jueves, 13 de marzo de 2014

¡Pintadito, pintadito!

—¡Tinto, tinto!... ¡Tinto, tinto!

A esta hora, cuando termina la tarde y empieza la noche, en un día que ha vivido indeciso entre el llueve y el escampa, el frío pasa de ser una manifestación del clima a ser parte interna del cuerpo. Deberían estar vendiéndose muchos tintos.

—¡Tinto, tinto!... ¡Tinto, tinto!

Pero nadie se acerca al carrito de supermercado lleno de termos de colores que hay al lado de uno de los bancos del parque.

—¡Tinto, tinto!... ¡Tinto, tinto!

Nadie voltea a mirarlo, aunque el parque está lleno de gente, y si alguien lo ve es sólo porque pasa la mirada en busca de algo o de alguien más, pero no del vendedor de tintos.

Hernando pasea todos los días desde las cinco de la mañana por las calles del centro de la ciudad empujando, a veces halando, su carrito de supermercado con doce termos de diferentes colores que le ayudan a recordar que hay en cada uno. Hay quienes lo conocen y hay quienes no. Aquellos que no saben su nombre lo llaman con su mismo pregón: ¡Tinto! Y Hernando corre, o mejor: se apura, hacia quien lo llama; a los 65 años es poco lo que se corre, pero el cansancio es igual. —Sí caballero —o dama o joven o señorita o lo que sea— tengo tinto, pintadito, chocolate solo, con leche, colada, agua de panela —cada uno en un color diferente— buñuelos, pandequesos y palos de queso —colgando en bolsas plásticas al lado del carrito.

Son las 6:30 de la tarde. El sol es ahora un recuerdo que volverá mañana. Cada nuevo minuto de oscuridad trae más personas al parque. Hace ya varias horas que el aire se inundó de marihuana. Hernando se sirve un tinto y mientras lo toma los ve aparecer casi a dos cuadras de distancia.

—¡Pintadito, pintadito!

Los que saben se quedan donde están, apagan su rollo y lo guardan, los nerviosos salen corriendo y los que venden se acercan a Hernando, le entregan la mercancía, en bolsas de colores, para que se las guarde mientras se van los que ya vienen a una cuadra.

GIOVANY

jueves, 6 de marzo de 2014

No puede ser

Una ventana emergente apareció en la pantalla: “Tienes un correo nuevo”. Automáticamente puso la mano en el mouse. Hacer eso ya le resultaba inevitable, era como la respuesta a un estímulo, un reflejo que no se controla. Incluso si hubiera sido consciente y hubiera resistido el movimiento, tarde o temprano, solo por curiosidad, lo habría abierto. No era nada, un correo vacío. Cerró la ventana y empujó la silla hacía atrás. Se sentía como un niño jugando con los rodachines. Era lo único que le faltaba para completar su pequeño pero enorme castillo: una oficina poco común, con sólo tres paredes, formando un triángulo, una de ellas con una enorme ventana y una gran vista desde el piso 13. Se levantó, salió de la oficina de sistemas, pasó por un lado de contabilidad y entró al baño. Antes de salir se lavó las manos y la cara. Al detallarse en el espejo vio que había pasado de nuevo. Se preguntó porqué seguía usando esa camisa blanca si estaba demostrado que siempre pasaba lo mismo, siempre derramaba algo. Al seguir la dirección de la mancha vio que algunas gotas de chocolate habían alcanzado el pantalón, al menos éste era de color oscuro y no se notaban mucho. Limpió un poco la camisa, sin quitársela, con un poco del jabón para manos del dispensador. Se arregló el cabello que, aunque siempre con un buen corte y bien peinado, tenía el mismo mechón en acto de rebeldía.

Cuando salió, el ambiente había cambiado completamente. Sus compañeros parecían asustados, o al menos alterados. Algo pasaba.

—¿Dónde está Giovany? —La pregunta venía desde la puerta de su oficina.

—¿Qué pasa? —Le respondió a su jefe.

—No sé, el programa no funciona.

Al ingresar nuevamente a su terreno quedó casi paralizado cuando vio la luz roja parpadeando en el panel frontal del servidor que había sobre su escritorio lleno de papeles. No podía ser: un virus.

GIOVANY

Conciencia Breve (Adaptación)

“Esta mañana Claudia y yo salimos, como siempre, rumbo a nuestros empleos en el cochecito que mis padres nos regalaron hace diez años por nuestra boda. A poco sentí un cuerpo extraño junto a los pedales. ¿Una cartera? ¿Un…? De golpe recordé que anoche fui a dejar a María a casa y el besito candoroso de siempre en las mejillas se nos corrió, sin pensarlo, a la comisura de los labios, al cuello, a los hombros, a la palanca de cambios, al corset, al asiento reclinable, en fin.

Estás distraído, me dijo Claudia cuando casi me paso el semáforo. Después siguió mascullando algo, pero yo ya no la entendía. Me sudaban las manos y sentí que el pie, desesperadamente, quería transmitir el don del tacto a la suela de mi zapato para saber exactamente qué era aquello, para aprehenderlo sin que ella notara nada. Finalmente logré pasar el objeto desde el lado del acelerador hasta el embrague.” – Tomado del cuento Conciencia Breve, de Iván Egüez.

En medio de ese ejercicio terminé frenando en seco. Claudia apenas alcanzó a poner las manos sobre la cartera del auto para no golpearse la cara. Sus preguntas empezaron al mismo tiempo que los pitazos de los coches que venían atrás.

Me hubiese gustado ser un camaleón para mirarla con un ojo a ella y con el otro mirar hacia los pedales, pero creo que me ganó lo segundo, y tan notorio fue que también ella quiso mirar. Yo no pude distinguir que era el objeto, pero Claudia sí.

—¡No lo puedo creer! —dijo enojada, muy enojada.

—Amor, no es lo que piensas, déjame explicarte. —Hoy me pregunto si esa línea le habrá funcionado de verdad a alguien alguna vez.

—¿Explicar? ¡Sí, cómo no! Yo ya no me trago tus cuentos.

Se estiró sobre mí y metió sus manos entre mis pies mientras yo me deshacía en disculpas pidiendo perdón. Ella tomó el objeto debajo del embrague y lo levanto poniéndolo frente a mi cara.

—Me volviste a mentir. Otra vez estás fumando a escondidas.

GIOVANY

domingo, 2 de marzo de 2014

Y Decidí Ser Valiente (Completo)

Cuando abrí los ojos no había ni siquiera oscuridad, no había nada. Aunque la nada se parece a la oscuridad pero es de color diferente, de un color que no existe o al menos de un color que yo no conocía. Pero estaba consciente, estaba pensando, estaba sintiendo, así que tenía que estar vivo en alguna parte.

No lograba distinguir que me dolía más: la cabeza, los ojos, la piel, el corazón o el alma. Tal vez todo era un sólo e inmenso dolor.

Me puse de pie, muy lentamente, tan lentamente como me lo permitía el dolor. Tratando de encontrar en qué apoyarme, una pared o algo por el estilo, pero solo había nada. Caí y de nuevo estaba en el suelo. En el suelo de algún lugar donde solo había nada. Respiré hondo y el dolor me partió en dos, pero no era por el dolor en el cuerpo, era otro dolor causado por el aire, algo le faltaba al aire… su aroma, su aroma no estaba. Entonces me di cuenta de dónde estaba yo.

Todos hemos estado allí alguna vez y quienes aún no, seguro que van a estarlo, es inevitable, es necesario, es una especie de requisito. Hay quienes incluso han estado allí varias veces, de hecho hay quienes llegan y se quedan. Aunque es el mismo lugar, es diferente para cada persona, porque queda dentro de cada uno. No es un lugar afuera en el mundo, no queda en ningún desierto ni en ningún bosque, no queda en tierra firme ni en el agua ni en el firmamento. Ese lugar queda dentro de cada persona que cae en él. Está encajado entre el alma y el corazón, entre lo consciente y lo subconsciente de nuestra mente. Queda en medio del lugar que ocupan nuestros miedos y del que ocupa nuestra valentía. Es por eso que nadie puede sacarnos de ahí. Nadie, excepto nosotros mismos.

– ¿Quieres intentarlo otra vez? –La voz sonó como de ultratumba. Me asusté. Miré a todos lados, solo para ver nada, otra vez.– ¿Quieres? –El sonido no venía de ninguna parte y de todos lados al mismo tiempo.

– ¿Intentar qué? –Pregunté.

– Levantarte y salir de aquí. –Esta vez sonó mucho mejor.

– ¿Quién eres?

–Soy tú. Soy todos. Soy todo.

– ¿Qué? –No tenía cabeza para pensar.

– Soy tú. Soy todos. Soy todo. –Repitió.

– ¿Dios? –Fue lo único que se me ocurrió.

– Muchos me llaman así.

– ¿Estoy muerto?

– Y muchos piensan lo mismo –Parecía burlarse.

Me quedé callado. Pensé que estaba imaginando cosas. Alucinando por causa del dolor.

– ¿Y entonces? –Cada vez sonaba más agradable

– ¿Entonces qué?

– ¿Quieres levantarte y salir de aquí?

– Por supuesto que sí. Si eres Dios deberías poder leer mi mente y saber lo que estoy pensando. –Aun muriéndome del dolor seguía teniendo ánimo para ser arrogante. Y aún me preguntaba por qué estaba allí. Más arrogancia.

– Claro que sé lo que estás pensando. Pero casi siempre lo que importa no es lo que piensas. Lo que verdaderamente importa es lo que haces.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué fue lo que hice para estar aquí? –Más que una pregunta, estaba haciendo un reclamo.

– ¡Excelente pregunta! Pero si te respondiera no serviría de nada y perderías una gran oportunidad. Si de verdad quieres la respuesta tendrás que responderte tú mismo.

– Pues si ya la sabes deberías decírmela y así ahorramos trabajo. –Jugaba de nuevo mi arrogancia. Estaba diciéndole a Dios como debía hacer las cosas.

– Algunas veces lo importante no es la respuesta en sí, sino lo que hay que hacer para encontrarla y aún más para entenderla.

– Bien, entonces hagámoslo. Quiero salir de aquí. Devuélveme lo que perdí, haz que me devuelvan lo que me quitaron y así podré salir. –La solución me parecía bastante sencilla.

– Oh, no.  Yo no hago que las personas hagan cosas.

– ¿Ah, no? ¿No eres “Todo Poderoso”? –Cuando se es arrogante, se es arrogante incluso sin darse cuenta.

– Sí, lo soy. Pero también soy honesto, consecuente y respetuoso. Si hiciera que las personas hagan cosas estaría contradiciendo unas de las razones de haberlos creado: La libertad. La libertad que tiene cada ser humano de pensar, ser y hacer lo que desee. Si no fuese por esa libertad, la verdad no habría tenido muchas razones para crearlos.

– Pues valiente creación –No se puede dejar de ser arrogante de un momento para otro. Se necesita tiempo y mi tiempo, aunque no me daba cuenta, apenas estaba empezando- Si de verdad me quieres ayudar no me des sermones, en lugar de eso sácame de aquí.

– Entiende que no hago eso. Tienes que hacerlo tú.

– Entonces no me molestes más, déjame solo –Estaba diciéndole a Dios que no me molestara. Estaba diciéndole a Dios que me dejara solo.

– No puedo dejarte solo. Es imposible incluso para mí. Pero sí sé que es inútil hablar cuando a quien le hablas no quiere escuchar. Así que me quedaré callado esperándote.

El silencio me alegró un poco, pero sólo por un mínimo momento porqué el dolor creció. Creció porque ahora también tenía ira. ¿Cómo era posible que esto me estuviese pasando a mí? ¡A mí! A mí que he sido lo que he sido. A mí que he sido quien he sido. No era justo. Al menos eso creía. No sólo lo creía, estaba totalmente convencido de que no me lo merecía.

– ¡YO NO ME MEREZCO ESTO! ¡YO NO MEREZCO ESTAR AQUÍ! –Grité tan fuerte como pude. Pero creo que nadie me escucho.

Entonces empecé a llorar. La ira es muy parecida al dolor. No te deja pensar con claridad, te desespera, te inunda, te ahoga. Y no importa lo que hagas ni contra quien lo hagas, no se quita, no así. El remedio para la ira es el mismo que para el dolor. Pero en ese momento no lo conocía y había mandado a callar a quien venía a traérmelo. En ese momento no me daba cuenta de que me estaba hundiendo más. De que yo mismo me estaba hundiendo más. No lograba parar de llorar. Juro que lo intenté, de verdad que lo intenté. Cerré los ojos y apreté muy fuerte, pero las lágrimas seguían saliendo. Aguanté la respiración para contener el  llanto pero no pude detenerlo. Entonces me dije: ¿Por qué dejar de llorar? Nadie me estaba viendo, así que no tenía porqué sentir vergüenza ni nada de eso.  Me permití llorar y lloré como jamás lo había hecho y como jamás he vuelto a hacerlo, las lágrimas salieron una detrás de otra y muchas al mismo tiempo; si alguien hubiese estado a kilómetros de distancia podría haberme escuchado. No pretendo ser egoísta, pero nunca he visto ni escuchado a alguien llorar como lo hice yo en ese momento. Lloré durante horas o días, la verdad no lo sé, en la nada tampoco existe el tiempo y por eso todo parece una eternidad. El hecho es que lloré hasta que no me salía una sola lágrima más y hasta que el llanto no era más que una extensión del silencio que me rodeaba. Aún tenía mucho dolor, muchísimo, pero ya no sentía que estaba muriendo. De alguna manera parecía que llorar me había ayudado. Por eso cuando alguien quiere llorar no le digo “no llores”, “no vale la pena”, “no le des el gusto de llorar”… No, cuando alguien quiere llorar le digo: “Llora, llora todo lo que quieras llorar, llora y no te detengas hasta que hayas sacado hasta la última lágrima, y si después de eso quieres seguir llorando entonces sigue llorando. Llora y si crees que lo necesitas apóyate en mi hombro”. Yo creo que Dios inventó el llanto como una manera de permitirnos drenar el dolor y así, con más calma, lograr entender que debemos superarlo. Ahora a mí no me avergüenza llorar, pero cada vez tengo menos razones para hacerlo.

Después de llorar me sentí mejor. La ira y el dolor seguían allí, pero ya no me sentía abrumado por ellos. Me sentí lo suficientemente fuerte para intentar ponerme de pie nuevamente. Lo hice muy despacio, aún se me dificultaba respirar. Tenía que salir de allí, así que tenía que empezar a caminar, pero ¿hacía donde? Al final decidí que daba igual. De todas formas no se veía nada, o mejor: Sólo se veía nada.

Pero no pude ni siquiera dar el primer paso. Había algo que no me dejaba mover. Me quedé muy quieto. Respiré despacio. Cerré mis ojos y los abrí de nuevo. Volví a intentarlo… Nada. No podía moverme de ese punto. Era como si algo me estuviese amarrando, como si estuviese atado con un “lazo invisible”. No me tomó mucho para darme cuenta de lo que era: Miedo. Entonces fui totalmente consciente de que estaba perdido. Me acurruqué, abracé mis piernas, puse mi cara en mis rodillas y lloré de nuevo. Creo que lloré mucho más fuerte y por más tiempo que la primera vez. ¿Qué más podía hacer? No quería hacer nada más. ¿Para qué salir de allí? ¿Para qué volver al mundo? Había perdido lo que más amaba. Había perdido lo que le daba razón a mi vida. No sería capaz de seguir. Entonces supe lo que quería: Morir.

No sé que hay después de la muerte. Algunos hablan de la vida eterna, otros de la resurrección, del cielo y el infierno o simplemente del fin de la existencia. Pero, lo que sea, estaba seguro de que no podía ser peor de lo que estaba viviendo en ese momento. No podía seguir soportando tanto dolor, tanta ira ni tanto miedo. Quería que todo terminara ya y la única solución que se me ocurría era la muerte. Pero ¿Cómo? ¿Cómo morir? Creo que hasta tenía miedo de eso, pero era la única solución posible. Una frase llegó a mi  mente más por costumbre que por convencimiento: “Dios mío, ayúdame”. No tuve que decirla, sólo pensarla y me habló de nuevo.

– Aquí estoy.

– Ayúdame, por favor, ayúdame –Ni siquiera le pedí disculpas por haberlo despreciado antes. Estaba demasiado concentrado en el dolor, en la ira y en el miedo.

– Por supuesto que voy a ayudarte. Lo primero que vamos a hacer es…

– Quiero que me mates –Lo interrumpí. Ya lo dije, no es fácil dejar de ser arrogante. Yo tenía muy claro lo que quería, o al menos eso pensaba.

– ¿Que te mate? –Parecía sorprendido.

– Sí. Llévame contigo.

– Bueno, esas son dos cosas muy distintas. No puedo llevarte conmigo más de lo que ya te llevo. Quiero decir, siempre estás conmigo y yo siempre estoy contigo. No hay un lugar específico donde llevarte conmigo. Yo estoy en todas partes, así que siempre estamos juntos. Algunas veces no te percatas de mi presencia, pero te aseguro que siempre estoy ahí. Por eso “llevarte conmigo” es algo que no tiene sentido si siempre estamos juntos sin importar a donde vayas. Incluso aquí donde estás en este momento también estoy yo. Y matar es algo que yo no hago. La gran mayoría de las personas no logran captar la maravillosa naturaleza de la muerte. Han intentado entenderla desde siempre, pero aún la siguen viendo como un suceso de tragedia y dolor y cuando la ven de otra forma generalmente tampoco la entienden bien. No pretendo menospreciar nada de lo que he hecho, pero la muerte es una de mis creaciones más maravillosas y aún así te aseguro que no es la solución que buscas, no es la solución que realmente necesitas.

– <<Más sermones>> –Pensé. Pero por algún motivo, tal vez por lo cansado que estaba, por lo adolorido, por lo asustado o tal vez porque esta vez fui capaz de sentir en su voz que de verdad quería ayudarme, no quise protestar.

– No veo otra solución. –Respondí, esta vez con respeto.

– Es cierto, no la ves. Esas emociones que estás experimentando están diseñadas para eso. La ira, el dolor y el miedo se encargan de distraerte tanto que pierdes de vista el camino y cuando quieres volver a él ya no logras encontrarlo. Y déjame decirte que hacen un excelente trabajo.

– ¿Estás diciéndome que sí hay otra solución?

– Sí, sí la hay. Y el tiempo que tardes en encontrarla depende de ti y únicamente de ti.

– ¿De mí? Está bien. Enséñamela.

– Si te la enseño no la estarías encontrando, además, si simplemente te la doy no lograrías apreciarla lo suficiente. Recuerda que antes te dije que muchas veces lo importante no es la respuesta en sí sino lo que hay que hacer para encontrarla y aún más para entenderla.

– Pero, de verdad quiero encontrarla –Poco a poco sentía más esperanza. Antes no me percaté, pero estaba hablando con el Ser Supremo. ¿Quién podría ayudarme mejor que Él?

– Sí, puedo ver tu enorme deseo. Saldrás de aquí tarde o temprano, como te dije, eso depende de ti. Y voy a estar contigo en cada paso del camino, voy a indicarte por donde caminar, pero tú tendrás que andar tus propios pasos.

– Pensé que ibas a llevarme en tus brazos y… Bueno, ya sabes, todo eso que dicen: “entrégale tus preocupaciones a Dios”, “en verdes praderas me hará pastar” y cosas así.

– Oh, yo no voy a cargarte. Yo no cargo a nadie. Pero siempre camino a tu lado. No te cargaré, pero sí te animaré, sí te ayudaré a encontrar el valor que necesites. Yo no resolveré tus problemas, tienes que resolverlos tú. Entregarme tus problemas es como hacer trampa en un examen, puede que lo pases, pero no te servirá de nada.

– Estoy confundido. Esto suena demasiado difícil.

– Eso me parece muy bien.

– ¿Sí?

– Sí, me parece espectacular, porque hace sólo un momento no pensabas que fuera difícil, hace un momento pensabas que era imposible, tanto así que querías morir. Eso quiere decir que ya has dado el primer paso.

– ¿Ya di el primer paso?

– Sí, ya lo has hecho, y lo hiciste sin darte cuenta.

– Pero si lo único que hecho es hablar contigo y escuchar lo que dices.

– Exactamente.

Estoy seguro de que no fueron impresiones mías. La ira, el dolor y el miedo disminuyeron drásticamente.

– Yo siempre te estoy hablando, siempre. –Continuó– Sólo que no siempre me escuchas. Para ser honestos, casi nunca lo haces.

– Sí, es cierto. –En ese momento me sentí avergonzado– No voy mucho a las iglesias.

– No es a eso a lo que me refiero y tú lo sabes. Me refiero a mí hablando dentro de ti. Es algo que ustedes llaman “conciencia”.

Me quedé callado por un momento. Esto era asombroso. Sé que para muchas personas no es algo nuevo, pero para mí sí lo era. Dios siempre me había hablado. Desde que tengo memoria y casi nunca lo escuché. Sentí vergüenza.

– Lo siento mucho, de verdad. Es qué algunas veces…

– Tranquilo –Me interrumpió–  No trates de justificarte. No es necesario. Yo te conozco. Y por ahora vamos a ocuparnos de este momento. Justo ahora no importa nada más. ¿De acuerdo? –Me estaba preguntado si estaba de acuerdo. ¿Qué otra cosa podía responder?

– Sí, claro que sí.

– Muy bien –Sonrió. Eso creo– Entonces salgamos de aquí. Voy indicarte paso a paso lo que debes hacer.

La nada se iluminó de repente. Todo se llenó de blanco, del blanco más puro que pueda imaginarse. Era como si estuviese flotando en el centro una inmensa esfera de color blanco. No había paredes, no había sombras y, aunque estaba seguro de que estaba de pie, al mirar hacia abajo tampoco vi el suelo que estaba pisando. Escuché un ruido frente a mí. Alcé la mirada y un camino se había dibujado desde el horizonte justo hasta donde yo estaba parado.

– ¿Qué es esto? –Pregunté.

– Es el camino que vas a recorrer para salir de aquí.

– Pero se ve muy largo –Respondí con tono de reproche.

– Y muy largo es –Respondió– Porque así de lejos estás en este momento.

– Entonces, ¿simplemente tengo que seguir el camino?

– Técnicamente sí.

– ¿Qué tan largo es? ¿Cuánto me voy a demorar en caminarlo?

– Como te lo dije antes, el tiempo que tardes depende de ti.

– Es que si dependiera de mí ya habría salido de aquí.

– Y depende de ti, solo que aún no sabes cómo hacerlo. Pero te aseguro que después de que hayas aprendido podrás salir mucho más rápido la próxima vez.

– ¿La próxima vez? ¿Cómo que la próxima vez? ¡Yo no pienso regresar acá! –Me estaba enfadando.

– Pero lo harás, todos lo hacen, todos regresan. Hay muchos que llevan acá un largo tiempo, mucho más tiempo que tú, y aún no han salido, algunos incluso no han querido intentarlo. Y hay otros que han regresado tantas veces que ya no quieren salir de aquí. Parece que terminaron por preferir este lugar.

– Pues a mí no me gusta. Y no me importa lo que digas, yo no voy a regresar.

– ¿Qué tal si antes de eso nos ocupamos primero por salir? Después nos ocuparemos de si regresas o no. Vamos a conversar tú y yo durante todo el camino. Esas conversaciones que tendremos van a provocar pensamientos y emociones. Dependiendo de cómo decidas reaccionar a ellas podrás seguir adelante o, por el contrario, devolverte.

– ¿Cómo que devolverme?

– Recorrer este camino será lo más difícil que hayas hecho hasta hoy. Será incluso mucho más duro que el motivo por el que estás aquí.

– ¿Más duro? ¿Cómo puede ser más duro? ¿No se supone que mientras me vaya acercando a la salida me sentiré mejor?

– Y así será.

– Pero me acabas de decir que será más duro.

– Y así será.

– No entiendo.

– Hay cosas que tienes que vivirlas para poder entenderlas.

– Pero no quiero sentir ese dolor de nuevo. Y ahora me dices que va a ser peor y que algún día voy a volver. No quiero eso, me da mucho miedo. –Mi voz se quebraba, empezaba a llorar de nuevo.

– Entiendo que no lo quieres, así que quiero proponerte algo.

– ¿Qué?

– Camina conmigo, recorre este camino tomado de mi mano, decide ser valiente y te aseguro que después de esto las cosas serán muy diferentes. Te aseguro que verás la vida mucho más hermosa de lo que puedas imaginarte.

– Pero no puedo ser valiente, tengo mucho miedo –Seguía llorando.

– ¡Perfecto!

– ¿Perfecto? ¿Te estás burlando?

– Por supuesto que no. Jamás me he burlado ni me burlaré de ti. Pero es perfecto porque cuando se tiene miedo es la única oportunidad de ser valiente.

Respiré profundo y dejé que el llanto terminara. No tardó mucho. Pensé y sentí sus palabras. En ese momento, a pesar de mi arrogancia aún latente en alguna parte, a pesar de mi rabia y mi dolor y sobre todo a pesar del miedo, tenía plena confianza en Él. Después de un tiempo entendí que confiar en Él es lo mismo que confiar en mí. Creí en su promesa y entendí que todo estaba en mis manos. Respiré profundo nuevamente.

– Está bien, hagámoslo –Dije decididamente, tomé su mano, y decidí ser valiente.

viernes, 21 de febrero de 2014

Fragmento de una historia...

Espero poder llegar antes que los demás, así seré el primero en la cafetería. Tal vez podría comprar algo en el camino, así no tendría que ir allí. Aún así no me afano, todo toma su tiempo, por eso me levanto temprano, para no tener que apurarme. Enciendo la televisión para intentar distraerme mientras me organizo para salir al trabajo. Ya tengo puesto el pantalón, ahora sigue la camisa. Me la pongo frente al espejo para asegurarme de que se vea bien. Miro el botón que está más abajo y lo meto en su ojal. Hago lo mismo con cada botón en orden ascendente y siempre llego al mismo sitio: al cuello; ahí me resulta imposible seguir huyendo de mi propia mirada. Mis ojos se cruzan con los míos, es decir, con los de mi reflejo. Seguramente es mi imaginación, pero siempre me miro con reproche en las mañanas siguientes a noches como la de anoche. En fin, como siempre, ya se me pasará, pero la rutina cansa.


Antes de salir me aseguro de tener todo en los bolsillos: la billetera, las llaves, la tarjeta de acceso, las mentas… ¿Qué estoy olvidando?... ¡Ah, sí! El móvil. Lo busco en la mesa de noche, junto a la cama, y noto la luz parpadeante indicándome que tengo llamadas perdidas o mensajes sin leer. Seguramente son ambos. Reviso. 23 llamadas perdidas y 15 mensajes de texto… Todos de un mismo número... Los ignoro, como siempre después de noches como la de anoche.

martes, 18 de febrero de 2014

Jugo de Tomate de Árbol

Hay cosas que no se entienden de inmediato, pero que nos marcan de una manera agradable o tal vez no tan agradable. Y tiempo después, mucho o poco (creo que no hay un estándar), esas cosas te ayudan a cambiar la forma de ver la vida, ojalá para verla de mejor manera. Esta anécdota es sobre una de esas cosas en mi vida.


Cuando era adolescente, o pre-adolescente (por algún motivo se me escapan constantemente las fechas exactas), tuve un pequeño disgusto con el jugo de tomate de árbol.

Donde crecí hay una bebida tradicional que se usa para acompañar casi cualquier comida. Se llama agua de panela, o agua’e panela según el lenguaje popular. También se le conoce como agua dulce. Es preparada con un producto llamado panela, hecho de la caña de azúcar. En fin, el hecho es que es una bebida tan popular y tan tradicional que incluso, al menos en ese entonces, también se le conocía como “lo que toman los pobres”. Aun así es una bebida maravillosa. Era lo que tomábamos en mi casa mañana, tarde y noche. Tomar algo diferente, como jugo de frutas podía llegar a ser un pequeño lujo.

Algunas veces, con muy poca frecuencia, había jugo en mi casa para acompañar el almuerzo. Jugo de mora o de mango o de guanábana o de banano... O de tomate de árbol… ¡Ah! El bendito jugo de tomate de árbol.

Como lo mencioné anteriormente, el jugo no era algo común en mi casa, así que cada vez que había jugo era, al menos para mí, una mini fiesta. El delicioso sabor de las frutas, con el toque exacto de agua y azúcar que cada madre sabe ponerle, siempre ha sido una fiesta para mi paladar. Un día había jugo de tomate de árbol, un visitante tan ocasional como cualquier otro, y lo disfruté como disfrutaba cada jugo que podíamos tomar de vez en cuando. Al día siguiente otra vez había jugo de árbol y pensé: “Jugo dos días seguidos, ¡maravilloso!”

El día siguiente, el tercer día, otra vez había jugo, de tomate de árbol, por supuesto, y fue delicioso. Y hubo jugo toda la semana. Y la semana después de esa, y la que siguió, y la siguiente, y una semana más, y luego se repitió. Llegué a sospechar que mi padre había comprado un árbol de tomate en alguna parte de la ciudad.

Después de no sé cuantos días ya no soportaba el bendito jugo de tomate de árbol (a decir verdad, “bendito” no es exactamente la palabra que usaba entonces). Su color naranja pálido me parecía un atardecer triste. Su sabor dulce, pero al mismo tiempo suave, había dejado de parecerme dulce y suave. En lugar de eso era como tomar uno de esos remedios amargos que le dan a uno cuando niño, ¡guácala! No podía creer la mala suerte de tener que tomar jugo de tomate de árbol todos los días. ¿Acaso no existían otras frutas? ¿Qué pasó con la mora, la deliciosa mora? ¿Qué fue de la guanábana? ¿Se acabaron los mangos en el mundo? ¡NO MÁS TOMATE DE ÁRBOL! ¡Volvamos a tomar agua’e panela entonces! Pero el “bendito” tomate de árbol parecía ser ya un miembro más de la familia.

Muchos, muchos años después, habiendo olvidado incluso la época del juguito ese, y por causas tal vez sin relación alguna a esa época, aprendí eso de valorar lo que se tiene. Me tomé el trabajo de agradecer por todo lo que tengo, mucho, poco, promedio; no importa, el hecho es que lo tengo. Y cada cosa que tenemos está en nuestra vida para hacerla más agradable, más cómoda, más sencilla, más… Lo que sea. Y somos muy afortunados por tenerlas. Sé que generalmente queremos tener más que lo tenemos en el momento, es casi una constante. He aprendido (y me funciona) que una de las mejores maneras de tener más es agradecer y respetar lo que ya se tiene.

Por ahora creo que es bueno reconocer que cada cosa que tenemos ocupa el lugar que le damos y que, aunque sea mucho o poco, tal vez la vida sería un poco menos agradable si no la tuviésemos.

Ese jugo de tomate de árbol, a pesar de mi desagradecida actitud, estuvo siempre allí para calmar mi sed, para alimentarme, para nutrirme, para tener algo que tomar, para no pasar mis comidas en seco. No lo entendía entonces, pero tal vez lo entiendo ahora.

Hoy, en el restaurante donde suelo almorzar, la mesera me dijo: “Para tomar tenemos limonada, gaseosa o jugo de tomate de árbol”. Adivinen qué pedí.

GIOVANY

martes, 2 de julio de 2013

Cuarto Menguante (Fragmento de una historia...)

No solía llegar tarde a trabajar, a decir verdad nunca llegaba tarde a ninguna parte. Pero esa mañana ya habían pasado más de 40 minutos de la hora de entrada y aún no llegaba. Su compañero del escritorio contiguo empezaba a preocuparse un poco cuando lo vio entrar por la puerta con el afán característico de un hombre puntual cuando se retrasa y una bolsa plástica en la mano.

- ¡Caramba! Ya empezaba a preocuparme. ¿Dónde estabas?
- Estaba comprando algo.
- ¿A esta hora? ¿Qué estabas comprando?

Sacó el contenido de la bolsa y se lo enseñó.

- ¿Un calendario?
- No es cualquier calendario. Es un calendario lunar.
- ¿Un calendario lunar? ¿Para qué?
- Para saber cuando sale la luna.
- Algunas veces pienso que estás loco de verdad.

Él le respondió sólo con una sonrisa.

En los días siguientes, cada tarde, antes de terminar la jornada, lo veía mirar hacía el firmamento por la ventana, luego marcaba una X sobre la fecha actual y contaba las casillas de los días siguientes.

- ¿Qué estás haciendo?
- Estoy esperando el cuarto menguante.
- ¡Ja! ¿Y desde cuándo te gusta el cuarto menguante de la luna?
- Desde que la vi sonreír por primera vez.

GIOVANY