viernes, 18 de abril de 2014

El Paquete Amarillo

Tenía que parar. Sentía como si su corazón fuera a explotar en cualquier momento y sus piernas le ardían tanto que sólo podía comparar el ardor con el que sintió un día cuando en medio de un descuidó metió su mano en un sartén con aceite hirviendo donde su madre hacía frituras para vender en la plaza de mercado y que él tumbó al suelo cuando brincó del dolor, pero la quemadura en la mano no le dolió tanto como los correazos que le impartió su progenitora y que le marcaron los glúteos, la espalda y la parte anterior de los muslos; así le ardían las piernas. En medio de la carrera volteó a mirar hacia atrás
y los distinguió entre la multitud como también distinguió los maderos negros en sus manos, uno de ellos casi le alcanzó la cabeza cuando inició su huída tres cuadras atrás. Estaban casi a media cuadra de distancia, al menos tres de ellos, al cuarto no lo vio y eso lo asustó más. Sin importar el ardor en las piernas ni la falta de oxígeno ni el  latir sobrehumano de su corazón, tenía que seguir corriendo. Continuó, abriéndose paso entre la gente, gritando y empujando. Apretaba fuertemente el paquete de color amarillo que llevaba bajo su brazo izquierdo; sabía que si lo soltaba, que si ellos lo veían arrojarlo al suelo, no lo perseguirían más y podría descansar. Lo sabía, pero nunca lo consideró como una opción. Desde que tomó la decisión de embarcarse en esta locura también tomó la decisión de cumplirla a cabalidad sin importar nada.
La calle estaba llena de gente, pero no lo suficiente como para perdérseles a sus persecutores. Las personas se asustaban al verlo correr, pero se asustaban más cuando veían quienes lo perseguían. Algunos le arrojaban algún insulto cuando los empujaba para abrirse paso. Otros, cuando lo veían venir, se hacían a un lado. Vio que un río de gente salía de una gran puerta e inundaba aún más la acera y la calle. El instinto lo puso en esa dirección y a punta de estrujones se metió entre la multitud buscando camino hacía dentro del teatro. Allí se agachó detrás del anuncio que avisaba la obra que se presentaba en el momento. Debía ser muy exitosa a juzgar por la cantidad de gente que estaba saliendo de la función que acababa de terminar. Asomando un poco la cabeza por un lado podía ver a través de los cristales de la puerta, la estampida de gente le bloqueaba la visión, pero estuvo atento por si veía a alguno de los uniformados. Respiraba tan agitadamente que se sentía a punto de un paro respiratorio. Las palpitaciones del corazón las sentía en las sienes. El sudor, que le corría a cántaros, le tenía empapada la camiseta y algunas gotas rodaron por su frente y se le metieron en los ojos provocándole escozor y nublándole la visión. Revisó el paquete para verificar que no se hubiese abierto y que no se hubiese perdido algo de su contenido. Se veía intacto. En cuestión de segundos se vació la puerta por donde había ingresado, sólo unos pocos visitantes quedaban caminando hacia afuera. Asomándose nuevamente, con cautela, los vio aparecer mientras el gentío se disipaba. Parecían tan o más cansados que él. Miraban hacia un lado y hacia el otro buscándolo mientras agitaban sus macanas en el aire ordenándole a la gente que abrieran espacio. Sus piernas, mientras permanecía acurrucado, empezaron a temblarle, sólo en ese momento se dio cuenta de que le había pedido a su cuerpo más de lo que podía dar. Empezó a ver manchas negras que aparecían y desaparecían mientras todo empezaba a darle vueltas al ritmo de las pulsaciones en las sienes que ahora sentía como cuchilladas en su cabeza. Estaba perdiendo el sentido.
Se encontró asomado a la ventana de su antigua casa, en la que vivió desde que tiene memoria y hasta los siete años de edad, en ese momento tenía cinco y veía como tres policías, en la calle, tenían contra la pared a un chico de no más de 14 o 15 años. Su rostro, bañado en sangre, le era completamente familiar, sabía quién era: El Bravo. Su verdadero nombre era Alejandro, su apellido no lo recordaba, porque allí eran más importantes los apodos que hablan de las hazañas y no los apellidos que hablan de la genealogía; a su abuelo varías veces le escuchó decir: “cuando eres rico el apellido sirve de mucho, pero cuando eres pobre no vale una mierda”. El Bravo se llamaba así porque desde muy pequeño mostró que no le tenía miedo a nada y siguió sin tenerlo incluso después de quedar condenado a una silla de ruedas luego de esa golpiza que él estaba presenciando desde su ventana y que dejó al adolescente con tres vertebras rotas que alcanzaron a lastimar uno de las nervios que corre por la columna vertebral. Los agentes le reclamaban porque hacía varios días no les pasaba la cuota de la venta de cachos y baretos —cómo se les dice a los cigarrillos de marihuana en tantas partes— y se había estado escondiendo de ellos. Se escondía para no pagarles porque necesitaba el dinero para comprar urgentemente una nueva medicina que su madre necesitaba, irónicamente, para volver a caminar. Las macanas caían fuertemente sobre El Bravo y éste sólo respondía con insultos, provocando que la ira de sus atacantes se desatara también con puntapiés y culetazos de sus armas de dotación. Durante un breve momento los instigadores pararon para recobrar un poco el aliento. El Bravo aprovechó para alzar la mirada hacia la ventana, miró al niño a los ojos y le gritó: ¡corra, corra! ¡CORRAAAA!
El pequeño Andrés recobró el sentido con un sobresalto, se había desvanecido durante sólo unos segundos, pero le alcanzó para traer a la memoria la escena de El Bravo, que se le quedó grabada hacía seis años y que jamás se borraría. Un empleado de seguridad del teatro le acusaba con la punta del pie y le gritaba que se levantara y que se largara. Afuera, uno de los policías alcanzó a escuchar los gritos del vigilante y volteó a mirar. Vio al niño, con su cara y su cabello sucios, parado detrás del aviso de la cartelera. —¡Ahí está!— les gritó a sus compañeros. Andrés también lo escuchó y palideció tanto que casi se le doblan las piernas cuando lo vio venir hacia él, pero la voz de El Bravo sonó dentro de su cabeza: ¡CORRAAAA! Empujó al vigilante del teatro, recogió el paquete amarillo del suelo con una mano y con la otra empujó la cartelera hacía la puerta por donde venían entrando dos de los policías, que tropezaron con el aparato cayendo de bruces y deslizándose sobre el pulido piso. El niño saltó sobre ellos y emprendió nuevamente la carrera. De los dos policías que permanecían afuera, uno fue a auxiliar a sus compañeros caídos y el otro siguió al muchacho que, como por arte de magia, parecía haber recobrado sus fuerzas y corría mucho más rápido de lo que el agente podía. Entonces una macana voló entre el persecutor y el perseguido golpeando al pequeño ladronzuelo en la espalda, pero la nueva carga de adrenalina no le dejó siquiera notar el golpe.
Muchas cuadras después, aún corría sin importar que ya nadie lo siguiera. Pero lo que le importaba ya no era escapar sino llegar. Se metió en el laberinto de callejones y corredores de su barrio mientras saludaba al paso a todos sus conocidos. —¿Qué llevas en la bolsa?— le preguntaban todos señalando el paquete amarillo que seguía bajo su brazo. Andrés no les respondía; no porque no quisiera sino porque no tenía alientos para hacerlo. Entró en su casa silenciosamente pensando que su madre podría estar dormida y no quería despertarla. Pero en esa casa —por llamarla decentemente—, todo hacía ruido, empezando con la cadena con que se aseguraba la puerta porque no tenía cerradura, siguiendo con los plásticos de todos los colores que forraban las paredes hechas de esterilla en un intento —muchas veces infructuoso— de evitar que el frío entrara y que sonaban todo el día y toda la noche cuando los movía el viento, y terminando con el piso hecho de tablas de madera sin tratar y sin inmunizar que crujían bajo el peso de cualquier paso por sutil que fuera. Había sólo dos cuartos, uno, por donde se entraba, que servía de cocina, comedor, lavadero, baño y patio de ropas; y el otro donde estaba una cama para una persona, pero que él compartía con Alicia, su madre, desde que los macabros juegos del destino los llevaron a vivir al barrio más pobre de la ciudad.
Alicia estaba despierta, pues los dolores casi no la dejaban dormir desde que la artritis apareció prematuramente en su cuerpo a causa del exceso de trabajo lavando ropas en casas ajenas todos los días desde la madrugada y hasta muy entrada la noche, con eso lograba al menos con qué espantar el hambre y con qué arropar a su hijo en las noches que era la única razón por la que conserva las ganas de vivir. Hacía ya dos meses que la enfermedad no la dejaba trabajar y sobrevivían, aun a más duras penas, de la generosidad de los vecinos. Andrés se paró en la puerta de la habitación con el paquete amarillo en las manos.
—Hijito, ¿dónde estaba? —le preguntó Alicia, aliviada de verlo.
—Feliz cumpleaños mamá —le dijo el niño de once años mientras le ponía el paquete en el regazo.
—¿Qué es esto? —preguntó Alicia con cara de sorpresa mientras desenvolvía la bolsa plástica amarilla y sentía el delicioso olor que salía de ella. Cuando la abrió vio que adentro había un pollo asado bañado con jugos de aderezo. Con los ojos llenos de lágrimas miro a su hijo y con la voz quebrada de la emoción y llena de agradecimiento le dijo: “Ay mijito, ¿usted de dónde sacó esto?”
—No se preocupe mamá. Ya vuelvo, voy a conseguir algo de tomar.
Andrés salió a pedirle al señor de la tienda que le regalara un refresco para el cumpleaños de su madre seguro de que no iba a negárselo. Ya no sentía dolor ni cansancio ni ahogo, pero su corazón latía incluso más fuerte, no por el susto que estaba sintiendo hace un rato sino por la alegría de haber visto lágrimas de felicidad en los ojos de su madre.

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