El tiempo pasó sin mayores novedades. Gustavo y
Fernando estaban ya completamente recuperados. Las labores de la finca se
realizaban nuevamente en su totalidad y la producción de panela volvió a ser
igual que antes. La familia no volvió a hablar de lo sucedido. Todos confiaban
en que se habían librado de aquel mal, excepto José, quien sufría la interrogación de Fabio cada vez que iba al granero.
—¿Nada aún, hombre José?
—No. Gracias a Dios. Todo va lo más de bien
—respondió José—. Y mejor así. Yo creo que no va a pasar nada más.
—Pues ojalá, hombre José. Pero sería muy extraño.
Aun así, avíseme si pasa cualquier cosa rara, por pequeña que sea. Éste es el
primer viaje entero de panela que hace desde ese día. Yo creo que no tarda en
aparecer.
—Ojalá que no. De todas formas, le agradezco mucho
la intención y la paciencia con lo de la panela.
—Hombre José, ya le dije que mi familia siempre
estará en deuda con la suya.
Fabio tenía razón. Pasaron sólo dos días más, de
producción a total capacidad, cuando José, quien había tomado la costumbre de
revisar el mismo la panela en las mañanas relevando a Marina, antes de salir al
campo, encontró la putrefacta regurgitación cubriendo todo el producido. Su
tranquilidad se esfumó y volvió a sentir la ira y el miedo del último encuentro
con aquel ser maligno. Subió de nuevo a la casa, donde sus hijos terminaban de
alistarse para salir a trabajar con él e Inés se apuraba recogiendo los trastos
sucios del desayuno. Todos notaron el gesto preocupado en la cara del hombre.
—¿Qué pasó mijo?
—preguntó su esposa.
—Hoy no vamos a salir —respondió muy serio—. Ya
volvió la bruja.
El miedo se dibujo al instante en las caras de
toda la familia e Inés dejó caer los platos y pocillos que tenía en la mano. El
ruido de las porcelanas al quebrarse alertó a Claudia y a Marina, que aún
estaban en su habitación.
—Pónganse todos a limpiar —ordenó—. Yo regreso más
tarde.
—¿Cómo así, mijo? ¿Para
dónde va?
—Tengo que ir al pueblo —respondió secamente.
—Pero mijo… —Inés calló al ver otra vez aquella
mirada en los ojos de su esposo.
José subió a la camioneta, una Ford 250 modelo
1954 de color verde oscuro que había comprado el año pasado en una promoción de
últimos modelos de una concesionaria en la capital para cambiar la anterior que
estaba ya muy desgastada. La usaba solamente los sábados para llevar la panela
al granero de Fabio, y en una que otra ocasión especial. Ésta era una ocasión
de esas.
Fabio se sorprendió al ver la camioneta verde oscuro
parquear en una de las plazas frente a su local. Ver a José Restrepo en el
pueblo un día diferente del sábado, y bajo las circunstancias actuales, sólo
podía significar una cosa.
—Buenos días Fabio —saludó José.
—¿Ya?
José asintió con la cabeza.
—Hombre José, vamos arriba, a la oficina —dijo
Fabio haciendo al mismo tiempo señas a uno de sus empleados para que se quedara
a cargo del granero.
—Fabio —habló José cuando se encontraban sentados
al escritorio—, ¿usted me asegura que a ninguno de los muchachos les va a pasar
nada?
—No les va a pasar nada, hombre José. Porque ellos
no van a hacer nada. Ese trabajito lo vamos a hacer usted y yo nada más. ¿Usted
le ha contado algo a Inés?
—No, Fabio. Tal y como quedamos, no le he contado
a nadie.
—Bien. Y mejor que no le diga nada, hombre José.
Que se dé cuenta en el último momento. Así se evita la cantaleta. Hablemos del
plan.
Era casi medio día cuando José inició el regresó a
la finca. Al acercarse a su casa, desde lo lejos, pudo ver la columna de humo
indicándole que estaban quemando la panela dañada. La primera parte del plan
era no parar la producción de la molienda. Al terminar la tarde, Fabio llegaría
con los elementos necesarios para la cacería de la noche. Al llegar a la casa,
toda la familia se encontraba almorzando y salió a su encuentro cuando oyeron
el motor de la camioneta. El saludo fue una retahíla de preguntas, a las que
hizo caso omiso y se dirigió al comedor. Al verlo sentado, Inés se apuró a
servirle el almuerzo, mientras los demás regresaron a la mesa en silencio.
—¿Dónde estaba, mijo?
—preguntó Inés mientras le ponía el plato en frente.
—En el pueblo. ¿Ya está todo limpio?
—Sí, señor —respondieron Fernando y Gustavo.
—Mijo, ¿qué se fue a hacer al pueblo? —insistió
Inés.
—Después sabrán —respondió con tono seco—. Después
de almorzar se alistan que vamos a hacer la producción de hoy.
Previendo la reacción de su esposa, la miró antes
de que pudiera pronunciar palabra. Inés reconoció la mirada que le ordenaba no
retar su autoridad y se detuvo, pero sólo por un segundo.
—¡Ah, no! —dijo Inés, alzando la voz—. No nos vamos a poner en esas otra
vez. Mire lo que…
—¡Inés! —gritó José, al
tiempo que se levantaba de la silla y golpeaba la mesa con los puños haciendo
saltar todo los trastos que había encima.
Un vaso se volteó derramando el jugo de tomate de
árbol que contenía. Los cuatro hijos y la abuela también se pusieron de pie, de
un salto, para esquivar el derrame y por el susto de ver que por primera vez José
e Inés se gritaban entre sí.
—¡Pero, mijo! Entienda
que…
—¡Inés! —gritó José más
fuerte. Y le dio una mirada diferente. Esta vez era una mirada de ira que nunca
nadie en la familia le había visto.
Inés calló. Todos quedaron pálidos del susto.
Incluso la vieja Mercedes. Nunca habían visto a su amoroso padre, yerno y
esposo hablar en ese tono ni golpear la mesa ni, mucho menos, poner ese gesto.
Marina, más impactada que los demás, empezó a llorar. El llanto de la niña los
hizo reaccionar a todos y volver al momento. La pareja de esposos se acercó a
la pequeña y se agacharon para abrazarla y calmarla. También José se sintió
mal; no pudo evitar el sentimiento de culpa por actuar de esa manera. Era un
hombre recio y firme, sí, pero nunca se excedía de palabra ni de acción. Era un
hombre que sabía impartir disciplina con amor y por eso nunca tuvo la
necesidad, y menos el deseo, de usar gritos ni violencia de ninguna manera con
su familia. Se sintió en la obligación de pedir disculpas y de explicarles
todo.
En la finca vecina, atareada en la cocina, Adriana
esbozó una sonrisa cuando escuchó, a lo lejos, el grito de José. Pudo
distinguir la ira del hombre. Unos minutos después, una voz la sorprendió
saludándola desde fuera de la casa.
—¡Buenas tardes!
Adriana salió asustada de la cocina. Frente a la
casa había dos hombres y una mujer a caballo. Al verla, los dos hombres
quedaron maravillados con la hermosa mujer, quien, a pesar de estar vestida
como campesina y no estar maquillada, como acostumbraba en la ciudad, seguía
conservando su garbo y belleza.
—Buenas tardes —respondió cordialmente al saludo.
—Buenas tardes —repitieron los inesperados visitantes,
mientras se apeaban de sus monturas.
—¿Cómo le va? —dijo uno
de ellos, y siguió hablando sin dar tiempo a responder—. Mucho gusto. Mi nombre
es Marcos Zapata, presidente de la junta de acción comunal de la vereda —el
hombre estiró la mano para saludar.
—Mucho gusto. Yo soy Adriana —respondió al saludo,
y les estrecho la mano a los tres.
—Ésta es mi esposa, Alicia, y éste es mi hijo,
Andrés. —Los tres sonreían amablemente.
—¿En qué puedo ayudarlos?
—Bueno, nosotros sólo veníamos a presentarnos y a
conocerlos.
—¿A conocernos? —preguntó
Adriana con desconcierto.
—A usted y a su familia.
—¿Mi familia?... Ah, sí,
claro —dijo Adriana al fin, cayendo en la cuenta.
—¿Están en casa?
—preguntó Marcos.
—Eh… No, no están. Están en la capital —mintió
Adriana.
—¿Es usted la esposa del
señor Gonzalo Gutiérrez?
—Sí, claro soy yo —continuó Adriana con la mentira,
ocultando la sorpresa de escuchar el nombre de su abogado.
—Ah, bueno. Ya lo conoceremos después. Le pedimos
disculpas por venir a la hora del almuerzo, pero es a esta hora cuando toda la
familia está reunida y pensamos que podríamos conocerlos a todos. ¿Cuándo
regresan?
Adriana supo que las preguntas continuarían, así
que acompañó la respuesta con su sonrisa hipnotizadora.
—No vendrán por ahora. Por el momento soy yo quien
está organizando un poco la casa. He estado yendo y viniendo por días. ¿Desean
pasar y tomar un café?
—Claro que sí —respondió Marcos, quien fue
inmediatamente interrumpido por su esposa.
—No, doña Adriana. Muchas gracias —dijo Alicia, en
quien la sonrisa no había causado el mismo efecto que en los hombres—. Nosotros
sólo veníamos a saludar y a avisarle de la visita del alcalde.
—¿Visita del alcalde?
—Sí, doña Adriana —habló Marcos para explicarle—.
Verá, apenas ayer nos enteramos de que esta propiedad había sido vendida. El
dueño anterior, don Diego, estuvo ofreciéndola durante casi dos años sin poder
venderla. Incluso le rebajó mucho el precio. Pero usted, bueno, su esposo pagó
casi cuatro veces el valor real. Comprenderá usted que una inversión de ese
tamaño demuestra que tienen ustedes mucho interés en esta tierra. Así que el
Doctor Álvaro Martínez, el alcalde, quiere venir a saludarlos personalmente y a
comentarles los planes de desarrollo que tiene para la vereda.
—Mmm… Pues yo de eso no
entiendo nada —dijo Adriana, fingiendo ignorancia— pero le diré a mi marido que
vaya a hablar con el alcalde cuando venga. No lo molestemos haciéndolo venir hasta
acá.
—Tranquila, de todas formas el Doctor Martínez
estará visitando algunas obras de la vereda y no le costará nada venir a
conocerla. Además, siempre da mucho gusto conocer a personas tan amables como
usted —Marcos no disimuló el tono coqueto.
—Hmm, hmm —Alicia carraspeó reprimiendo a su esposo.
—Bueno, ya nos vamos —terminó Marcos—. Ha sido un
placer conocerla, doña Adriana.
Luego de despedirse, los visitantes volvieron a
sus monturas y salieron a paso lento de la propiedad por la puerta del cercado
que conducía a la carretera, por donde habían llegado. Tanto el padre como el
hijo dieron furtivas miradas hacia atrás para apreciar de nuevo a aquella
hermosa mujer. Alicia, notándolos, les reprimió con un regaño.
—¡Ay, mamá! No se puede
negar que es muy bonita —apuntó Andrés, rechazando la reprenda de su madre—.
¿Verdad que sí, papá?
—Sí, mucho —respondió Marcos—. Pero no es eso
—aclaró al ver nuevamente el gesto de reproche en la cara de Alicia—, es que se
me parece a alguien.
—Mínimo es una de tantas ex-novias suyas —espetó
la mujer con ironía y sarcasmo.
—¡Ay, mujer. Por Dios! Deja ya la bobada. A esa señora se le nota que no tiene
más de 40 años y yo ya tengo 62. Es una niña para mí. Pero a alguien me
recuerda. No sé a quién, pero esa cara se me hace conocida.
—Pues esa mujer de por acá no es. Y dudo mucho que
sea del campo. Esa señora debe ser de la ciudad. Una en el campo no logra
mantener una piel tan delicada y unos rasgos tan bonitos —Alicia se había
fijado en detalles que para los hombres pasaron desapercibidos—. ¿Le vieron las
manos? Con sus uñas largas y bien arregladas. Y ese cabello, que parece como de
modelo de revista. A mí me parece muy rara esa mujer. Además, esa sonrisita no
me gustó para nada, una mujer decente no le sonríe a los extraños.
—Mamá, ya va a empezar con sus bobadas —reaccionó
Andrés.
—Bobadas no. Ustedes saben que yo tengo muy buen
ojo para la gente rara.
Entre discusiones familiares de bajo tono, los integrantes
de la familia Zapata se alejaron mientras Adriana los observaba, sosteniendo la
sonrisa, sin saber lo que decían. Cuando los perdió de vista apretó los dientes
con rabia, preguntándose si habría sido Gutiérrez el imprudente, o tal vez el
notario. Incluso pudo haber sido Diego, el propietario anterior. Descartó al
último de inmediato. Una de las condiciones al ofrecer tan alto pago era un
mutismo total sobre la negociación. En cuanto a Gutiérrez, era su hombre de
confianza, nunca le había fallado y estaba segura de que se necesitaba mucho
para sacarle cualquier dato aunque no fuera privado. Así que tuvo que haber
sido el notario. Ya se arreglaría con él cuando terminara su cometido actual.
Continuará...
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