Los días siguientes José vio incrementado su
trabajo. Debido a la falta de Gustavo y Fernando, que se estaban recuperando
bien, pero que aún estaban muy débiles para el exigente trabajo en el campo.
José tuvo que multiplicar sus esfuerzos para mantener la finca a flote. La
producción de panela se redujo a menos de la mitad, aun con la colaboración de
Claudia y Marina que ayudaban en lo que más podían.
La bruja no había vuelto a visitarlos. La primera
vez que se produjo panela después de aquella noche, José prefirió hacer poca
cantidad para ensayar si volvía a amanecer vomitada, pero no fue así. La
tranquilidad volvió a la familia con el paso de los días. Sin embargo, la baja
producción levantó preguntas en el granero donde les compraban el producto.
Fabio Olarte, propietario del negocio, un hombre muy respetado y querido en el
pueblo, notó las cicatrices en el dorso de las manos de José y las reconoció al
instante, sabía qué era lo único que podía causar ese tipo de heridas.
—Hombre José, acompáñeme un ratico arriba a la
oficina —dijo Fabio, buscando una manera de hablar con José en privado.
El granero, como todos los sábados, estaba lleno
de gente.
—No, Fabio. Tengo que regresar rápido a la finca.
Con los muchachos enfermos hay mucho por hacer y el día se acaba muy rápido.
José, ante las preguntas por la baja producción,
se había excusado diciendo que sus hijos se habían enfermado de dengue.
Prefería no comentar la realidad de lo sucedido. El pueblo entero conocía la
historia de su padre y lo último que quería era a la gente comentando de más.
—Hombre José, es un ratico nada más. Venga que
necesito comentarle una cosita. Camine y nos tomamos un aguardientico —le animó
Fabio.
—Está muy temprano para tomar, Fabio —le contestó
José rechazando la invitación.
—Nunca es muy temprano para un aguardiente —repuso
Fabio con una sonrisa y un tono aún más amigable—. Un aguardiente es bueno
hasta en ayunas, porque sirve para matar las lombrices. Venga hombre José, no
me haga el feo.
José aceptó ante la amable insistencia.
La oficina de Fabio quedaba en el segundo piso del
granero. Era la primera vez que José entraba allí. Todas las veces que había
hablado con Fabio habían sido en el local del granero o en el café que quedaba
en la esquina. La oficina era amplia y espaciosa, con un gran ventanal que daba
hacia la calle. Las paredes estaban llenas de fotografías de diferentes
tamaños, todas enmarcadas. Un amplio escritorio —con un par de pilas de
papeles, un portaplumas y un reloj de cuerda— estaba ubicado ante la pared que
quedaba frente a la puerta por donde entraron. Tenía encima un vidrio que
cubría toda su superficie y debajo del vidrio había más fotos. Casi todas a
blanco y negro. Sólo unas cuantas estaban a color. Entre las de la pared y las
del escritorio, pudo identificar algunas de los inicios del granero hacía más
de 60 años, cuando no era más que un pequeño local en una de las calles que
bordeaban la plaza del pueblo. Reconoció en otra a doña María y a don Pedro
Olarte, los padres de Fabio y fundadores del negocio. Había muchas otras en las
que no reconocía a nadie. Pero en una de las fotos, que estaba arriba de la
silla detrás del escritorio, había un rostro que identificó de inmediato. Era
su padre. Estaba al lado de don Pedro Olarte cuando aún eran muy jóvenes. Cada
uno con el brazo sobre los hombros del otro y con una enorme sonrisa. Al fondo
de la imagen se veía el local donde inició el granero.
—Siéntese, hombre José —dijo Fabio señalando una
de las sillas frente al escritorio.
José hizo lo propio. Fabio abrió una pequeña
estantería que estaba en una de las esquinas de la oficina y sacó algo de ella.
Luego se sentó frente a José, al otro lado del mueble. Puso sobre el vidrio dos
copas pequeñas. Destapó la botella de aguardiente, que estaba casi a la mitad, y
sirvió los tragos.
—¡Salud! Hombre José
—dijo Fabio animadamente levantando su copa.
—Salud Fabio —respondió José levantando también su
copa y chocándola suavemente con la de su anfitrión.
Ambos bebieron. José fijó nuevamente la mirada en
la fotografía donde estaba su padre. Fabio notó su atención.
—¿Usted sabe cómo montó
mi papá este negocio? —preguntó Fabio.
José negó con la cabeza.
—Con una plata que le prestó el suyo —continuó—.
Ellos fueron muy amigos. Pero mi papá pensaba que el futuro estaba en el pueblo
y el suyo no quería dejar el campo. Ahí se les dividieron los caminos, pero
nunca dejaron la amistad. Mi padre quiso que fueran socios, su papá prefirió
prestarle el dinero que le hacía falta. Cuando se lo devolvió, su papá montó la
molienda y desde entonces siempre les hemos comprado la panela a ustedes.
Cuando su papá murió, el mío estuvo muy triste. —Fabio notó el gesto en la cara
de José que indicaba que no le gustaba tocar el tema de la muerte de su padre—.
Más que un amigó, era como su hermano —prosiguió—. Por eso vengó su muerte.
—¿Qué? —preguntó José
sorprendido.
—Hombre José, le voy a contar un secreto que hoy
en día sólo conozco yo. Y se lo voy a contar porque aunque mi padre le haya
respondido a su papá por la plata que le prestó, mi familia siempre estará en
deuda con la suya. Y además, porque yo sé que esas heridas que tiene en la mano
se las hizo una bruja —Fabio habló con voz muy seria al tiempo que servía una
segunda ronda de tragos—. Salud —dijo levantando nuevamente la copa.
José respondió al brindis sin decir una palabra y
con el asombro pintado en su cara.
—Mi papá siempre supo quien había sido la bruja
que mató al suyo. Bueno, no sabía que era una bruja hasta que se dio cuenta de la
manera en que había muerto su papá. —Fabio hablaba en voz baja. Volteó la silla
giratoria para mirar la foto de sus dos progenitores— Su papá era un tipo muy
bien plantado. Alto, buen mozo, con tierrita propia y muy querendón. A más de
una muchacha le latía el corazón por ese hombre, y más de una le entregó la
virtud, pero la que se ganó el corazón de él fue su mamá. ¡Ave María! Esa mujer
sí que ajuició a su papá. Mi viejo me contó que el día del matrimonio de sus
papás, adentro y afuera de la iglesia, había más de una mujer llorando. Pero
había una en especial, que se paró en frente de la iglesia firme y quieta como
una estatua, dizque ni pestañeaba, decían, lloraba en silencio. Las lágrimas le
corrían como ríos de los ojos, pero no se le escuchó un solo lamento. Se quedó
ahí hasta que la iglesia se vació. Una muchacha común y corriente, como todas
las del pueblo, hasta ese día. María Indignación se llamaba. ¿Qué me le unta a
ese nombrecito? ¿Ah? —preguntó retóricamente con tono de burla— De ahí en
adelante, cada vez que su papá venía al pueblo, ella lo esperaba en la entrada,
ahí donde llega el camino de la vereda, en la casa de los González —Fabio agitó
la mano en el aire señalando en dirección a la calle mencionada. José escuchaba
con mucha atención—. Le llevaba dulces: cocadas, panelitas, arroz con leche,
brevas endulzadas y no sé qué cosas más. Su papá se las rechazaba siempre.
Muchas jovencitas lo saludaban y le salían al paso, pero ésta se le quedaba al
lado e iba a donde él iba. Caminaba junto a él como si fuera la esposa. Él la
despachaba, le decía que se fuera para la casa, pero ella seguía como si nada,
y así todo el día hasta que él volvía a coger camino para la finca. Cada vez
que el hombre venía pueblo era lo mismo. Menos cuando venía con su mamá, ahí sí
no se aparecía por ninguna parte la verrionda esa. Mi papá juraba que su viejo
le fue fiel a su mamá toda la vida, al menos desde el matrimonio, y yo le creo.
Años duró esa vieja con el mismo cuentico hasta que una noche, un día en que su
papá y su mamá habían peleado, él se quedó en la fonda de Doña Carmen. La que
ahora es de Don Elías —aclaró Fabio al ver un gesto de desconcierto en la cara
de José—. Se puso a tomar como no lo había hecho en muchos años, y María
Indignación, ¿cómo no?, allá fue y se le sentó a la mesa donde él estaba. Él
estaba solo porque no quiso tomar con nadie que no fuera mi papá, y mi viejo
andaba de viaje en la ciudad negociando este edificio con el dueño anterior. Todos
estaban muy extrañados de verlo allí bebiendo, porque hacía mucho que él había
dejado eso. Su papá ya estaba borracho y esta mujer le insistía y le insistía
en que se fuera para la casa de ella, que allá ella lo consolaba. Se le
arrimaba mucho y en una de esas lo abrazó y le quiso dar un beso. El hombre se
levantó iracundo de la silla y le dio un empujón tan fuerte a María Indignación
que la lanzó contra otra mesa y contra la gente que había ahí sentada. Y le
gritó: “Que me dejés en paz, perra. Que yo a mi mujer
la amo y la adoro. Y no le voy a faltar al respeto”. Eso fue lo que le selló el
destino —lamentó Fabio. Ya había servido otro par de aguardientes y le
entregaba una de las copas llenas a José. Ambos apuraron el trago—. Unos días
después empezaron las visitas por la noche a su papá. Él y su mamá nunca le
contaron a nadie e intentaron espantarla ellos mismos, pero no lo lograron y ya
sabe usted cómo terminó eso.
José se tomó un momento para procesar la historia
que acababa de escuchar.
—¿Y qué pasó después?
¿Cómo es eso de que don Pedro lo vengó? —preguntó José al fin.
—Hombre José, mi papá no pudo evitar sentirse
culpable —continuó Fabio—. Si él hubiese estado en el pueblo ese día, su papá
no se habría ido para la fonda sino que se habría ido para mi casa y todo
habría sido diferente. Mi viejo lo lloró mucho y se juró a sí mismo que iba a
matar a esa bruja. No se necesitaba mucho para saber que había sido María
Indignación. A mi papá, cuando se le metía un proyecto en la cabeza, no había
quién lo hiciera desistir. Se puso a averiguar qué había que hacer para matar
una bruja, pero de verdad, no esos cuentos que uno escucha en cada esquina. Se
fue a viajar a cuanto pueblo tenía alguna historia de haber matado una. Estuvo
en eso casi diez años. Anduvo en muchos pueblos de Antioquia, de Cundinamarca,
del Valle, de Chocó, de la Costa Caribe; yo creo que recorrió casi toda
Colombia. Yo ya había cumplido los veinte años y me dejó a cargo del granero.
Cuando regresó, su obsesión no había disminuido, por el contrario hablaba de
eso en todo momento. Todos en la familia intentamos quitarle la idea de la
cabeza, pero, como ya le dije, era terco cómo una mula. A escondidas de mi
mamá, terminó por convencerme y me enseñó todo lo que había aprendido por allá
—nuevamente un tono de lástima abrazó la voz de Fabio. Esta vez fue José quien
llenó las copas y le pasó una—. Gracias, hombre José. —Fabio continuó con su
relato después de beber el trago— María Indignación se fue del pueblo el día en
que enterraron a su papá y nadie supo para dónde, pero mi viejo, cuando
regresó, ya había averiguado que se había ido a vivir a la capital. Y para allá
me fui con él después de que me entrenó. Ella estaba viviendo en un barrio
cerca al centro de la ciudad, vivía sola en una casa pequeña y trabajaba en una
fábrica de ropa. Alquilamos una casa, también pequeña, a dos cuadras de la de
ella. La seguimos y la espiamos durante dos semanas para aprendernos bien su
rutina. A qué hora salía de la casa y a qué hora volvía. A qué hora entraba a
trabajar y a qué hora salía. Qué ruta de bus abordaba y dónde la esperaba. Y
así. Sólo se nos perdía los fines de semana. Se iba desde el sábado en la tarde
y no regresaba hasta el domingo en la noche. Un lunes, a la media noche, mi
papá me despertó diciéndome: “Hoy es, hoy la matamos”. Yo me había contagiado,
además de la obsesión, del odio que sentía mi padre hacia esa mujer. Ese día
ella empezaba turno de noche en la fábrica donde trabajaba. Entraba a trabajar
a las diez de la noche y salía a las siete de la mañana. Estaría llegando a la
casa poco antes de las ocho. Nos vestimos completamente de negro, incluso con
pasamontañas recogidos como gorros, empacamos en un maletín todo lo que
necesitábamos: la sal, el ajo, los machetes, las tijeras, las agujas, los
lazos, la gasolina y los fósforos de madera; esos se los metió mi papá en el
bolsillo. Nos metimos a su casa trepándonos al techo y entrando por el patio,
protegidos por la oscuridad de la noche, casi a las cuatro de la madrugada. Era
una casa muy normal. Yo pensé que iba a encontrar algo así como un altar al
demonio o algo por el estilo, pero no, era una casa como cualquier otra.
Hicimos los preparativos: clavamos la agujas por la cabeza detrás de cada
puerta para que no pudiera salir por ninguna de ellas cuando hubiera entrado,
tiramos cascos de ajo partidos a la mitad en las esquinas de todas las
habitaciones para que no pudiera despegarse de ahí cuando lográramos
arrinconarla, pusimos las tijeras abiertas en cruz debajo de las almohadas de
su cama para que no pudiera acostarse y así no pudiera transformarse en pisca,
por último, para encalambrarla, rociamos sal en el piso por toda la casa, menos
frente a la puerta que daba a la calle para que lograra entrar y cerrarla.
Después, poco pasadas las seis, nos escondimos en el baño, con los machetes,
los lazos y la gasolina. Cuando ella entrara, gritaría de dolor al pisar la sal
y caería al suelo, esa sería la señal para que saliéramos de nuestro escondite.
Casi una hora y media después escuchamos cómo abría el portón. Mi papá me hizo
una señal de silencio poniéndose el dedo en la boca. Agarramos los machetes,
nos bajamos los pasamontañas para taparnos las caras y aguardamos la señal. La
escuchamos saludar a alguien en la calle, seguramente algún vecino dando los
buenos días, luego cerró la puerta y un segundo después gritó y la oímos caer
al suelo. Salimos a la carrera del baño y la encontramos tirada en el piso de
la sala con las piernas recogidas por los calambres, al vernos puso cara de
terror. Se veía tan asustada e indefensa que por un momento dudé en continuar
con esa locura. Intentó arrastrarse hacia la puerta por donde había entrado,
pero mi papá le dio el primer machetazo en uno de los brazos y no logró llegar.
Yo me había quedado paralizado. El grito que pegó esa mujer me heló la sangre.
Mi papá me gritó que le diera el siguiente golpe, pero no pude moverme,
entonces él le hizo dos cortes más, uno en la misma mano y el otro en una
pierna. Había que hacerle tres cortes para debilitarla. No te alcanzás a
imaginar, hombre José, como lloraba esa mujer. Mi papá me sacudió, me dio un
par de cachetadas y me hizo volver en mí. Me ordenó que trajera los lazos y la
gasolina del baño. Fui por ellos y cuando regresé, él la estaba arrastrando de
los pies hacia la mitad de la sala. “A ver Fabio, rápido, amarrémosla” me dijo
estirando los brazos para que le pasara los lazos. Estábamos desenrollándolos
cuando esa verraca se lanzó hacia mi papá, le clavó las uñas en una pierna y lo
mordió. Se quedó aferrada y no se soltaba. El dolor tuvo que ser mucho porque
mi viejo no gritaba por nada y ahí metió un grito casi tan fuerte como el de la
bruja. Yo le iba a dar con el machete, pero mi papá me detuvo porque si le daba
un machetazo más ya serían cuatro y con el número par ella se recuperaba.
“Échele más sal” me dijo. Corrí al baño por ella, saqué el frasco del maletín,
volví y se lo vacié encima, bueno, lo que quedaba. La bruja lo soltó ahí mismo
por los nuevos calambres. Mi papá quedó cojeando y el pantalón quedó empapado
en sangre, pero aun así le tapó la boca a la desgraciada esa llenándosela con
un trapo que no sé de dónde sacó. Ella no dejaba de revolverse en el suelo,
pero logramos amarrarla muy fuertemente. Casi queda totalmente envuelta en las
cuerdas. “La gasolina, la gasolina. Rápido” me dijo mi papá acosándome. Corrí
otra vez al baño por ella y le entregué el bidón a mi papá. Él lo destapó y se
la echó toda. “Échese para atrás” me dijo. Sacó la caja de fósforos del
bolsillo, prendió uno y se lo tiró. Esa mujer se paró envuelta en llamas como
si no estuviera amarrada. Hombre José, esa fue la única vez en la vida que vi a
mi papá con cara de miedo. Yo no sé si fue que la candela quemó de una las
cuerdas, o si esa vieja las hizo desaparecer, pero el hecho fue se levantó, se
sacó el trapo de la boca, empezó insultarnos de qué manera tan tremenda y se
tiró a agarrarnos. Mi papá y yo salimos despavoridos hacia el patio. A él se le
olvidó lo de la pierna, pero pues ¿cómo no?, con ese susto tan verraco. La
bruja me alcanzó a coger del brazo —Fabio se levantó la manga de la camisa y le
mostró a José la vieja cicatriz de la quemadura que le rodeadaba el antebrazo izquierdo
casi a la altura del codo—, pero mi papá la devolvió de una patada. Salimos
corriendo por donde habíamos entrado. Nos trepamos al muro del patio y corrimos
por encima de los techos de las casas hasta llegar a la calle, nos tiramos y
seguimos corriendo como alma que lleva el diablo. Llegamos a la casa donde nos
estábamos quedando. Limpiamos un poco la herida en la pierna de mi papá y la
quemadura en mi brazo, nos vendamos con unos retazos de las sábanas. Recogimos
las cositas que teníamos allá y nos despachamos inmediatamente de vuelta al
pueblo. La casa se quemó completica con la bruja adentro. Eso lo vimos en el periódico
unos días después, cuando ya habíamos regresado acá. Pensamos que ya todo había
quedado ahí, pero no. A mi papá le dio gangrena en la herida de la pierna. Y
eso que tan pronto llegamos al pueblo fuimos al centro de salud. Allá le
hicieron curación y todo. La vaina fue que las heridas no le sanaban, nunca le
cicatrizaron y los médicos no supieron por qué. Hasta que un día, más de un año
después, le dio gangrena y no se la pudieron parar. Se le llevó la pierna de a
pedazos que hubo que amputarle, pero le siguió y le siguió hasta que se lo
llevó del todo. —José lo miraba atónito— Así pues, hombre José, que a su papá y
al mío los mató la misma bruja —terminó Fabio, entregándole otra copa.
—¿Y a mí por qué nadie me
dijo nada? Mi mamá nunca me contó de eso.
—Hombre José, esto es un secreto. Ya le dije que
sólo lo sabía yo. Y ahora también lo sabe usted, y yo sé que no le va a contar
a nadie, porque usted es igual de honesto que su papá. Mi mamá, alma bendita
que en paz descanse —Fabio se persignó—, también se llevó el secreto a la
tumba. Mire hombre José, yo me sé todos los trucos, o al menos la mayoría. Por
eso sé que esas heridas que tiene en las manos no se las hizo trabajando. Esos
son arañazos de bruja. Y sus hijos no están enfermos, ¿verdad que no? —Fabio
hizo una corta pausa escrutando la mirada de su amigo. Luego prosiguió—. Hombre
José, dígame la verdad, cuénteme que fue lo que pasó.
José le contó a Fabio, con lujo de detalles, todo
lo que había sucedido. Terminaron lo que quedaba de la botella de licor. Cuando
se terminó la historia, Fabio se puso de pie y caminó hasta la ventana. Se
quedó allí mirando la calle en silencio, con las manos agarradas detrás la
espalda. José se quedó sentado donde estaba. Pasaron unos largos y silenciosos
segundos.
—¿Qué piensa Fabio?
—preguntó José incómodo por el silencio.
Fabio suspiró.
—Hombre José —dijo al fin—, estoy pensando que no
la espantaron.
—Pero si Inés le mostró los machetes en cruz.
—De pronto se asustó por ver a su señora armada.
No hay nada más peligroso que una madre defendiendo a sus hijos. Pero los
machetes en cruz no sirven para espantarlas. Se ponen detrás de las puertas
para que no entren a la casa. Pero no sirven para espantarlas —repitió. Luego
se volteo y quedó de frente a José—. Hombre José —continuó al ver la cara de
desconcierto de su invitado—, para espantar a una bruja hay que descubrirla,
hay que darse cuenta de quién es. Para eso lo que se hace es regar arroz, para
que amanezca recogiéndolo grano por grano. Ahí se da cuento uno de quién es la
desgraciada esa y entonces ya la puede uno echar de la casa y nunca más vuelve
porque le da vergüenza. Hay otras maneras, pero definitivamente los machetes
no.
—Si no la espantamos, ¿entonces por qué no ha
vuelto?
—A ver, hombre José, si miramos bien el asunto nos
damos cuenta de que, como le dijo la vieja Mercedes, esa verraca los está
visitando es por envidia y no porque esté enamorada de ninguno de ustedes,
porque si así fuera no estaría yendo a la molienda a vomitarle la panela, sino
que se le estaría metiendo a la habitación a usted o alguno de sus muchachos.
Yo creo que se calmó porque después de todo ya les hizo un daño grande
aporreando a Nando y a Tavito.
Vea que usted no ha podido producir lo mismo y se le ve muy desmejorado. No me
quiero ni imaginar cómo estará la pobre Inés.
—¿Cómo así? ¿Entonces va a
volver?
—Yo sí creo, hombre José. Tan pronto como se
recuperen los muchachos y usted pueda volver a producir la misma cantidad que
ha producido siempre, le aseguro que regresa.
—Si usted me enseña los trucos la podemos espantar
cuando vuelva —José habló solicitando ayuda con el tono de la voz.
—Espantarla no le va a servir, hombre José —Fabio
volvió a sentarse—. Porque si la espanta y alguien más se la envió, le va a
mandar a otra, a una peor. Y de nada sirve darse cuenta de quién es la bruja
porque nunca le va decir quien la mandó. Nunca lo dicen. Y si es ella la que
les tiene rabia no se va a dejar espantar. Además, por ahora le está dañando el
producido de la molienda, y se lo va a seguir dañando, pero si usted decide
cambiar de actividad, como sembrar otra cosa, por ejemplo, también va a venir a
dañársela. Sea lo que sea que usted se ponga a hacer, esa bestia no lo va a
dejar pelechar, por el contrario lo va a molestar hasta arruinarlo.
—¿Entonces?
—Entonces, mi querido amigo José —Fabio se inclinó
hacia adelante y apoyó los codos sobre el escritorio—, hay que matarla.
—¡No, Fabio! —respondió el campesino— Yo no me atrevo. Vea lo que pasó,
casi me mata a los muchachos. No, no, no —dijo sacudiendo la cabeza.
—Yo sé hombre José, pero es que esta vez yo le voy
a ayudar —insistió Fabio extendiéndole la mano como para cerrar un trato.
En las semanas siguientes, José siguió redoblando esfuerzos
para mantener la finca a flote y sus hijos avanzaban en su recuperación. No le
contó a Inés los detalles de su encuentro con Fabio Olarte, pues sabía que ella
se negaría rotundamente. La idea, según lo planeó con su ahora cazador de
brujas, era esperar a que la bruja los visitara de nuevo, lo cual debería
suceder cuando la producción volviera a la normalidad y para eso tendría que
contratar trabajadores, a lo que siempre fue reacio, o esperar por la
recuperación total de sus hijos, que fue lo que prefirió. No se necesitó mucho
para que Fabio lo convenciera. Se debatió entre su odio por las brujas, a causa
de la muerte de su padre, y el sentimiento de culpa, por la casi muerte de sus
hijos, pero la posibilidad de que seguir siendo atormentado todas las noches y
la certeza con que le habló Fabio, en quién confiaba, al decirle que la bruja
no descansaría hasta verlo arruinado terminaron por inclinar su decisión a
aceptar la propuesta de su amigo. Sin embargo quedaba la duda: ¿Quién había
enviado la bruja? ¿Quién podía tenerle tanta envidia? No se le ocurría nadie.
¿Sería ella misma la envidiosa? “Tranquilo hombre José, que al final eso
siempre se sabe.” —Le había dicho Fabio—. Por supuesto, José le preguntó cómo.
A lo que Fabio contestó: “Muy rara vez, por no decir nunca, una bruja se mete a
trabajar donde ya hayan matado a otra. Así pues, hombre José, que cuando la
hayamos matado, la persona que se la haya enviado no encontrará otra para
enviarle y muy seguramente saldrá a relucir porque la envidia le empujará a
hacer otras cosas, o lo dejará en paz de una vez por todas. Sea como sea usted
sale ganando.”
Continuará...
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