Adriana, ahora desde su casa, distinguió las
cuatro siluetas dirigirse a la parte baja de la finca. Había llegado el
momento. Entró en el cuarto donde tenía el altar y tomó la foto enmarcada de la
mujer que tenía colgando sobre la mesa.
Besó la fotografía y volvió a colgarla. Se
arrodilló frente al altar y buscó una página en el libro. En el título de la
página se leía “Runa de las Brujas”. Su abuela llegó de inmediato a su memoria.
24 años atrás…
Era su cumpleaños número 15, hacía un par de
semanas había menstruado por primera vez. Era ya una mujer, no una niña. Su
abuela le había preparado una deliciosa torta de chocolate, su favorita. La
celebración se hizo en el salón comunal del barrio, estuvo acompañada por todos
sus amigos y amigas. Era una fiesta sin lujos, pero los vecinos, en eterno
agradecimiento hacia Mita —como cariñosamente llamaban a Carmela, la abuela de
la joven—, habían recogido dinero entre todos para celebrarle el cumpleaños a
la hermosa nieta de la mujer que erradicó las enfermedades del pueblo —algo que
ningún médico había logrado hacer—. A pesar de la austeridad, no faltó nada en
la celebración, hubo torta y bocadillos, cena de arroz con pollo y, para los
adultos, cerveza y aguardiente. La vida de Adriana siempre estuvo llena de
alegría. Su infancia, a pesar de no haber contado con sus padres, estuvo llena
de la tranquilidad y la felicidad que da la inocencia. Al día siguiente, cuando
volvió a su casa después de haber colaborado en el aseo del salón, su abuela la
esperaba con un paquete envuelto en papel de regalo sobre la mesa de la cocina.
—Mita, ¿y eso? —preguntó la joven.
—Es mi regalo para ti —respondió la anciana.
Adriana se abalanzó sobre el paquete y,
emocionada, rompió la envoltura. Dentro de sí, ya sabía lo que era. Al romper
el primer trozo del papel de colores lo reconoció, era el grimorio de su
abuela.
—¡Ay, Mita! —dijo con la voz quebrada por la emoción—. Por fin.
—Ya tuviste tu primera sangre, mijita —repuso la
abuela—. Ya estás lista para empezar a aprender.
—¿Y para saber la verdad?
¿También estoy lista para saber la verdad?
—Mijita, ya te lo he dicho muchas veces: La mejor
manera de vivir en paz es dejar el pasado donde está.
Adriana se obligó a sonreír y a no preguntar más.
Pero la duda no dejaba de crecer en su interior.
Inició su entrenamiento ese mismo día, en la
tarde. Empezó con lecciones básicas: brebajes y emplastes curativos. Luego
aprendió de limpiezas y protecciones. Estaba impaciente por aprender otras
habilidades, habilidades más oscuras, pero Carmela se negó a enseñárselas.
“Aprende la magia blanca y nunca necesitarás de la negra” era lo que le decía
cada vez que le pedía que le enseñara lo que estaba prohibido. Amaba a su
abuela más que a nada en el mundo, y nunca se atrevió a llevarle la contraria.
Aunque en el grimorio de su abuela, ahora suyo, estaban ambas magias, ella
nunca osó intentar la negra. No pasaba más allá de ojearlas. Algo le decía que
llegaría el momento, el día en que podría aprenderlas. Ese momento llegó el día
en que murió Carmela, cuando Adriana tenía 30 años. Su abuela murió de una
falla cardio-respiratoria en un hospital de la capital. Se habían ido a vivir a
la ciudad, precisamente para atender mejor la salud de la anciana, pues sus
tratamientos “caseros” no servían de nada cuando eran el tiempo y la edad los
que cobraban. La hermosa niña se había convertido ya en una hermosa y exitosa mujer,
deseada y respetada por muchos, y odiada y envidada por otros. Su fortuna, que
con mucho esfuerzo había creado, estaba entre las más grandes de la ciudad; y
por eso pudo pagar el mejor de los tratamientos médicos. Cuando al fin su
abuela dejó este mundo, Adriana, aunque triste, se sintió aliviada y sin culpa
porque sabía que no hubo nada más que pudiera haber hecho. Se encargó de
Carmela con todo el amor que le tenía y nunca escatimó en afectos y atenciones
para con ella. Guardó el luto pacientemente, honrando y respetando la memoria
de la mujer que lo fue todo en su vida. Nunca aceptó el amor de ningún hombre
ni le entregó su corazón a nadie a pesar de la incontable cantidad de pretendientes
que se maravillaban no sólo por su sorprendente hermosura sino también por su cálida
personalidad. Su objetivo, desde que recordaba, era otro; y el amor no encajaba
en él.
Cuando terminó su luto por Carmela, Adriana se
dedicó a estudiar las páginas prohibidas del grimorio. Aprendió de las artes
oscuras y se reunió con brujas de la magia negra para entrenarse. Sin mayor
esfuerzo llegó muy pronto a dominar las transformaciones, el vuelo y la
nigromancia. Y fue con esta última, con la habilidad de comunicarse con los
muertos, que logró descubrir la verdad. No fue fácil, pero al final encontró lo
que buscaba: en medio del trance de una sesión, mientras sostenía un mechón de
cabello negro en las manos, logró presenciar una escena en la que dos hombres,
vestidos de negro y con las caras cubiertas con pasamontañas, atacaban a una
mujer dentro de su casa. La atacaron con machetes, la amarraron, la rociaron
con gasolina y le prendieron fuego. En medio de su defensa, la mujer alcanzó a
morder en una pierna a uno de sus atacantes. Era más que seguro que ese hombre
tendría que estar ya muerto porque nada puede curar una mordedura de bruja. Al
otro perpetrador alcanzó a quemarlo en un brazo cuando la incendiaron. Esa
escena le aclaró lo que debía buscar, o mejor a quién debía buscar. Antes de
eso lo único que tenía era el nombre de un pueblo y el apellido de una familia:
Restrepo.
Una tarde, antes de cumplir los quince años,
encontró sin querer una pequeña caja de cartón que su abuela había dejado
descubierta en el armario sin darse cuenta. Adriana la abrió y encontró un
mechón de cabello negro y varias fotografías, al parecer antiguas, porque no
estaban a color. Vio todas las fotos, una a una; una hermosa mujer aparecía en
ellas. Tenía unos rasgos muy parecidos a los suyos. Aparecía en la plaza
principal de algún pueblo que no lograba reconocer, pero definitivamente no era
el mismo donde vivía en ese momento con Carmela. En el fondo de varias fotos
podía verse la iglesia del pueblo, los árboles del parque y caballos cargados
con costales blancos en sus lomos, apostados frente a una gran casa de dos
plantas que tenía sobre la puerta un letrero que decía “Granero Olarte”.
Intentó, pero no reconoció nada. Había otra foto, donde también estaba aquella
mujer, pero no en el pueblo, esa imagen parecía tomada en un estudio
fotográfico y era a color. Era un plano medio, desde mitad del brazo hacia
arriba; estaba parada no de frente ni de lado, sino en un punto medio, pero con
la cara hacia la cámara. Sonreía suavemente. La observó con detalle durante
varios minutos y creía estar mirándose al espejo. Era la misma foto que años
más tarde mandaría a ampliar y a enmarcar, y que colgaría encima del altar. La
última foto, sin embargo, era diferente. No era de la mujer sino de un hombre.
Un campesino, seguramente, por su vestimenta con botas de caucho, machete al
cinto, camisa abierta a medio pecho y sombrero aguadeño. Era un hombre muy
apuesto, pero tampoco lo conocía. Quien quiera que fuese, no era su padre. Su
otra abuela, la única vez que la vio en su vida, le había mostrado fotos de él —un
hombre de físico muy diferente y que nunca se preocupó de participar en su vida—.
Los bordes de la foto que veía en ese momento, la foto del hombre que había
encontrado en la caja de cartón, estaban gastados y no se distinguían claramente,
como si los hubiesen tocado muchas veces, y no lograba leer bien lo que estaba
escrito con lápiz en la esquina inferior izquierda del papel. En la primera
línea pudo leer “María I. Ramírez”, debajo de aquel nombre estaba dibujado un
corazón, y debajo de éste había una palabra borrada, un nombre, que no logró
leer, pero enseguida había un apellido: “Restrepo”. Estaba tan embelesada
observando las imágenes que no se dio cuenta cuando su abuela entró en la
habitación y la sorprendió con las fotografías en las manos.
—¡Nana! —dijo Carmela—. ¿Qué estás haciendo?
Adriana dio un salto por el susto.
—¿De dónde sacaste eso? —preguntó arrebatando las fotos y el mechón de las manos de
la niña— ¿Qué haces metida en mis cosas?
—Lo siento, Mita, estaba buscando tus zapatos
rotos para que don Leo los arreglara —se disculpó la niña.
—Pues ahí están —dijo la anciana señalando un par
de zapatos viejos colgando de la puerta del armario—. No tenías porque destapar
esta caja —le reclamó mientras ponía de nuevo las fotos y el mechón de cabello
dentro de la caja de cartón.
—Perdón, Mita. Lo siento —Adriana volvió a
disculparse, esta vez bajando la cabeza y poniendo sus manos detrás de la
espalda—. Es ella, ¿verdad?
Carmela no respondió, pero no hacía falta. Su
parecido físico con la mujer de las fotos era innegable.
—¿Quién es el hombre de
la foto?
Carmela seguía en silencio mientras terminaba de
devolver la caja a su lugar y cerraba el armario, esta vez con llave.
—Mita —Adriana empezó a llorar—, ¿porqué nunca me
has contado nada? Yo tengo derecho a saber.
Carmela, como siempre, no pudo evitar conmoverse
con el llanto de su nieta.
—Aún eres muy joven para entenderlo —le dijo a la
niña mientras la abrazaba y consolaba su llanto—. La mejor manera de vivir en
paz es dejar el pasado donde está. Además, tu vida está a punto de cambiar.
—¿Qué quieres decir?
—Pronto serás mujer. Falta poco para que sangres
por primera vez, y entonces…
—¿Entonces me lo contarás?
—peguntó Adriana interrumpiendo a su abuela.
—No —respondió Carmela con una sonrisa—. Entonces
empezaré a prepararte para que nunca
necesites saberlo.
Como siempre, Adriana acató las palabras de su
abuela. Pero su inquietud nunca se calmó. A pesar de haber sido feliz toda su
vida, dentro de ella siempre hubo un atisbo de soledad que no la dejaba
sentirse tranquila. Esa sensación creció poco a poco haciéndose más fuerte a
medida que se acercaba su primera ovulación. En las semanas antes de su primer
periodo menstrual una mujer empezó a parecerse en sus sueños. Tenía el rostro
de aquella que la visitaba los fines de semana cuando era apenas un bebé. Un
rostro desgastado por la memoria que se borra. No lograba recordar sus
facciones, pero sabía que era ella, sabía que era la mujer de las fotos.
Continuará...
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