jueves, 27 de marzo de 2014

La M con la A

—¡Cutu, cutu, cutu! ¡Cutu, cutu, cutu!

Metía la mano en el balde para sacar un puñado de granos de maíz y luego los tiraba al suelo esparciéndolos con un movimiento de la mano. Seguía repitiendo el llamado que había aprendido de su abuela. La gallinas aparecían corriendo de todas partes atraídas por el sonido imperceptible de los granos contra el suelo y no por el “cutu cutu”, que en realidad no sirve para nada más que para convencer inútilmente a la gente de que así se llama a las gallinas.

—¡Elia! ¡Elia María! —escuchó que la llamaban desde dentro de la casa.

—¿Señora?

—Venga pues yo le enseño a leer.

—¡Ay, no! Abuela, estoy ocupada echándole maíz a las gallinas.

—¡Vení pues! —le dijo, dejándole muy claro con el tono que le estaba dando una orden.

—¡Que no! —le respondió con majadería.

Hoy probablemente no suceda nada si un niño le responde así a uno de sus mayores, pero en ese entonces, en la década de 1940, era pecado mortal. Tal vez aún lo sea, pero parece no importar mucho.

—Siga así de grosera y desobediente y verá que se le aparece el diablo —le sentenció su abuela, como siempre lo hacía frente a esas respuestas.

Mi abuela era entonces una niña de entre ocho y diez años de edad. Su vida en el campo, como la de muchas niñas de ese entonces, consistía generalmente en ayudar con los quehaceres de la casa y en jugar a campo abierto en los hermosos paisajes de Andinápolis, un corregimiento del municipio de Trujillo, en el Valle del Cauca. Aprender a leer no era algo que le llamara la atención. Tener que sentarse por horas, frente a libros y cosas de esas llenas de garabatos llamados letras, era de lo más aburrido que pudiera experimentar. En lugar de eso prefería, como cualquier infante, correr por los potreros en los días soleados, ir con su abuelo a arriar el ganado, alimentar a las gallinas y disfrutar viéndolas correr convencida de que acudían a su llamado, trepar a los árboles de mango y a los guayabos para obtener las frutas maduras de la copa o perseguir sigilosamente a una gallina culeca para saber donde tenía escondido el nido. Había muchas actividades mucho más divertidas que aprender a leer. Además, en su mundo, ¿para qué podría servirle eso? No lo sabía en ese momento, por supuesto, pero le serviría durante toda su vida, especialmente para una de las cosas que más le gustó hacer: leer La Biblia.

Un día, después del almuerzo, mientras limpiaba el fogón de leña sacando las cenizas que se habían acumulado, su abuela, María Cleofe, entró en la cocina para insistirle nuevamente:

—Mami —Irónico, pero así se les dice a las hijas en estas tierras— vamos pues pa’ que aprenda a leer. —le dijo en un tono que mi abuela recordaba como el más tierno que pudiera existir.

—¡Ay, abuela! ¿Otra vez? ¡No, qué pereza!

—Elia María, por favor —la ternura del tono desapareció.

—¡Ay, abuelita! ¡Que no! ¿Eso pa’ qué me va a servir? ¡Pa’ nada! ¡Pa’ nada!

—Camine a ver, que si no, me va a tocar decirle a su abuelo pa’ que le dé una pela pa’ que aprenda a hacer caso y a dejar de ser grosera.

—Ah, pues dígale. A mí no me da miedo —le respondió mientras terminaba de echar en un balde el último montón de cenizas. Ella no solía ser grosera para nada, pero todo niño y niña tienen sus momentos.

—¿Ah, no? Bueno, siga así que a los niños desobedientes se les aparece el diablo. Siga así pa’ que vea. ¡Siga así! —Cleofe salió de la cocina sentenciando varias frases típicas para esos casos— ¡Culicagada esta tan grosera! ¡Espere y verá que venga su abuelo! ¡Va a haber que darle es una pela!

Elia María salió con el balde de la cocina hacia el patio para botar las cenizas, planeando ir después a jugar con unos niños de una finca vecina. Mientras vaciaba el balde en una zanja hecha para evacuar el agua de las lluvias vio que por el camino que llegaba a la casa venía caminando un hombre vestido muy elegantemente con pantalón, camisa y saco blancos. Tenía puesta una corbata negra, y un pañuelo del mismo color asomaba en punta del bolsillo izquierdo del saco. Era alto y buen mozo, de cabello negro y cejas pobladas. Caminaba derecho y firme como esos señores que alguna vez había visto en el pueblo. Intentó reconocerlo, pero la distancia no daba para identificar su cara a pesar de lo soleado del día. Se preguntó quién podría ser, y cómo podía ir vestido así con el tremendo calor que hacía. Lo vio desaparecer tras la esquina de la casa y por tanto tendría que haber entrado en el corredor que es a donde llegaba el camino. Soltó el balde y entró corriendo en la casa para averiguar quién era la sorpresiva visita.

Cuando llegó al corredor sólo estaba su abuela sentada en una silla mecedora tejiendo una carpeta con lana blanca.

—Abuelita, ¿quién llegó? —preguntó con curiosidad.

—¿Quién llegó de dónde? No ha llegado nadie.

—Sí, yo vi un señor todo elegante, vestido de blanco que venía por el camino y se dentró pa’cá.

—Aquí no ha llegado nadie mijita.

—¿Cómo que no? Si yo lo acabo de ver.

Cleofe la miró fijamente y abriendo los ojos le dijo:

—¿Sí ve? Yo le dije que si seguía de grosera se le iba a aparecer el diablo.

Esa misma tarde mi abuela ya sabía que la M con la A dice MA.

GIOVANY

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