara, gritaría de dolor al pisar la sal y caería al suelo, esa sería la señal para que saliéramos de nuestro escondite. Casi una hora y media después escuchamos cómo abría el portón. Mi papá me hizo una señal de silencio poniéndose el dedo en la boca. Agarramos los machetes, nos bajamos los pasamontañas para taparnos las caras y aguardamos la señal. La escuchamos saludar a alguien en la calle, seguramente algún vecino dando los buenos días, luego cerró la puerta y un segundo después gritó y la oímos caer al suelo. Salimos a la carrera del baño y la encontramos tirada en el piso de la sala con las piernas recogidas por los calambres, al vernos puso cara de terror. Se veía tan asustada e indefensa que por un momento dudé en continuar con esa locura. Intentó arrastrarse hacia la puerta por donde había entrado, pero mi papá le dio el primer machetazo en uno de los brazos y no logró llegar. Yo me había quedado paralizado. El grito que pegó esa mujer me heló la sangre. Mi papá me gritó que le diera el siguiente golpe, pero no pude moverme, entonces él le hizo dos cortes más, uno en la misma mano y el otro en una pierna. Había que hacerle tres cortes para debilitarla. No te alcanzás a imaginar, hombre José, como lloraba esa mujer. Mi papá me sacudió, me dio un par de cachetadas y me hizo volver en mí. Me ordenó que trajera los lazos y la gasolina del baño. Fui por ellos y cuando regresé, él la estaba arrastrando de los pies hacia la mitad de la sala. “A ver Fabio, rápido, amarrémosla” me dijo estirando los brazos para que le pasara los lazos. Estábamos desenrollándolos cuando esa verraca se lanzó hacia mi papá, le clavó las uñas en una pierna y lo mordió. Se quedó aferrada y no se soltaba. El dolor tuvo que ser mucho porque mi viejo no gritaba por nada y ahí metió un grito casi tan fuerte como el de la bruja. Yo le iba a dar con el machete, pero mi papá me detuvo porque si le daba un machetazo más ya serían cuatro y con el número par ella se recuperaba. “Échele más sal” me dijo. Corrí al baño por ella, saqué el frasco del maletín, volví y se lo vacié encima, bueno, lo que quedaba. La bruja lo soltó ahí mismo por los nuevos calambres. Mi papá quedó cojeando y el pantalón quedó empapado en sangre, pero aun así le tapó la boca a la desgraciada esa llenándosela con un trapo que no sé de dónde sacó. Ella no dejaba de revolverse en el suelo, pero logramos amarrarla muy fuertemente. Casi queda totalmente envuelta en las cuerdas. “La gasolina, la gasolina. Rápido” me dijo mi papá acosándome. Corrí otra vez al baño por ella y le entregué el bidón a mi papá. Él lo destapó y se la echó toda. “Échese para atrás” me dijo. Sacó la caja de fósforos del bolsillo, prendió uno y se lo tiró. Esa mujer se paró envuelta en llamas como si no estuviera amarrada. Hombre José, esa fue la única vez en la vida que vi a mi papá con cara de miedo. Yo no sé si fue que la candela quemó de una las cuerdas, o si esa vieja las hizo desaparecer, pero el hecho fue se levantó, se sacó el trapo de la boca, empezó insultarnos de qué manera tan tremenda y se tiró a agarrarnos. Mi papá y yo salimos despavoridos hacia el patio. A él se le olvidó lo de la pierna, pero pues ¿cómo no?, con ese susto tan verraco. La bruja me alcanzó a coger del brazo —Fabio se levantó la manga de la camisa y le mostró a José la vieja cicatriz de la quemadura que le rodeadaba el antebrazo izquierdo casi a la altura del codo—, pero mi papá la devolvió de una patada. Salimos corriendo por donde habíamos entrado. Nos trepamos al muro del patio y corrimos por encima de los techos de las casas hasta llegar a la calle, nos tiramos y seguimos corriendo como alma que lleva el diablo. Llegamos a la casa donde nos estábamos quedando. Limpiamos un poco la herida en la pierna de mi papá y la quemadura en mi brazo, nos vendamos con unos retazos de las sábanas. Recogimos las cositas que teníamos allá y nos despachamos inmediatamente de vuelta al pueblo. La casa se quemó completica con la bruja adentro. Eso lo vimos en el periódico unos días después, cuando ya habíamos regresado acá. Pensamos que ya todo había quedado ahí, pero no. A mi papá le dio gangrena en la herida de la pierna. Y eso que tan pronto llegamos al pueblo fuimos al centro de salud. Allá le hicieron curación y todo. La vaina fue que las heridas no le sanaban, nunca le cicatrizaron y los médicos no supieron por qué. Hasta que un día, más de un año después, le dio gangrena y no se la pudieron parar. Se le llevó la pierna de a pedazos que hubo que amputarle, pero le siguió y le siguió hasta que se lo llevó del todo. —José lo miraba atónito— Así pues, hombre José, que a su papá y al mío los mató la misma bruja —terminó Fabio, entregándole otra copa.
—¿Y a mí por qué nadie me dijo nada? Mi mamá nunca me contó de eso.
—Hombre José, esto es un secreto. Ya le dije que sólo lo sabía yo. Y ahora también lo sabe usted, y yo sé que no le va a contar a nadie, porque usted es igual de honesto que su papá. Mi mamá, alma bendita que en paz descanse —Fabio se persignó—, también se llevó el secreto a la tumba. Mire hombre José, yo me sé todos los trucos, o al menos la mayoría. Por eso sé que esas heridas que tiene en las manos no se las hizo trabajando. Esos son arañazos de bruja. Y sus hijos no están enfermos, ¿verdad que no? —Fabio hizo una corta pausa escrutando la mirada de su amigo. Luego prosiguió—. Hombre José, dígame la verdad, cuénteme que fue lo que pasó.
José le contó a Fabio, con lujo de detalles, todo lo que había sucedido. Terminaron lo que quedaba de la botella de licor. Cuando se terminó la historia, Fabio se puso de pie y caminó hasta la ventana. Se quedó allí mirando la calle en silencio, con las manos agarradas detrás la espalda. José se quedó sentado donde estaba. Pasaron unos largos y silenciosos segundos.
—¿Qué piensa Fabio? —preguntó José incómodo por el silencio.
Fabio suspiró.
—Hombre José —dijo al fin—, estoy pensando que no la espantaron.
—Pero si Inés le mostró los machetes en cruz.
—De pronto se asustó por ver a su señora armada. No hay nada más peligroso que una madre defendiendo a sus hijos. Pero los machetes en cruz no sirven para espantarlas. Se ponen detrás de las puertas para que no entren a la casa. Pero no sirven para espantarlas —repitió. Luego se volteo y quedó de frente a José—. Hombre José —continuó al ver la cara de desconcierto de su invitado—, para espantar a una bruja hay que descubrirla, hay que darse cuenta de quién es. Para eso lo que se hace es regar arroz, para que amanezca recogiéndolo grano por grano. Ahí se da cuento uno de quién es la desgraciada esa y entonces ya la puede uno echar de la casa y nunca más vuelve porque le da vergüenza. Hay otras maneras, pero definitivamente los machetes no.
—Si no la espantamos, ¿entonces por qué no ha vuelto?
—A ver, hombre José, si miramos bien el asunto nos damos cuenta de que, como le dijo la vieja Mercedes, esa verraca los está visitando es por envidia y no porque esté enamorada de ninguno de ustedes, porque si así fuera no estaría yendo a la molienda a vomitarle la panela, sino que se le estaría metiendo a la habitación a usted o alguno de sus muchachos. Yo creo que se calmó porque después de todo ya les hizo un daño grande aporreando a Nando y a Tavito. Vea que usted no ha podido producir lo mismo y se le ve muy desmejorado. No me quiero ni imaginar cómo estará la pobre Inés.
—¿Cómo así? ¿Entonces va a volver?
—Yo sí creo, hombre José. Tan pronto como se recuperen los muchachos y usted pueda volver a producir la misma cantidad que ha producido siempre, le aseguro que regresa.
—Si usted me enseña los trucos la podemos espantar cuando vuelva —José habló solicitando ayuda con el tono de la voz.
—Espantarla no le va a servir, hombre José —Fabio volvió a sentarse—. Porque si la espanta y alguien más se la envió, le va a mandar a otra, a una peor. Y de nada sirve darse cuenta de quién es la bruja porque nunca le va decir quien la mandó. Nunca lo dicen. Y si es ella la que les tiene rabia no se va a dejar espantar. Además, por ahora le está dañando el producido de la molienda, y se lo va a seguir dañando, pero si usted decide cambiar de actividad, como sembrar otra cosa, por ejemplo, también va a venir a dañársela. Sea lo que sea que usted se ponga a hacer, esa bestia no lo va a dejar pelechar, por el contrario lo va a molestar hasta arruinarlo.
—¿Entonces?
—Entonces, mi querido amigo José —Fabio se inclinó hacia adelante y apoyó los codos sobre el escritorio—, hay que matarla.
—¡No, Fabio! —respondió el campesino— Yo no me atrevo. Vea lo que pasó, casi me mata a los muchachos. No, no, no —dijo sacudiendo la cabeza.
—Yo sé hombre José, pero es que esta vez yo le voy a ayudar —insistió Fabio extendiéndole la mano como para cerrar un trato.

En las semanas siguientes, José siguió redoblando esfuerzos para mantener la finca a flote y sus hijos avanzaban en su recuperación. No le contó a Inés los detalles de su encuentro con Fabio Olarte, pues sabía que ella se negaría rotundamente. La idea, según lo planeó con su ahora cazador de brujas, era esperar a que la bruja los visitara de nuevo, lo cual debería suceder cuando la producción volviera a la normalidad y para eso tendría que contratar trabajadores, a lo que siempre fue reacio, o esperar por la recuperación total de sus hijos, que fue lo que prefirió. No se necesitó mucho para que Fabio lo convenciera. Se debatió entre su odio por las brujas, a causa de la muerte de su padre, y el sentimiento de culpa, por la casi muerte de sus hijos, pero la posibilidad de que seguir siendo atormentado todas las noches y la certeza con que le habló Fabio, en quién confiaba, al decirle que la bruja no descansaría hasta verlo arruinado terminaron por inclinar su decisión a aceptar la propuesta de su amigo. Sin embargo quedaba la duda: ¿Quién había enviado la bruja? ¿Quién podía tenerle tanta envidia? No se le ocurría nadie. ¿Sería ella misma la envidiosa? “Tranquilo hombre José, que al final eso siempre se sabe.” —Le había dicho Fabio—. Por supuesto, José le preguntó cómo. A lo que Fabio contestó: “Muy rara vez, por no decir nunca, una bruja se mete a trabajar donde ya hayan matado a otra. Así pues, hombre José, que cuando la hayamos matado, la persona que se la haya enviado no encontrará otra para enviarle y muy seguramente saldrá a relucir porque la envidia le empujará a hacer otras cosas, o lo dejará en paz de una vez por todas. Sea como sea usted sale ganando.”

Continuará...

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