—Disculpe, caballero.
El hombre volteó a mirar. No
había escuchado al joven acercarse. Juan, uno de los meseros del restaurante,
estaba parado detrás de él, a su derecha, con una chaqueta deportiva en la
mano.
—Hmm… Hmm… —Juan carraspeó para
aclarar su garganta—. Está empezando a hacer frío y me preguntaba si querría
usar mi chaqueta.
—Es muy amable de tu parte.
Claro que sí —respondió el anciano con una amable sonrisa.
Juan le entregó la chaqueta y
se encaminó de nuevo hacía dentro del restaurante. Caminó sólo un par de pasos
y se detuvo.Dio media vuelta y volvió al anciano, quien se estaba acomodando
la prenda sobre la espalda y los hombros. Su curiosidad lo empujaba. Hacía más
de dos meses que aquel hombre iba todas las tardes al restaurante. Llegaba
siempre unos minutos antes de empezar el ocaso y se sentaba en la terraza, en
la mesa más cercana del borde, desde donde podía observar sin obstáculos al sol
esconderse detrás de la cordillera. Nunca cenaba, sólo pedía algo de beber,
algo distinto todos los días. Ya le había dado varias vueltas a todas las
bebidas de la carta; a todas, menos a las alcohólicas. Esa tarde había pedido
un cappuccino. Se quedaba hasta que caía la noche sin dejar de observar
el atardecer y entonces se iba, dejando siempre sobre la mesa el pago por la
bebida y una abundante propina; ridículamente grande a decir verdad, pues la
costumbre dicta dejar como propina el diez por ciento de lo consumido, pero
aquel anciano dejaba siempre, como mínimo, cinco veces más del valor de lo que
consumía. La segunda vez que fue al restaurante, Juan, con su acostumbrada
honestidad, le advirtió que había dejado demasiado dinero el día anterior e
intentó devolvérselo, pero el anciano se negó a recibirlo y le explicó que esa
era la propina. Nadie hacía eso; incluso, muchos de los clientes, personas muy
adineradas, ni siquiera dejaban un quinto. ¿Por qué éste hombre sí? ¿Y en
semejante cantidad?
—Disculpe, no pretendo molestarlo,
pero… —no se atrevía a preguntar directamente— ¿desea algo de comer?
El anciano lo miró de nuevo
con un enorme gesto de amabilidad en su cara.
—No, muchas gracias. Sólo el cappuccino
está bien —respondió sonriendo.
—Usted no es de por acá, ¿verdad?
—No. Soy de muy lejos. De la
capital. Hace un par de meses que llegué al pueblo.
El tono amable en la voz del
anciano suavizó la timidez del mesero.
—¿Y vive cerca?
—La verdad no. Vivo al otro
lado, cerca a la entrada del pueblo.
—¡Caramba! Eso está muy retirado,
¿Trabaja en alguna empresa de los alrededores, entonces? —Juan no se animaba
aún a hacer la pregunta que quería.
—Tampoco —respondió el anciano
sonriendo de nuevo—, trabajo en mi casa.
—¿A qué se dedica?
—Escribo.
—¿En serio? ¿Cómo libros y
novelas y cosas así?
—Sí, cosas así. ¿Tú lees?
Juan se avergonzó; la lectura
no era una de sus actividades favoritas y nunca le había importado mucho, pero
estar frente a un escritor que le preguntaba si acostumbraba leer le hizo sentirse
fuera de lugar. El anciano se percató de la sensación de su interlocutor y
esbozó una nueva sonrisa, esta vez tierna y paternal.
—No te preocupes. Leer no es
una obligación ni una necesidad. Es algo que a algunas personas les gusta y a
otras no.
—Lo siento, es que yo…
—No te disculpes —le
interrumpió— no tienes que hacerlo. No has hecho nada malo. Basta con que seas
una persona de buenos sentimientos, y pareces serlo.
La sonrisa, la mirada, el tono
de la voz y el gesto amable de aquel hombre despertaron un calor fraternal
dentro de Juan.
—Entonces —continuó Juan,
escapando de su embarazo— ¿viene aquí a inspirarse?
—Podría decirse que sí. Vengo
aquí a recordar.
—¿A recordar?
El viejo asintió con la cabeza.
—¿A recordar qué?
—Mi más grande inspiración.
Ahora, en la cara de Juan se
adivinaba un gesto de incomprensión. El hombre, notándolo, sonrió de nuevo.
—Mira allí —dijo, señalando con
un dedo el horizonte, donde las nubes se teñían ya con los tonos rojizos, naranjas
y amarillos del atardecer—. ¿Ves las nubes pintadas de rojo?
—Ajá —respondió el mesero.
—De ese color era su cabello:
rojo como los atardeceres del verano. A veces como los del otoño. A veces como
los frutos del manzano y a veces como las hojas del arce, también en otoño,
cuando caen. Pero siempre rojo. No era su color natural, pero qué bien le
quedaba. Jamás se lo vi de otro color y no podría siquiera imaginarlo de manera
diferente. Y era suave y sedoso; acariciarlo era como acariciar el aire, estoy
seguro de que sería como tocar el cabello de un ángel o de una diosa griega. Y
su aroma —aspiró profundamente—. ¡Oh, su aroma! En las noches, al abrazarla,
escondía mi nariz ente sus mechones colorados, cerraba mis ojos y aspiraba tan
profundamente como podía, llenando mis pulmones con ese olor, aunque, te
confieso, creo que, en realidad, lo que inundaba era mi alma. Ese aroma me
ayudaba a dormir y me hacía soñar. No sé decirte a qué olía, no puedo
describirlo porque jamás he olido nada igual, ni siquiera remotamente parecido.
Era su aroma propio, su olor. Olía a… a Ella.
Embelesado por aquellas
palabras y por el ritmo con que el viejo las pronunciaba, Juan no se atrevió a
interrumpirlo. Se arriesgó a seguir allí, escuchándolo, dejando que sus
compañeros se las arreglaran en el restaurante sin él.
—¿Ves como donde termina el
rojo hay un leve tono miel antes de volverse naranja? —preguntó el hombre,
señalando de nuevo las nubes.
Juan, sin darse cuenta, había
movido una silla y estaba ahora sentado junto al anciano. Miró lo que le señalaba.
—Ahí están sus ojos. Eran de
color café, pero se volvían miel cada vez que sonreía. Y el café se oscurecía
cuando se enfadaba, oscuro como el café que tomaba en las mañanas. Esos ojos
profundos y expresivos. Esos ojos dicientes e hipnotizadores. Capaces de tantas
miradas. Capaces de enamorarme con un pestañeo. Siempre me miró con los mismos
ojos; con diferentes miradas, sí, pero siempre con los mismos ojos. Ojos que
cambiaban de forma haciéndose redondos y grandes cuando se enfadaba, pero
también pequeños y apasionados cuando hacíamos el amor. Y se cerraban
pareciendo chinos cuando las comisuras de sus labios le empujaban las mejillas
hacía arriba al sonreír. ¡Ay, Dios! ¡Qué sonrisa! Era música. Su voz, toda, era
una canción y su sonrisa era el coro que me encantaba repetir. Me encantaba
escucharla hablar. Me hubiese gustado haber sido músico para llenar partituras
con fusas y semifusas, con corcheas y semicorcheas, con redondas, negras y
blancas creando una sinfonía con el sonido de su voz en clave de sol.
El viento soplaba ya frío, pero
Juan, con su camisa blanca de manga corta, sólo sentía el calor de las palabras,
que más que habladas, parecían recitadas.
—Mira la silueta de las
montañas —continuó el anciano—. Esa es la silueta de un cuerpo, de su cuerpo. El
cuerpo que amé tantas veces. El cuerpo que me despertaba la libido con sólo
saberlo cerca. El cuerpo que dibujé con mis dedos, en la oscuridad y a plena
luz, en el día y en la noche. El cuerpo que a pesar de satisfacerme siempre me
dejaba con ganas de más. El cuerpo que estaba envuelto en aquella piel de la
que no podré nunca quitarme el sabor de la boca. Esa piel, que es lo más agradable
que estas manos han palpado, lo más sublime que mi propia piel ha tocado. La
piel de la que terminé enviciado por devorarla tantas veces. La piel que ningún
otro cuerpo puede llegar a tener. Y, si te fijas, verás que las últimas nubes
son amarillas. Amarillas como los pétalos de los girasoles. De los girasoles
que yo le regalaba porque era el sol que iluminaba mi mundo. Y también fue la
luna que adornaba mis noches.
Volteó a mirar al mesero que lo
observaba hipnotizado, y leyó el nombre en la placa metálica que tenía prendida
en el pecho de la camisa: “Juan S.”
—Así pues, amigo Juan —le habló
al mesero, poniéndole una mano en el hombro—, que vengo aquí todas las tardes
para poder verla de nuevo.
El joven, saliendo de su
asombro por aquella declamación, se tomó unos segundos para reunir fuerzas y
poder pronunciar palabra.
—Nunca había escuchado algo
así.
El anciano, de nuevo, sonrió,
pero esta vez con melancolía.
—Disculpe que le pregunte,
pero, ¿hace cuánto que murió?
—Oh, Juan. Ella no está muerta.
Simplemente no está conmigo.
—¿Por qué no?
—Porque el amor, mi joven
amigo, no es un sentimiento. Es un ser viviente, que puede morir si no se cuida
como es debido. Y yo no cuidé el de ella, a pesar de que ella siempre cuidó el
mío.
El caballero se puso de pie y
dejó sobre la mesa la chaqueta, el dinero para pagar el cappuccino y la propina más
grande de todas. Se despidió de Juan agradeciéndole por la compañía y la
charla, pero Juan apenas pudo responderle con un gesto de la mano. Estaba
absorto en las palabras que acababa de escuchar. Vio al anciano atravesar el
salón del restaurante, subir a su automóvil y marcharse. Necesitó de unos
segundos más para reaccionar. Al fin se puso de pie y fue hasta la barra del
bar.
—¿Y? —preguntó el barman.
—¿Y qué? —respondió Juan, aún
con gesto pensativo.
—¿Porqué deja esas propinas?
—No sé.
—¿Cómo que no sabes? ¿Entonces
de qué hablaron todo este rato? ¿Qué te dijo? —preguntó el barman, exigiendo
respuestas con el tono de su voz.
—La solución a mi problema —respondió
Juan. Esta vez era él quien sonreía.
—¿La solución a tu problema?
—en la cara del barman podía verse que no entendía lo que su compañero decía.
Juan, sin dejar de sonreír, se
acercó a una de las mesas que estaban vacías y tomó una rosa roja del arreglo
floral que la adornaba. Caminó, con paso seguro, y entró en la cocina. Pasó en
medio del ajetreo de cocineros y ayudantes hasta llegar al lavaplatos dónde
estaba María, atareada con el lavado de la loza. Ella, que lo vio desde que
entró, se paró de frente a él y se asombró al ver la flor que traía en la mano.
—¿Qué te pasa? —le preguntó
extrañada.
—Que por fin he entendido que
jamás puedo olvidarme ni dejar que te olvides de lo mucho que nos amamos
—respondió entregándole la rosa. En la cara de María se veía la sorpresa.
Entonces Juan tomó a su esposa
en sus brazos y le dio el primer beso que recordarían durante toda su vida.
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