Inés se encontraba en la cocina, preparando el
almuerzo, cuando sintió que su corazón se aceleró al escuchar a Marina
llamándola a gritos.
—¡Mamá! ¡Mamá!
—¡Ay, mamita! ¿Qué pasó?
—Gritó Inés, respondiendo al llamado de su hija al tiempo que se asomaba por la
ventana de la cocina que daba hacia la parte de atrás de la casa—. ¡Marina!
¡Marina! ¿Qué pasó? —gritó de nuevo al no verla por ninguna parte. Sólo vio el
cultivo de caña de azúcar que se extendía hasta tres cuadras detrás de la casa.
—¡Mami, venga mire! —gritó
Marina saliendo de debajo de la casa.
La finca estaba construida sobre un pequeño
barranco. La mitad delantera, donde estaban el corredor y la chambrana,
construida con varas de macana, descansaba sobre el terreno firme, pero la
parte trasera, donde estaban las habitaciones y la cocina, estaba apoyada en
gruesos pilotes de madera. Debajo de ella, aprovechando el espacio que quedaba
entre el fondo del barranco y el piso de la casa, había una pequeña molienda
donde la familia Restrepo procesaba la caña de su cultivo para fabricar panela.
—¿Qué pasó? —volvió a
preguntar Inés, preocupada al ver la cara de susto que tenía su hija.
—Venga rápido para que mire esto tan raro —el
miedo casi podía palparse en la voz de la niña.
Inés puso sobre la mesa el cuchillo y la papa que
estaba pelando, y salió corriendo de la cocina, que quedaba en el extremo
derecho de la casa. En las fincas se acostumbra que las puertas de todas las
habitaciones y cuartos, construidos en fila uno al lado del otro, den al corredor
frontal. La madre de la pequeña bordeó la casa por fuera y bajó a la molienda.
Su hija estaba de pie y señalando con la mano la mesa donde todas las noches se
ponía a enfriar la panela que se producía en las tardes. Su carita aún
reflejaba miedo. Esa mañana, como lo hacía todos los días, Marina había bajado
a la molienda a verificar que la producción ya estuviera seca y a acomodarla en
las cajas de madera para que su padre la llevara al pueblo a venderla. Cuando
la mujer vio lo que le señalaba su hija, no pudo disimular su reacción.
—¡Ay, Dios mío bendito!
—dijo Inés con la voz ahogada por el susto mientras se persignaba—. Venga mi
amor, subámonos para la casa —le dijo con tono urgente a Marina tomándola de la
mano.
Corriendo, deshicieron el camino de vuelta a la
casa. Inés deseó que hubiese paredes y una puerta que rodearan la molienda para
poder dejarla cerrada, pero las moliendas suelen construirse sin paredes para
aprovechar la ventilación debido al humo que genera el enorme fogón de leña y a
la temperatura necesaria para que se enfrié la panela. Cuando alcanzaron el
frente de la casa, Inés llamó gritando a Claudia, su hija mayor, que se
encontraba aseando el último de los cinco cuartos, la habitación de Mercedes,
su abuela.
—Mamá, ¿qué pasa? ¿Qué son esos gritos? —respondió
Claudia asomándose a la puerta de la habitación.
Vio como su madre venía corriendo hacia ella con
su hermana menor de la mano.
—¡Éntrese, éntrese! —gritó Inés entrando también a la habitación con Marina—.
Mamá venga recemos —dijo dirigiéndose a Mercedes, quien estaba sentada al lado
de una de las ventanas leyendo La Biblia.
Inés era una mujer bastante nerviosa y, ante lo
que acababa de ver, la única solución en la que logró pensar de momento fue
rezar fervorosamente.
El miedo que sentían Inés y Marina se les contagió
también a Claudia y a Mercedes, pero estas últimas no tenían idea de que era lo
que pasaba.
—¿Qué pasó? —preguntó
Mercedes a su hija, asustada, pero con tono tranquilo.
—Abuelita, es que… —empezó a decir la hija menor.
—¡Marina! —la interrumpió
Inés con un grito.
—Mamá, ¿qué es lo que pasa? ¿Cuál es el misterio?
Nos tiene muy asustadas —intervino Claudia.
—Es que abajo… —habló de nuevo Marina.
—Marina que te calles —le ordenó Inés nuevamente a
la pequeña y se acercó a hablarle a la anciana Mercedes al oído.
Las dos hermanas no escucharon lo que le dijo su
madre a su abuela, pero sí vieron el miedo aumentar en
la cara de la anciana.
—Ay, mija,
para eso no nos sirven los rezos —dijo Mercedes—. Para eso lo que necesitamos
es una contra.
Al escuchar a su abuela, Claudia, que hasta ese
momento era la única que no sabía lo que pasaba, y Marina, que sabía, pero que
hasta ahora no había entendido, se abrazaron a su madre llorando de terror. El
resto de la mañana la pasaron en la habitación de la
abuela con la puerta y las ventanas cerradas y con el machuelo puesto.
Con la llegada del mediodía llegaron también José,
Fernando y Gustavo —el esposo y los dos hijos varones de Inés— de sus trabajos
en el cultivo, en busca de su almuerzo para recuperar energías y continuar con
sus labores. Cada uno llevaba al hombro un azadón untado de tierra y al cinto
un machete de cacha color naranja en una funda de cuero. Usaban botas de caucho
de color negro y sombreros aguadeños para protegerse del sol. Habían llegado
por la parte trasera de la finca, bordeando el cañaduzal, y subieron por el
mismo camino por donde Inés había subido corriendo con Marina esa mañana.
Solamente José echó una mirada en dirección a la molienda y aunque no se percató
de aquello que había asustado tanto a su esposa y a su hija sí notó que la
panela aún seguía sobre la mesa. Pensó en ir hasta allá para ver si tal vez no
había amanecido seca, pero el apetito le hizo desistir de la idea y prefirió
seguir. Ya le preguntaría a Marina. Al llegar al corredor de la finca, a los
tres se les hizo extraño que no estuvieran ya servidos sus platos en la mesa
como era costumbre —todos los días Inés los veía venir a lo lejos desde la
ventana de la cocina y se apresuraba a servirles para que pudieran sentarse a
almorzar tan pronto llegaran—.
—¡Inés! —llamó José—. ¡Inés!
La puerta de la habitación de Mercedes se abrió e
Inés salió corriendo hacia su esposo.
—¡Ay, mijo! Siquiera
llegó.
—¿Qué pasó que no está servido
el almuerzo? —preguntó José a su esposa—. ¿Y usted por
qué no ha empacado la panela? —preguntó a Marina que había venido corriendo con
su madre.
—Mijo, nos visitó una bruja —contestó la mujer.
Minutos después, José y sus dos hijos veían con
asombro las panelas cubiertas de vómito. Ahora que estaban a sólo unos
centímetros de la mesa podían sentir el olor nauseabundo que inundaba la
molienda. También el trapiche, el fogón, las pailas, los cucharones, los
estantes y las cajas de madera estaban cubiertos por la putrefacta
regurgitación. Ninguna de las mujeres quiso bajar con ellos y prefirieron
esperar en el cuarto de la abuela.
—¿Qué vamos a hacer papá?
—preguntó Gustavo.
—Pues matar a esa hijueputa
—contestó José con seriedad extrema—. Esta noche nos quedamos despiertos
montando guardia y cuando aparezca la agarramos a machete.
Gustavo y Fernando se miraron sorprendidos por el
tono de voz de su padre.
Gastaron la tarde limpiando. Toda la familia participó,
excluyendo a Mercedes, a quien por su edad ya se le dificultaba caminar. Usaron
agua y jabón en abundancia. Se amarraron pañuelos húmedos en la cara para
soportar la hediondez. Usaron flores de jazmín de noche para ayudar a que el
olor desapareciera. Llenaron las cajas de madera con la panela dañada y las
amontonaron a unos veinte pasos al frente de la casa, en la parte superior.
Rociaron la pila con la gasolina que usaban para la guadaña y le prendieron
fuego. La columna llameante se elevó más de cinco metros sobre el suelo. En
lugar del aroma dulzón que tiene el melado derretido se sentía un olor casi tan
horrible como el de la carne podrida. Los siete integrantes de la familia
estaban parados en el corredor, uno al lado del otro, contemplando la hoguera
al final de la tarde.
—Mi mamá dice que hay que hacer una contra para
espantarla y que no vuelva —le dijo Inés a su esposo.
—Cual contra ni que espantarla ni que ocho cuartos
—respondió José—. Lo que vamos a hacer es matarla a punta de machete.
—Mijo, no nos pongamos con eso. Mejor espantémosla
—suplicó Inés.
José la miró a los ojos.
—Que la vamos a matar le dije —le respondió con un
tono que le dejaba claro que era él quien mandaba—. Tavo,
Nando: a afilar los machetes —les ordenó a sus hijos.
Esa noche, Mercedes, Inés, Claudia y Marina la
pasaron en vela en la habitación de la anciana, abrazadas las unas a las otras.
Lloriqueaban por turnos y cualquier ruido las hacía saltar asustadas. Debajo de
la casa, en la molienda, estaban los hombres con los machetes en la mano y
abrigados con ruanas. Habían bajado una hora antes de la media noche, que es
cuando salen las brujas. Todos tenían miedo, pero ninguno decía nada. Estaban
ubicados a lo largo de la construcción. Gustavo en el extremo de la derecha,
Fernando en el centro y José en la izquierda, a espacios de siete metros. Delante
de ellos estaba el cultivo de caña, de más de dos metros de altura, que se
extendía desde la parte de atrás de la casa, a cinco metros de la molienda,
hasta más de tres cuadras. Estuvieron despiertos toda la noche. Aunque por
momentos el sueño parecía vencerlos y los obligaba a cabecear, pusieron todo su
esfuerzo para no dormirse. Paseaban sus miradas de lado a lado, atentos a
cualquier cosa que vieran moverse. Permanecieron en silencio y sólo se hablaban
cada tanto para preguntarse si veían algo. Era noche de luna llena, lo que les
permitía una buena visibilidad, pero no vieron ni escucharon nada diferente de
lo normal. Cuando el amanecer los alcanzó, Inés los llamó desde la parte
superior.
—¡Mijo! ¿Qué hubo?
—Nada. No se apareció esa verrionda —respondió
José.
—Suban entonces. Les voy a hacer café para que
tomen los tragos antes del desayuno.
Mientras desayunaban todos permanecían callados hasta que Fernando rompió el silencio.
—Tal vez ya se fue y no va a volver —opinó.
—No. Lo que pasa es que no tenía a qué venir
—aportó Mercedes.
—¿Cómo así mamá? —preguntó
Inés.
Todos voltearon a mirar a la abuela.
—Las brujas sólo se mueven por dos cosas: por
enamoradas y por envidia. Y ésta enamorada no está, porque si así fuera estaría
visitando a alguno de ustedes —dijo señalando a los tres hombres—. Y a ninguno
de ustedes lo ha visitado, ¿o sí?
—No, no —aseveraron los tres compartiendo miradas
entre ellos.
—Entonces es por envidia. Hay alguien que nos
tiene envidia por la molienda y por eso nos mandó a la bruja. O hasta ella
misma puede ser la envidiosa. Y anoche no vino porque no había panela para
dañar.
—Entonces a trabajar —intervino José mirando a sus
dos hijos—. Vamos a darle motivo para que venga esta noche.
—Mijo, por favor —dijo Inés poniéndole una mano
sobre el brazo a su marido, pero la quitó tan pronto él le dio la misma mirada
que le recordaba quién era el que mandaba—. Al menos duerman un poco ahora en
la mañana. Vea que los muchachos están que se caen del sueño.
José accedió. Durmieron durante la mañana. A la
primera hora de la tarde, después del almuerzo, los tres hombres empezaron a
trabajar. José y Gustavo cortaron un buen lote de caña mientras Fernando
encendía el fogón de una vez para que la paila estuviese lo suficientemente
caliente. Después pasó a moler en el trapiche las cañas que su padre y su
hermano habían cortado. Gustavo recogía el jugo de la caña que caía en una gran
ponchera plástica y lo vaciaba en la paila que ya estaba a la temperatura
adecuada. Para que no se pegara, José revolvía constantemente el jugo con un
cucharón formado por una totuma unida con clavos a la punta de una larga vara
de madera de guayabo, de casi tres metros de longitud. Mientras la ponchera
volvía a estar llena, Gustavo atizaba el fogón, sacaba las cenizas, esparcía el
rescoldo y alimentaba el fuego con más leña. José continuaba revolviendo hasta
que el jugo se había transformado en un melado lo suficientemente espeso para
sacar bocados con el cucharón y vaciarlo sobre la mesa formando una panela blanda.
Repitieron el proceso hasta que se acabaron las cañas que habían cortado. Sobre
la larga mesa reposaban 268 unidades de panela blanda y caliente que había que
dejar enfriar. Ya empezaba la noche. Exhaustos, los tres hombres subieron a la
casa para comer la cena. Sentada toda la familia a la mesa, ninguno pronunciaba
palabra. Los hombres por lo agotados que estaban y las mujeres por que lo único
que querían decir eran protestas para que no siguieran con la idea de matar a
la bruja, pero sabían muy bien que José no daría su
brazo a torcer y no iba a tolerar que se le llevara la contraria.
—Vayan y duerman un rato —dijo José mirando a
Gustavo y a Fernando al terminar la cena. Eran casi las siete de la noche—. A
las once los llamo.
—Sí señor —respondieron los hermanos al unísono.
Se pusieron de pie y se encaminaron a su habitación.
Inés se paró también, persignó a cada uno y les
dio un beso en la frente. Claudia y Marina recogieron los platos de la mesa y
fueron a la poceta para lavarlos, dejando solos a los
adultos.
—Mijo… —empezó a decir Inés, pero se detuvo cuando
José le dio una mirada que le hizo entender que no iba a aceptar su opinión.
El hombre se levantó y se fue a su habitación.
Inés ayudó a su madre y la llevó a su cuarto, después se fue al suyo. José
estaba sentado en la cama con su machete en las manos y su mirada fija en él. La
mujer cerró la puerta y se quedó con la espalda apoyada en la pared. Su esposo
siguió en la misma posición. Los asuntos se trataban de cierta forma cuando
estaban frente a la familia, pero cuando estaban los dos solos era diferente.
—Usted sabe que espantarla no va a servir de nada
—dijo José con la voz cansada y sin quitar la mirada de la herramienta.
—Eso no lo sabemos —dijo la mujer—. De pronto esta
vez sí sirve.
—¿Y si es la misma?
—¿Cómo va a ser la misma?
—Se acercó suavemente y se sentó al lado de su marido—. Eso fue hace muchos
años. Además ya escuchó lo que dijo mi mamá: ésta lo que tiene es envidia. Esa
otra estaba enamorada.
—Es igual. Espantarlas no sirve. Si sirviera mi
viejo aún estaría vivo. —Una lágrima salió de su ojo izquierdo, el que estaba
al lado de Inés, y rodó por su mejilla.
Inés lo abrazó. Él apoyó su cabeza en el pecho de
su esposa y lloró en silencio.
Hacía 47 años, cuando José era apenas un niño de
ocho, los adultos habían empezado a hablar constantemente en susurros cuando él
y sus hermanos, todos infantes, estaban presentes. Habían notado como desde hacía
unos días su padre venía desmejorando su semblante. Se le notaba muy cansado
todos los días y con ojeras que lucían más grandes cada mañana. Una noche, los
gritos de su madre los despertaron y corrieron a su cuarto a buscarla. La encontraron
arrodillada en el suelo y doblada sobre el cuerpo de su padre llorando
desconsolada. La habitación estaba llena de velas. Los tres niños se quedaron
pasmados en la puerta mirando la cara de su progenitor que había quedado hacia
donde estaban parados. Tenía los ojos abiertos, pero sin vida. La sangre que
brotaba del pecho de su papá había formado un charco a su alrededor.
Su madre no les habló del hecho hasta después de
varios años, pero antes de eso ya se habían dado cuenta de que a su padre lo había
matado una bruja que se había enamorado de él. Desde varios días atrás lo
visitaba todas las noches y se le sentaba en el pecho mientras estaba dormido,
inmovilizándolo y dejándolo sin respiración hasta casi asfixiarlo. El
matrimonio había intentado cuanta contra averiguaban, pero ninguna funcionó: ni
el arroz crudo arrojado en el suelo, ni el cordón de San Agustín, ni la aguja
clavada de cabeza. Lo único que lograron fue enfurecerla tanto que al final
había terminado por matarlo cuando él intentaba librarse de ella rezando el
credo al revés y atacándola con un machete. Se supone que tenía que propinarle
un número impar de machetazos, mayor de dos, para dejarla marcada y así saber
al día siguiente quién era. Si el número de machetazos era par, la bruja se
sanaba del corte anterior y quedaba libre. Su padre sólo alcanzó a darle dos
cortes y antes de que pudiera lanzarle el tercero, la bruja le arañó el pecho
tan profundamente que le atravesó el corazón y cayó muerto al instante. Nunca
más volvieron a saber de ella, pero el dolor les duraría toda la vida.
—¿Y si nos vamos un
tiempo? —propuso Inés.
—¿Irnos? ¿A dónde? Si no
tenemos sino esta tierra. Familia ya no nos queda. Y ningún amigo nos va ayudar
cuando sepan lo que pasa.
—A mí me da mucho miedo que les pueda pasar lo
mismo. A usted o a alguno de los muchachos.
—No nos va a pasar. Esa vez mi papá estaba solo.
Esta vez somos tres. Tres hombres, tres machetes. A esas vagabundas no les
gusta ese número.
Inés le levantó la cara tomándolo de la barbilla y lo miró a
los ojos. Sentía miedo, sí, pero también sintió un calor interno que hacía
tiempo no sentía. Ver la valentía que había en su esposo le hizo recordar sus
años de juventud. Lo besó apasionadamente. José respondió al beso y pasaron el
siguiente par de horas volviendo a sentirse jóvenes y dejándose llevar por la
libido.
Continuará...
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