lunes, 7 de abril de 2014

Una tarde

Atardecía, con colores maravillosos en el horizonte, colores que combinaban perfectamente con el atardecer de tus ojos. Tal vez el atardecer era común y corriente, pero contigo era una obra de arte, un lienzo en el infinito pintado con rojos, naranjas y amarillos. El ambiente parecía romántico.

El silencio hablaba por nosotros mientras nuestras miradas lo decían todo. Un viento fresco hacía que necesitáramos calor, el calor del otro. Sin darnos cuenta, nos acercamos tanto que el aire no cabía entre nosotros. El beso fue inevitable.

Nuestros labios juntos fueron la llamada a despertar de lo que ocultábamos dentro. Dejamos de comandarnos para darle total control a lo que sentíamos en ese momento. Mis brazos abrazaban tu cintura y los tuyos mi cuello. Nos apretábamos tanto que podríamos fundirnos en uno sólo.

Podía sentir tu corazón latiendo. No, latiendo no, lo sentía gritando. Mis manos empezaron a pasear por tu cuerpo. Dibujaba tu silueta con las puntas de mis dedos.

El frío desapareció y el calor nos inundó tanto que la ropa empezó a estorbarnos. Jugué un rato con los bordes de tu blusa mientras imaginaba como deshacerme de los botones. No tardamos mucho en estar piel con piel y todo fue nuevo para mí. Deseé quedarme viviendo en tu cuerpo para siempre. Era imposible detenernos. Tu piel me exigía que la acariciara y empecé a recorrerte con mi boca. No quedó un solo rincón de tu existencia que no dejará su sabor en mis labios.

Después de unos instantes, no era suficiente con acariciarnos y el amor se abrió paso entre nuestros cuerpos desnudos y enamorados. Fabricamos amor hecho de suspiros, de gemidos, de caricias y de sudor.

Me regalaste un momento eterno y en mi eternidad quedó grabado tu cuerpo.

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