Adriana volvió al presente cuando terminó el
recuerdo. Seguía arrodillada delante del altar. Miró la foto de bordes gastados
que tenía sobre la mesa y donde aparecía el campesino. De repente pudo reconocer
el parecido con José Restrepo, ambos, padre e hijo, eran igual de apuestos.
Pero no era a él a quien buscaba, él fue sólo un medio para encontrar al hombre
con la cicatriz de quemadura en el brazo, el amigo de José.
Extendió sus manos al frente con las palmas hacia
arriba, cerró los ojos y recitó de memoria lo que decía en el libro:
Oscura noche y
brillante luna,
este y sur, oeste y norte:
Escuchad de las Brujas
la Runa,
y que mi alma la magia porte.
Tierra y agua, aire y
fuego,
Varita, pentáculo y
espada:
Trabajad en mi deseo,
y escuchad mi llamada.
Cuerdas e incienso,
látigo y cuchillo,
poderes de la daga del brujo:
Levantaos en vida yo
os lo pido,
venid y ayudad en mi embrujo.
Reina del Cielo y del
Infierno,
astado cazador de la Oscuridad:
Enviad vuestros
poderes a mi reino,
y haced verdad mi voluntad.
Por el poder de la
tierra y el mar,
por la fuerza del sol y la luna:
Así es mi deseo, y así
hecho será,
cantando de las brujas la runa.
Repitió la oración seis veces. En mitad de la
tercera repetición, un viento fuerte invadió la casa y Adriana entendió que su
solicitud estaba siendo atendida. Al terminar, se puso de pie, fue a su
habitación con la bolsa que contenía las hojas de beleño. Se acomodó en la
cama, totalmente estirada, puso las hojas de beleño bajo sus axilas y cerró los
ojos.
En otra finca vecina, los habitantes de la casa
despertaron por un escándalo que venía desde el corral. La mujer acosó a su
esposo para que revisara. El hombre tomó la escopeta que mantenía encima del
armario y salió de la habitación. Unos minutos más tarde regresó.
—¿Qué era? —preguntó la
mujer.
—Se robaron las piscas —respondió el hombre.
Las mujeres permanecían encerradas en el cuarto de
Mercedes, rezando Padres Nuestros, Credos y Aves Marías. Los cuatro hombres
seguían esperando, ocultos en la sombra de la molienda. Gustavo y Fernando,
aunque asustados, no iban a abandonar a su padre. Gustavo sostenía con una mano
el balde lleno con las hojas verdes de palo santo y con la otra avivaba el fogón
de vez en cuando para no dejar extinguir el fuego. Fernando sostenía uno de los
bidones de gasolina, destapado. José y Fabio permanecían de pie junto a la mesa
llena de panela, cada uno con un madero en sus manos. Eran casi la una de la
mañana cuando un fuerte aleteó rompió el silencio alertándolos y acelerándoles
el corazón a todos. Luego, algo grande, enorme, se movió dentro del cañaduzal y
una enorme pisca salió de entre las cañas rodando por el suelo frente a ellos,
deteniéndose antes de entrar en la molienda. Se revolcó por un momento mientras
se incorporaba, luego aleteó un poco más y se quedó en el mismo sitio. José dio
un paso hacia adelante, pero Fabio lo detuvo.
—Hay que esperar a que entre —susurró el cazador.
José se detuvo, haciendo caso a su amigo.
—Papá —dijo Gustavo en voz baja, pero José se puso
un dedo en los labios indicándole que guardara silencio. El joven logró
distinguir el gesto en la silueta de su padre y obedeció.
La pisca seguía afuera, caminando lenta y
tranquilamente. José volteó la cabeza para mirar a Fabio, que estaba detrás de
él.
—¿Qué pasa? —preguntó,
siempre susurrando.
Fabio hizo un gesto con la mano indicándole que
tuviera paciencia.
Otro aleteo se escuchó y otra pisca rodó desde la
plantación. El desconcierto se apoderó de los cuatro valientes. Incluso Fabio
no se explicaba lo que estaba viendo. ¿Acaso eran dos brujas? No podía ser.
Esos dos pájaros, aunque eran piscas, tenían algo raro, o mejor: no tenían nada
raro. Una tercera ave salió del mismo lugar de donde salieron las otras dos
pero ésta sí rodó hasta entrar en la molienda. José se abalanzó sobre ella y la
encendió a golpes, Gustavo, ciñéndose al plan, arrojó varios puñados de hojas
de palo santo al fuego y el humo salió abundantemente del fogón. Fabio se lanzó
hacia su amigo agarrándolo de la camisa y halando de él para apartarlo del
animal que se sacudió y salió corriendo hacia afuera.
—¿Qué le pasa Fabio?
—preguntó José con un grito.
—Esa no es —ya no hablaban con susurros.
—¿Cómo que no?
—No, no es. Si fuera ella se habría encalambrado
al pisar la sal y hubiera gritado. Además están muy normales —dijo señalando
las piscas—, están muy nítidas.
José recordó entonces la apariencia que tenía la
bruja en su primer encuentro con ella. Era borrosa, como rodeada de sombra.
—¿Entonces? —preguntó
Gustavo.
—Ella sabe —respondió Fabio con voz grave—. Sabe
que la estamos esperando.
El corazón se les aceleró aún más y el miedo puso
a temblar a los más jóvenes. El humo ya se había dispersado. Gustavo había
dejado de arrojar hojas al fuego cuando Fabio detuvo a su padre.
Una cuarta pisca brotó, también de entre las
cañas, pero no rodando por el suelo sino elevada y fue a parar sobre la mesa de
la panela. Los dos hombres mayores levantaron los maderos para asestar los
golpes, pero dudaron; ésta también, a pesar de la oscuridad, se veía normal. La
quinta, al igual que la anterior, salió también elevada, pero cayó en el fogón
y graznó fuertemente al sentir el calor. Las demás piscas, animadas por el
graznar de su compañera, se unieron al ruido. El animal en el fogón aleteó y se
revolcó, arrojando brasas y leños encendidos en todas las direcciones. Una de
las brasas alcanzó a Gustavo, quien soltó el balde con las hojas y gritó
asustado. Fernando arrojó el bidón al suelo para ir a socorrer a su hermano,
quien no sufrió más que el susto y se encontraba ileso, el carbón encendido no
alcanzó a quemarlo, pero la gasolina del bidón se derramó por el suelo de
tierra y alcanzó una de las teas. El combustible se incendió inmediatamente y casi
la mitad del suelo de la molienda se prendió en fuego. Todos, ahuyentados por
las llamas, corrieron fuera. Cuando el fuego alcanzó el interior del contenedor
de gasolina hubo una explosión que sacudió la casa entera. Inés, desesperada
por los gritos que acaba de escuchar y por el rugir de la explosión, abrió la
ventana de la habitación que daba hacia el cañaduzal, se asomó y vio las llamas
saliendo de debajo de la casa. Los cuatro hombres estaban de pie, dando la
espalda al cultivo y observando el fuego que se apagaba rápidamente porque la
tierra absorbía la gasolina. Afortunadamente ni las tablas del techo ni los
pilares de madera alcanzaron a incendiarse. La mesa de la panela tampoco sufrió
daños, pero se volteó tirando al suelo las panelas y las dos bolsas de sal. El
segundo bidón, los cucharones y los maderos de la leña, habían volado y se
perdieron entre el cultivo. Las hojas restantes de palo santo quedaron
esparcidas por el suelo. Dos piscas, sin embargo, sí se prendieron y
correteaban dando vueltas, graznando y aleteando, aumentando el miedo de todos.
—¿Qué pasó? —preguntó
Inés, gritando desde la ventana.
Los hombres voltearon a mirarla, pero ninguno
respondió.
Entonces, desde su posición elevada, Inés vio la
misma criatura que había visto aquella noche —negra, enorme y envuelta en
sombra—, saliendo del cañaduzal aprovechando que los hombres le estaban dando
la espalda. José reconoció la cara de miedo en su esposa y notó que miraba
detrás de él. Dio media vuelta y también la vio. Levantó el madero y abrió la
boca para gritar, pero no alcanzó a emitir ni un sonido antes de sentir el
golpe que le propinó la bruja al embestirlo tan fuertemente que lo lanzó contra
el fondo de la molienda y lo dejó inconsciente de inmediato. Los jóvenes y
Fabio sólo alcanzaron a ver a su compañero estrellarse contra la pared del
fondo, sin entender lo que había pasado, al mismo tiempo que Inés lanzaba un
grito de terror y señalaba detrás de ellos a la bestia que ya se les acercaba.
Se dieron la vuelta, pero demasiado tarde para que Fernando lograra esquivar la
embestida. El hijo mayor se estrelló contra uno de los pilares tan fuertemente
que se le fracturaron un par de costillas.
Inés se retiró de la ventana y corrió hacia la
puerta de la habitación para ir en auxilio de sus hombres; en medio del miedo y
la desesperación no lograba quitar el cerrojo. Las niñas y la abuela no se
atrevieron a tomar su lugar en la ventana.
Gustavo, mirando a su hermano y paralizado de
miedo, tampoco vio a la bruja irse contra él y sufrió lo mismo que Fernando. En
tan sólo unos segundos, la bruja había dejado fuera de combate a tres de los
hombres, tal y como lo había planeado, para quedar sola frente a aquel que era
su objetivo. Fabio y la pisca estaban frente a frente. Ninguno de los dos se
movía. Durante un momento, Fabio reviso sus posibilidades, aún sostenía el
madero de palo santo, pero sabía que de nada le serviría si la bruja no estaba
encalambrada, así que lo arrojó al suelo y echó mano del machete que tenía al
cinto, sabía también que no cortaría su plumaje pero podría apuntar a la
cabeza, mas la bruja se le fue encima antes de que lograra desenfundarlo. Se le
prendió de la camisa con las garras y alcanzó a arañarle el pecho. Intentó
picotearle la cara, pero la camisa se rasgó haciéndole perder el agarre y Fabio
logró golpearla con los puños y arrojarla un par de metros en dirección al
cultivo. Quedaron de nuevo frente a frente, La pisca de espaldas al cañaduzal y
el cazador de espaldas a la molienda. El hombre intentó desfundar de nuevo el
machete, pero el animal no le dio tiempo, embistiéndolo. Rodó por el suelo y
fue a parar junto al fogón. El animal se le posó encima y lo atacó con arañazos
y picotazos a la cara. El hombre intentó cubrirse con una mano y con la otra la
apuñeteó intentado quitársela de encima, pero no logró siquiera hacerla gritar.
Inés llegó corriendo, llorando y gritando. Buscó a
sus hijos con la mirada y los vio tirados junto a los pilares contra los que
habían chocado; estaban vivos, llorando y quejándose por las fracturas. Vio
también a su esposo tirado en el suelo dentro de la molienda, se movía como
recuperando el sentido. Corrió hacia los jóvenes. Fabio seguía luchando,
infructuosamente, por liberarse. La mujer se arrodilló junto a Gustavo que era
el más cercano y, aún llorando, intentó consolarlo. Fabio empezó a gritar del
dolor, la pisca le había alcanzado el cuello con el pico y se le aferró de la
vena yugular. José, aturdido, despertando del desmayo, con todo dándole
vueltas, vio a Inés arrodillada junto a su hijo. Se esforzó por sentarse y
volteó a ver a Fabio cuando lo escuchó gritar.
—Inés —José intentó gritar, pero sus pulmones aún
no se reponían por completo del golpe—. Inés… ¡INÉEEEEES! —pudo gritar al fin,
sintiendo que se partía en dos por el dolor.
Inés lo miró.
—¡La sal! —gritó de
nuevo, señalando las bolsas que estaban en el suelo. Había intentado
alcanzarlas él mismo, pero se fue de bruces, mareado, cuando intentó ponerse de
pie. Inés lo miraba desconcertada, sin entender—. ¡La sal, mija! ¡Por Dios
bendito, la sal!
José vio, de reojo, un par de siluetas que se
acercaron. Cuando enfocó la vista vio a Claudia y a Marina, cada una con una
bolsa de sal en la mano, rompiendo el plástico. Corrieron hacia Fabio y la
bruja, y echaron el contenido entero de las bolsas sobre el animal. Inés,
aumentando su angustia al ver a sus hijas, corrió también allí y las arrastró
hasta donde estaba José. Los cuatro se abrazaron y no lograron retener el
llanto. Vieron a la bruja retorcerse sobre Fabio por los calambres que le
producía la sal, y la escucharon chillar fuertemente, lamentándose de dolor,
pero seguía aferrada al cuello de su víctima. José se soltó de las mujeres y,
tambaleándose, se puso de pie, tomó uno de los maderos de palo santo y llegó
hasta su amigo a tropezones, detrás de él, siguiéndolo, llegó su esposa, armada
también con uno de los garrotes. Fabio ya no se movía, sólo el animal se
retorcía. Golpearon el pájaro con todas sus fuerzas y lograron que soltara su
presa. Un grueso e intermitente chorro de sangre brotó del cuello de Fabio. La
bestia gritó y lloró con voz de mujer. Aún retorciéndose por el dolor intentó
atacarlos, pero José e Inés le hicieron el quite. Entonces intentó correr hacia
las cañas, pero la alcanzó el humo de las hojas que Claudia y Marina se
apresuraron a recoger y a tirar al fuego mientras sus padres la atacaban. Cayó
al suelo sin poder levantarse por los calambres y por el adormecimiento que le
provocaba el humo. Inés y José continuaron con el apaleamiento.
—Papá, ¿y la gasolina? —preguntó Claudia.
—Ya no hay.
—¿Y entonces?
—Metámosla al rescoldo —dijo Marina, que tenía ya
en sus manos el lazo para amarrarla— así la quemamos.
Entre los cuatro amarraron a la pisca, que a duras
penas oponía resistencia, pero que lloraba y gritaba tan fuerte que se sentían
aturdidos. José, mucho más repuesto ahora, e invadido por la adrenalina, la
levantó y la arrojó a las brasas que ya Inés estaba
avivando para levantar llamas. Los gritos fueron incluso peores, más fuertes,
más estridentes, más desesperados. La bruja estaba muriendo y en sus gritos
podía sentirse su dolor y agonía. Se revolcaba y se retorcía en medio del
fuego, pero las ataduras resistieron. José, Inés y las niñas corrieron a donde
estaban Fernando y Gustavo que, sin poder moverse, observaron todo y a pesar del
dolor sentían también un enorme alivio.
Otro grito sonó a lo lejos, al sur. En la pequeña
casa blanca de la finca de los Gómez, una mujer gritaba y daba alaridos de
dolor. La familia entera, incluida Mercedes desde la ventana, vio que salían
llamas de una de las habitaciones de aquella morada. El escándalo duró mientras
la pisca dejó de retorcerse entre el fuego. Cuando se quedó inmóvil, inerte, el
silenció volvió.
José se levantó y volvió al cuerpo de su amigo que
yacía al lado del fogón, también sin vida, pero con los ojos abiertos, como
había muerto su padre. Se arrodilló junto a él y, llorando, puso su mano en la
cara de Fabio y le cerró los ojos.
—Ahora es mi familia la que siempre estará en
deuda con la suya… Hombre, Fabio.
Continuará...
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