domingo, 18 de octubre de 2015

La Búsqueda

—Eso es absurdo —dijo el doctor, frunciendo la frente y arrugando la cara.
—No, no lo es —respondí—. Verá doctor, la primera vez que la busqué, hace ya algunos años, esperé casi hasta la media noche antes de darme cuenta de que la estaba buscando en el lugar equivocado. Fue un error de principiante. Y me costó un par de moretones al bajar del árbol en que me había escondido y una torcedura de tobillo al saltar la reja del cementerio.
—¿Un cementerio? —Esta vez el doctor abrió bastante los ojos.
—Sí, un cementerio. Ya le dije, un error de principiante. Es que si usted le pregunta a cualquier persona promedio donde podría encontrarse a La Muerte, la mayoría contestaría que en un cementerio.
El doctor asintió levemente con la cabeza.
—Pues no —repliqué—. Ella no va a donde ya están todos muertos. No tiene nada que ir a hacer allí. Ella va a donde están los vivos. Pero en ese entonces yo no lo había pensado así. Incluso tenía una lista de los lugares donde en ese momento creía que podría encontrarla: cementerios, funerarias y morgues. La opción más viable, por la falta de vigilancia, eran los cementerios. Tuve que volver a pensar las cosas después de eso. Pero no se me ocurrían otros lugares donde buscar. Después de un tiempo se me ocurrió mirar desde otra perspectiva y pensé en ponerme en sus zapatos.
—Me está diciendo que usted…
—Oh, no. Claro que no —interrumpí al ver como el doctor se inclinada hacia atrás con algo de temor—. Jamás he matado a nadie y nunca lo haría. El hecho de que esté enamorado de La Muerte no significa que desprecie la vida. Por el contrario, la respeto y la valoro mucho. Después de todo, la vida es el único camino hacia La Muerte. 
—¿Entonces? —preguntó. Esta vez inclinándose hacia adelante y apoyando los codos sobre su escritorio.
—Al decir que me puse en sus zapatos quiero decir que intenté pensar como ella. Si yo fuera la muerte, si mi trabajo fuera recolectar almas para llevarlas al más allá, ¿dónde encontraría esas almas? ¿Dónde muere la gente? ¡Esa es la pregunta correcta! ¿Dónde muere la gente?
—La gente muere en todas partes.
—Yo también pensé eso al comienzo doctor. Incluso cambié mi lista y puse guerras, asaltos, atentados, accidentes y hospitales. Pero no iba a cometer el mismo error dos veces. No es lo mismo morir que ser asesinado.
—¿No?
—Doctor, por favor. Claro que no —dije con un tono de sorpresa—. Usted debería saberlo. Se supone que todos deberíamos morir de causas naturales. Ya sabe, de viejos o por alguna enfermedad, que es algo trágico, o por algún infortunado accidente, que es más trágico aún. Pero no porque otra persona nos quite la vida. Así que quité de mi lista las guerras, los asaltos y los atentados. Esas no son muertes de verdad. Quiero decir, claro que las víctimas fallecen, pero no porqué La Muerte venga por ellas, sino porque alguna otra persona tiene el descaro de terminar con sus vidas. Esas almas quedan vagando, esperando a que ella venga a recogerlas. Son innumerables los casos conocidos de personas que sufrieron muertes violentas y cuyas almas andan deambulando sin poder encontrar su camino al otro mundo porque murieron antes de tiempo, incluso porque ni siquiera entienden lo que les ha pasado y no saben que ya están muertas.
—¿Y cuál es la diferencia entonces?
—Una verdadera muerte, una muerte como debe ser, debe suceder cuando el cuerpo está demasiado gastado y débil para seguir alojando el alma que lo mantiene con vida y el alma entiende que ha llegado el momento de avanzar al siguiente plano. Entonces La Muerte viene a acompañarla en su lecho durante sus últimos momentos en este mundo, para luego llevarla a iniciar su nuevo camino. Pero con la arrogancia de esta humanidad tan mediocre y violenta, La Muerte tiene mucho más trabajo del que debería.
—¿Y por eso vino aquí?
—¡Exacto! Fue realmente difícil infiltrarme dentro del hospital. Además estuvo la labor investigativa de casi seis meses para averiguar que enfermos eran terminales, conocer sus historias médicas, aprender sobre las enfermedades y, finalmente, elegir a uno de tantos enfermos para mis fines. 
—Y escogió al señor Hernando López —dijo con tono acusativo.
—Así es. Su leucemia, como usted bien lo sabe, estaba ya en un estado terminal. Hacía un año le habían diagnosticado dos meses de vida. A los dos meses le diagnosticaron cuatro meses más, luego de los cuales mostró gran mejoría para recaer pocas semanas después. Su conteo de leucocitos era cada día más bajo. El cáncer avanzaba velozmente como si recuperara el trabajo que no había hecho en los últimos meses. Podía morir en cualquier momento. Y ya estaba preparado para ello, incluso lo anhelaba; me lo dijo varias veces.
—Entonces usted es la persona de la que él nos hablaba. Pensábamos que alucinaba con su hijo a causa de los medicamentos.
—Ah, sí. Manuel, su único hijo. La única persona que el señor Hernando tenía en esta vida. Lo dejó aquí prácticamente olvidado y sólo se encargaba de pagar la cuenta. Algo debió pasar entre ellos para llegar a eso, ¿no cree? ¿Quién habrá sido el malo, el padre o el hijo?
El doctor encogió los hombros.
—De todas formas ya no importaba —dije—. Ante La Muerte todos somos iguales. De hecho, creo que no hay nadie tan equitativo como La Muerte. A ella de verdad que no le importa el color de la piel ni el estatus económico ni la religión ni si somos profesionales o analfabetas. A ella lo único que le importa son las personas. Bueno, en realidad, las almas. Y las almas no tienen ese tipo de distinciones.
—¿Y cómo logró usted infiltrarse en el hospital?
—Me valí de muchas tretas y engaños para entrar todas las noches a acompañar al señor Hernando. Unas veces fui enfermero, otras fui camillero, aseador, incluso sacerdote. Acompañé al pobre viejo durante las últimas dos semanas. Me escondí en varias partes cuando alguien que pudiera delatarme entraba a la habitación. En el baño, debajo de la cama, dentro del ropero, hasta en la cornisa afuera de la ventana. Aguanté frío algunas veces y algo de hambre otras tantas, pero no desistí. Estaba seguro de que iba a verla en cualquier momento. Sin embargo, mi mayor miedo no era que alguien me encontrara, sino que yo no lo encontrara a él alguna noche al llegar a su habitación. Que muriera sin que yo estuviera presente. Que no pudiera verla. Ese era mi mayor temor.
—Hasta anoche.
—Así es. Esta madrugada, después de tanta espera, mientras el señor Hernando dormía, su respiración se aceleró poco a poco, y se hacía cada vez más difícil. Me paré a su lado y tomé su mano. No abrió los ojos. El monitor cardiaco simplemente pasó del pitido intermitente al pitido continuó. Me paralicé frente al espectáculo. Fue entonces cuando entraron las enfermeras corriendo y me encontraron. Unos segundos después entró usted y aquí estamos.
—Entonces, señor Arana, usted está diciendo que se dio cuenta cuando empezó el paro respiratorio del señor López y que no hizo nada para alertar a las enfermeras —dijo el doctor con enfado—. Eso puede meterlo en muchos problemas.
Por un momento me sentí apenado. Yo no quería causarle problemas a nadie y siempre me ocupo de no ser una molestia para ninguna persona. Pero las cosas pasaron muy deprisa y no alcancé a esconderme cuando el personal médico ingresó a la habitación. Encontrar a un extraño en la habitación de un paciente terminal justo en el momento en que fallece es algo muy extraño. Más aún cuando se está a altas horas de la madrugada. Y ahora el doctor Medina tenía que esclarecer el motivo de mi presencia allí. Bajé la cabeza y miré mis manos entrelazadas.
—Lo entiendo doctor —respondí—. Pero no habría tenido caso el haberlo hecho. Ustedes simplemente lo mantenían vivo mientras era momento de que ella viniera por él.
El doctor Medina respiró profundamente y luego exhaló con fuerza. Se puso de pie, se dirigió a la puerta de su consultorio y la abrió solo un poco antes de voltear a mirarme de nuevo.
—Una pregunta más, señor Arana —dijo—, ¿logró verla?
Levanté de nuevo la cabeza, lo miré y sonreí.


GIOVANY

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