Dos meses antes…
Una tormenta arreciaba sobre la capital. Estaba
lloviendo desde la madrugada. La cita era a las nueve de la mañana. Ella había
llegado puntal, a pesar del temporal, vestida tan elegantemente como siempre,
con un vestido de ejecutiva que se ceñía a su hermoso cuerpo y con unos tacones
que estilizaban aun más su figura. Tenía el cabello impecablemente recogido con
una moña. A sus 39 años era aún tan hermosa como lo había sido desde la
juventud. Revisaba por enésima vez la escritura, especialmente el apartado de
los linderos.
Eran ya las 9:30 y el abogado aún no llegaba, pero
ella no se desesperaba, había desarrollado una paciencia casi interminable.
Además, aunque ella hubiese llegado a tiempo, era entendible que, con el
tremendo aguacero, el hombre estuviese retrasado. Permanecía sentada en la sala
de espera que estaba en el mezzanine de la notaría, junto a la oficina
del notario; desde allí podía ver la puerta de entrada. También debido a la
lluvia, había pocas personas en el establecimiento.
Faltando un cuarto para las 10 lo vio entrar, estaba
empapado de la cintura hacia abajo y algo enredado con el portafolios intentando
cerrar el paraguas. Cuando por fin lo cerró, la buscó con la mirada y la vio
mirándolo desde arriba. Ella levantó la mano en señal de saludo y él se
encaminó hacia el segundo piso.
—Buenos días, Doctora Ramírez. Le pido mil
disculpas por la demora, pero es que con este clima es muy difícil conseguir un
taxi. Mire nada más como he quedado intentando conseguir uno —Abrió los brazos
y bajó la mirada a sus propios pantalones.
—No se preocupe, Gutiérrez —respondió Adriana con
una sonrisa. La misma sonrisa que dejaba indefenso a cuanto hombre llegara
verla—. ¿Tiene todo listo?
—Sí, todo. —Gutiérrez se sentó y abrió el
portafolios— Acá está el cheque, sólo falta que usted lo firme. Y acá está el
poder del propietario anterior para que yo pueda firmar en nombre de él. Y
también hablé con el banco para que hagan efectivo el cheque lo antes posible.
Y ya averigüé el nombre del propietario de la finca que linda al norte: José
Restrepo. —Hizo una pausa. Adriana lo interrogó con la mirada— Doctora, ¿está
segura de querer hacer este negocio? Es que es mucho dinero por esa finca.
Usted está pagando más de tres veces lo que vale de verdad.
—Agradezco mucho su preocupación, Gutiérrez
—Sonrió nuevamente—. Puede estar tranquilo. Ah, lo olvidaba, —dijo, recordando a
último momento— cuando terminemos esta diligencia voy a salir de la ciudad por
un tiempo. Así que usted quedará a cargo.
—¿Se va, Doctora? Pero, no me había avisado
—Gutiérrez se sorprendió con el anuncio—. ¿Y eso?
—Tengo que visitar a alguien.
—Entiendo. ¿Cuánto tiempo estará por fuera?
—El necesario.
—¿Y dónde podré localizarla si la necesito?
—En ninguna parte.
Gutiérrez entendió que no debía seguir
preguntando.
La diligencia se logró sin inconvenientes. Media
hora más tarde, Adriana Ramírez era la nueva propietaria de la pequeña finca
que lindaba al sur de la propiedad de José Restrepo. Bueno, en realidad, en la
escritura figuraba Gonzalo Gutiérrez, su abogado, como propietario. Adriana era
muy cautelosa y en esta ocasión, más que en ninguna otra, quería total
discreción. La propiedad era pequeña, de apenas una cuadra, y estuvo ocupada
hasta hace un par de años cuando el propietario, un amable anciano, falleció y
la heredó a su hijo mayor, quien vivía en la capital y se dedicaba a algún
oficio de la ciudad porque nunca quiso quedarse en el campo. Una vez cada dos o
tres meses, el heredero iba allí con su familia, principalmente a hacerle algún
arreglo a la casa con la esperanza de poder vender el terreno lo antes posible.
Por eso no vaciló ni un instante cuando Gonzalo Gutiérrez lo llamó un día para
ofrecerse a comprarle la propiedad. Gutiérrez, con su amplia experiencia en
varias ramas del derecho, entre ellas el derecho inmobiliario, ya sabía en
cuánto estaba valorada la finca y, por orden de su jefe, llegó ofreciendo casi
cuatro veces ese valor con la intención de que el propietario no se negara a
venderla.
Esa misma noche, Adriana ya se instalaba en la
propiedad recién comprada. Llegó sola en un automóvil de segunda y malgastado
que compró para no levantar sospechas ni habladurías con ninguno de sus otros
vehículos, que eran todos últimos modelos y bastante lujosos. A pesar del
cansancio que producen varias horas de viaje por carreteras sin pavimentar, se
dedicó a limpiar y a organizar. Sin embargo, lo primero que hizo al bajar del
auto fue ir hasta la parte de atrás de la casa, bordeándola por fuera. Se paró
mirando al horizonte y buscó con la mirada a los lejos. Después de unos segundo
la vio, por entre las ramas de algún árbol, ahí estaba. Un foco encendido se
veía a la distancia, tenía que ser esa, tenía que ser la finca de José
Restrepo. “¡Por fin!”, se dijo a sí misma y sonrió, pero no con la sonrisa
encantadora que mostraba siempre en público, sino con una sonrisa maliciosa que
nunca le había mostrado a nadie.
Regresó al auto, sacó las maletas y las puso en el
corredor de la casa. Era una casa pequeña con sólo tres cuartos: uno para la
cocina, uno para bodegaje y otro para la alcoba. El baño, cómo en casi todas
las fincas de la zona, quedaba fuera de la casa, al lado de la poceta. Toda la
construcción estaba pintada de blanco. El piso estaba constituido por largas
tablas de madera inmunizada que habían soportado bastante bien el paso del
tiempo. Las paredes estaban hechas de esterilla de guadua y estaban empañadas
con bareque. El techo estaba cubierto con tejas de barro. En los alrededores de
la casa, el pasto aún estaba corto desde su última podada. Inspeccionó cada uno
de los cuartos y encontró la casa totalmente amoblada, tal y cómo lo había
convenido, a excepción del cuarto de bodegaje que, por solicitud suya, tenía
solamente una pequeña mesa de pino, de mediana altura, ubicada contra una de
las paredes. En ese cuarto, sobre la mesa, dejó por el momento una de las maletas
y luego se instaló en la alcoba.
Regresó después a la habitación vacía, abrió la
maleta que había dejado allí y muy cuidadosamente extrajo su contenido. Lo
primero fue una fotografía enmarcada que colgó en un clavo muy por encima de la
mesa para que quedara a su altura, era un plano medio de una mujer
increíblemente hermosa de cabellos y ojos negros, piel blanca, pero bronceada,
y rasgos muy finos y delicados. Continuó con otra fotografía, esta vez sin
enmarcar, de un hombre, notablemente un campesino, que puso sobre la mesa,
apoyada contra la pared. Un velón de cera blanca, consumido casi hasta la
mitad, que ubicó frente a la fotografía. Un crucifijo de madera con las puntas
quemadas que puso de cabeza al lado izquierdo del velón. Una estatuilla de Lucifer,
con sus tradicionales cuernos, cola, patas de cabra y tridente, que puso al
lado derecho. También extrajo cuatro bolsas de tela negra, dentro de la cuales
había hojas secas de belladona, mandrágora, beleño y estramonio. Metió la mano
izquierda en una de ellas, tomando unas cuantas hojas, las trituró con los
dedos y las roció sobre la mesa. Repitió la acción con cada una de las otras
tres. Por último, envuelto en una tela negra, idéntica a las de las bolsas, extrajo
un paquete rectangular que puso con sumo cuidado en frente del velón. Lo
desenvolvió con suavidad descubriendo lentamente lo que parecía ser la tapa de
un libro antiguo. Era su grimorio. Lo abrió con sostenida delicadeza y pasó las
páginas hasta encontrar la que buscaba. Utilizando un fósforo de madera,
encendió el velón. Se arrodilló frente al altar y empezó a leer la página que
había ubicado en el libro y que tenía por título: “Para arruinar”. Luego de
terminar su culto, casi a la media noche, se puso de pie, tomó la bolsa que
contenía las hojas de beleño y se dirigió a su habitación. Se aseguró de cerrar
todo y dejar solamente una ventana abierta en la alcoba. Se acostó de espaldas
en la cama con las piernas extendidas. Sacó unas cuantas hojas y, sin
triturarlas, se las puso debajo de las axilas. Luego puso las manos sobre el
pecho y cerró los ojos.
Al día siguiente, muy temprano, Adriana ya se encontraba en
la cocina preparando su desayuno. A lo lejos escuchó a una niña hablando a los
gritos. Tuvo que aguzar el oído para lograr entender lo que decía: “Mamá, mamá…
Mami, venga mire esto tan raro”.
Continuará...
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