lunes, 9 de mayo de 2016

Con Todo El Corazón

—¡¿Qué?! ¿Me está hablando en serio?
—Ese es el reporte. También me pareció extraño al comienzo, pero Rivera nunca bromea.
—No puede ser cierto. Nunca hemos tenido algo así.
—Lo sé. Por favor apersónese de la situación y manténgame informado.
—Claro que sí coronel, le informaré tan pronto sepa lo que pasó —“¡Por Dios!”, pensó mientras colgaba la llamada. “Si esto es cierto, tengo que cambiar de empleo”.
Tardó poco menos de 15 minutos en llegar. La calle frente a la casa estaba atestada de curiosos, tanto que tuvo que aparcar el auto casi veinte metros antes. Bajó del vehículo y se abrió paso entre la horda de chismosos, mientras, inevitablemente, escuchaba sus comentarios: “A mí me despertaron los gritos del marido”, “¿Gritos? ¿Cuáles gritos? Esos fueron alaridos”, “¿Sí será cierto?”, “¿Cómo se te ocurre? Tuvo que haber sido ese tipo”, “Yo, la verdad, siempre dije que esa muchachita no era normal”. 
No logró evitar molestarse por los comentarios, aunque ya ni lo intentaba; hacía tiempo había comprendido que el impulso de juzgar al prójimo es uno de los vicios de la humanidad. Pero si el reporte era cierto, todas esos mirones cabían en lo más bajo que se pudiera llegar por el deseo del morbo. 
Cuando logró salir del tumulto sintió como si hubiese atravesado un muro de diez metros de porquería. Incluso se sorprendió olfateando el cuello de su chaqueta en busca de malos olores.
Uno de los agentes que sostenía el perímetro y contenía la masa de carroñeros humanos le reconoció y le dejó pasar. El sargento Rivera se encontraba junto a la puerta de la casa dando algunas órdenes a otro par de agentes cuando vio a su superior acercarse.
—¿Teniente Martínez? —preguntó Rivera con sorpresa.
—¿Esperaba a alguien más Rivera?
—Bueno, es que no creí que el coronel pensara en usted para este caso.
—¿Tiene algún problema con eso?
—No, no, claro que no, teniente. Por favor disculpe mi imprudencia.
—Déjelo así Rivera —cortó Martínez volteando a mirar la entrada de la casa—. ¿Es cierto?
—Así es. Increíble. Aunque ya nada me sorprende.
—Por favor Rivera, esto se sale por mucho de los casos que acostumbramos tratar.
—Eso es lo triste, ese limite se reduce cada vez más —explicó el sargento mientras le indicaba que lo acompañara dentro de la casa. Martínez lo siguió y se encaminaron a la alcoba principal—. Tiene una sola herida. La niña le enterró el cuchillo justo en el corazón, pero luego lo movió como si estuviera escarbando —Martínez frunció el ceño y arrugó la boca.
La escena era algo a lo que la teniente Martínez ya estaba acostumbrada. Los técnicos del cuerpo de investigación se movían por la habitación vestidos con sus batas blancas y con sus caretas de plástico. Uno de ellos rodeaba de un lado al otro la cama con una cámara fotográfica de alta definición y le daba vueltas al lente como si buscara el mejor ángulo de una modelo. La víctima, una mujer, yacía boca arriba sobre el costado derecho de la cama, con los ojos abiertos, el brazo derecho colgando y una herida mortal en el pecho, de donde manó la sangre que teñía de rojo las sábanas y que bajó por el brazo para formar un inmenso charco rojo en el piso.
—¿Cómo sabe que fue la niña? —preguntó Martínez.
—Las huellas en el cuchillo no son de un adulto.
La teniente miro a su subalterno alzando las cejas.
—Está en su cuarto —repuso el sargento señalando con el pulgar hacia la puerta de la habitación al ver la mirada de reproche—. La niña. Está en su cuarto.
Martínez se encaminó hacía la habitación de la pequeña. 
—Está con una trabajadora social del cuerpo de infancia y adolescencia —continuó Rivera mientras caminaba al lado de la teniente—. Está asustada y llorando, pero dudo mucho que entienda lo que ha sucedido.
Vieron a la niña en la cama, sentada sobre sus pies y con la espalda apoyada en la pared, abrazada a un gran muñeco de felpa, sollozando y con la mirada fija en el cubre lecho de arco iris y unicornios. La sicóloga, sentada al otro extremo de la cama le hablaba en un susurro casi imperceptible. Angélica Martínez se detuvo en la entrada de la habitación, sus piernas dejaron de responder. Su mano izquierda apretó el marco de la puerta y sus uñas casi se clavaron en la madera. Al ver los rizos en el cabello de la pequeña su corazón se debatió entre detenerse y acelerarse. Sabía, muy en el fondo, que era solo su imaginación, pero, aún así, el parecido era impresionante. Por un segundo todo se volvió blanco y el aire se negaba a entrar en sus pulmones. Retrocedió y apoyó la espalda en la pared junto a la puerta, obligándose a respirar despacio y a borrar de su mente los recuerdos, al menos por el momento.
—¿Está bien teniente?
—Sí, estoy bien, Rivera. No pasa nada.
—No tiene que tomar este caso si no quiere. Yo puedo llamar al coronel y…
—¡Ya le dije que estoy bien, Rivera!
—Como usted diga, teniente.
—¿Dónde está el padre?
—En la cocina —dijo el sargento señalando nuevamente con su dedo pulgar—. Con uno de mis hombres. Se llama Alberto Rubio. Es contador en una empresa del centro. No tiene ni un solo antecedente. Sin embargo hay algo raro.
—¿Qué cosa?
—Mire todas estas fotos en las paredes. Estas personas eran bastante religiosas. Al menos eso parece. La mayoría de las fotos son de servicios en la iglesia del barrio.
Martínez miró las fotos por unos segundos y cayó en la cuenta.
—La niña no está en ninguna foto.
—Exactamente —confirmó el sargento. 
Entraron en la cocina. El hombre estaba sentado en una de las sillas de la mesa, con las manos esposadas detrás de él y con la cabeza abajo. El policía que lo custodiaba estaba de pie detrás de él.
—Lo esposamos por precaución; estaba demasiado alterado —explicó Rivera—. Imagínese: despertar y ver a su hija acuchillando a su esposa. Eso puede enloquecer a cualquiera.
—No tiene que estar repitiéndolo Rivera.
Angélica se sentó en la silla frente al hombre, al otro lado de la mesa y Rivera se excusó para revisar el perímetro fuera de la casa.
—Señor Rubio, soy la teniente Angélica Martínez, del cuerpo de policía.
El hombre permaneció con la cabeza caída.
—¿Señor Rubio? —insistió la teniente.
—¿Dónde está mi hija? —preguntó el hombre sin moverse.
—En su habitación. Ella está bien. La cuida una de nuestras sicólogas.
—Es una asesina —dijo con la voz apagada y levantando la mirada hacia los ojos de Angélica—. Es un demonio. 
—Ya veremos eso, señor Rubio. ¿Podría decirme exactamente lo que sucedió?
—Ella mató a mi esposa. Mató a su propia madre. Le clavó un cuchillo en el corazón mientras dormía. ¡ES UNA ASESINA! ¡Oh, Dios mío!
—Voy a necesitar que se calme, señor Rubio. Le diré lo que vamos a hacer: voy a ordenar que le quiten las esposas, para que pueda estar más cómodo; y usted va a tranquilizarse y va a contarme paso a paso lo que sucedió esta noche. ¿De acuerdo?
El hombre respiró profundamente y asintió mientras exhalaba. Una vez libre de las esposas, apoyó los codos sobre la mesa, se tapó la cara con las manos y empezó a llorar.
—Estábamos durmiendo —habló el hombre calmando el llanto poco a poco, pero sin levantar la cabeza—. Nos fuimos a la cama igual que todas las noches. Acostamos a la niña a eso de las ocho. Mi esposa y yo estuvimos despiertos un poco más alistando cosas para mañana, o para hoy, ¿qué hora es?
—Son las cuatro de la mañana, señor Rubio. Por favor continúe.
—Nos acostamos a ver una película, como lo hacemos cada noche, y nos dormimos antes de que terminara, con el televisor encendido. En algún momento ella me empujó y me despertó un poco. Entre dormido le pregunte “¿qué pasa amor?”. No respondió, pero me clavó las uñas en el brazo, desperté asustado y volteé hacia ella. Entonces vi a la niña, con su pijama llena de  sangre, apretando con sus dos manos el cuchillo clavado en el pecho de mi esposa —el llanto apareció de nuevo—. Movía el cuchillo de un lado al otro dentro de la herida. Miré la cara de mi esposa. Tenía los ojos abiertos, pero no miraba a ninguna parte. Miré de nuevo a la niña y me sonrió. ¿Cómo puede alguien hacer eso? —preguntó levantando la mirada a los ojos de Angélica— ¿Cómo puede alguien sonreír mientras mata a otra persona? Si una niña hace eso, entonces no es una niña. Es un demonio. Es algo que no debe estar en este mundo. ¡Oh, Dios mío, ayúdame, por favor, ayúdame!
—Voy a pedirle nuevamente que se calme señor Rubio. ¿Le hizo usted algo a la niña después de eso?
—No, nada. Cuando me sonrió le grité y salió corriendo a su cuarto. Me quedé en la habitación tratando de despertar a mi esposa. La sacudí por los hombros, pero ya era muy tarde. Después, lo primero que se me ocurrió fue llamar a emergencias. Luego fui a buscarla, pero cerró la puerta de su habitación con seguro y no pude abrirla. Iba y venía entre mi habitación y la de ella. Le grité que abriera, que saliera, pero ni siquiera respondió. Intenté derribar la puerta pero no lo logré. ¿Cómo pudo hacerlo? ¿Cómo pudo matar a su propia madre? Sólo tiene cinco años. ¡¿COMO?! —gritó finalmente poniéndose de pie casi de un brinco, golpeando la mesa con los puños y poniendo su cara a solo unos centímetros del rostro de Angélica. 
El agente de policía que antes le había quitado las esposas, y que permaneció detrás de él durante la entrevista, se le abalanzó encima para reducirlo. La teniente ni siquiera se movió; se quedó mirando como el señor Rubio pasó de la cólera nuevamente al llanto mientras era contenido por el uniformado.
—No es una niña, es un demonio —balbuceó el hombre mientras el policía lo sentaba de nuevo en la silla—. No es una niña es un demonio. ¡Oh, Dios ayúdame! ¡Señor, ayúdame!
Rivera llegó corriendo a la puerta de la cocina. Angélica, aún sin inmutarse, miraba fijamente al hombre que lloraba y susurraba.
—¿Está bien teniente? —preguntó el sargento.
Angélica se puso de pie y miró al sargento.
—Este hombre no la mató. Hablemos con la niña —dijo Angélica sin responder la pregunta de su subalterno y pasándolo de largo mientras salía de la cocina en dirección al cuarto de la pequeña.
—Teniente…
—Si escucho una palabra más al respecto, Rivera —interrumpió Angélica—, será usted quien abandone este caso.
La niña seguía en la cama, abrazada a su muñeco y mirando el acolchado de arco iris y unicornios.
Angélica tuvo que obligar a su cuerpo a entrar al cuarto y pensó que fue algo imperceptible, pero Rivera sí notó cómo su superior frenó por una fracción de segundo antes de ingresar, mas ya le había quedado claro que no debía tocar el tema y prefirió regresar al perímetro. 
Cada objeto en el cuarto removía a Angélica en su interior. La mesita rosa con su pequeña silla, la estantería llena de muñecas, las paredes con pegatinas de colores y el tocador lleno de pequeños adornos para el cabello. Apretó sus manos hasta sentir sus cortas uñas clavándose en sus palmas. Lo recuerdos aún eran demasiado fuertes y dolorosos, pero logró contenerse. Se acercó a la cama y la trabajadora social, que estaba sentada frente a la pequeña, le cedió el puesto mirándola y negando con la cabeza, dándole a entender que la niña no había querido hablar.
—Hola princesa. Sé que estás asustada —La chiquilla no la miró, siguió concentrada en los unicornios, o tal vez en los arco iris—. Yo también estoy asustada.
—¿De verdad? —preguntó la niña levantando la mirada lentamente para mirar a la teniente.
Esa fue la gota que derramó el vaso, casi literalmente. Angélica ya no pudo contener las lágrimas. Eran los mismos ojos. No lo estaba imaginando, no estaba exagerando. Esos pequeños ojos negros eran iguales a los de su pequeña. Logró contener el llanto, pero las lágrimas tuvieron vía libre.
—Estás llorando —La niña levantó la mano y acarició la mejilla de Angélica–. ¿Por qué estás llorando?
—Porque estoy asustada —Angélica volvía a contenerse, obligándose a permanecer serena—. Y no sé que fue lo que sucedió aquí. ¿Me lo explicarías?
—Yo solo quería ver su corazón.
—¿Ver su corazón?
—Sí. Mi mamá siempre me dice que me ama con todo el corazón. Yo quería ver su corazón.
—¿Tu padre te dijo que dijeras eso?
—No. Mi papá está muy enojado.
—¿Estás segura de que tu papá no te pidió que dijeras eso?
La niña asintió con la cabeza.
—¿Sabes qué le pasó a tu mamá?
—Creo que también está enojada porque no ha venido a verme. No me habla cuando está enojada. 
—¿Sabes porqué está enojada?
—Lo vi en la televisión.
—¿Qué viste?
—El corazón está en el pecho. El Doctor Doggie lo mostró. Yo solo quería ver el de mi mamá. No iba a romperlo. Se lo iba a devolver. Ella me ama con todo el corazón.
—¿Quer…Querías…? —Por segunda vez en su vida, Angélica no lograba articular palabras—. ¿Ibas a…? —Se tomó unos segundos para respirar profundo. La niña no dejaba de mirarla a los ojos—. ¿Cómo ibas a ver el corazón de tu mamá?
—Iba a sacarlo. Pero sólo por un momento. Sólo quería verlo. Se lo iba a devolver. De verdad. —La chiquilla rompió a llorar y se abrazó a la teniente.
—¡Oh, por Dios! —dijo la psicóloga casi gritando.
Rivera llegó casi al instante, alarmado por la exclamación.
—¿Qué sucede?
—Es verdad —dijo la psicóloga—. La niña…
—¡Doctora! —interrumpió Angélica—. Yo le explicaré al sargento —le dijo reprochándole su indiscreción con la mirada—. Por favor quédese con la niña un momento.
La niña seguía llorando y abrazada al cuello de Angélica como un náufrago a un tronco flotante.
—Corazón, tengo que salir un momento a hablar con la policía. La doctora va a cuidarte y yo regresaré pronto. ¿De acuerdo?
La niña la soltó lentamente y volvió a abrazar el oso de felpa.
Los dos policías salieron al jardín frontal de la casa. Angélica necesitaba una bocanada de aire fresco. El sargento notó sus ojos aguados. 
—¿Cuáles son sus órdenes teniente?
—No lo sé, Rivera. Supongo que tendremos que internarlos a ambos para atención sicológica mientras termina la investigación —Suspiró—. ¿Cómo puede suceder algo así?
—Como le dije antes teniente, el limite de lo inimaginable es cada vez más pequeño. El ser humano es capaz de grandes cosas… Buenas y malas.
—¡SARGENTO! —El grito vino del interior de la casa.
El sargento y la teniente entraron corriendo y vieron al custodio del señor Rubio tirado en el piso de la cocina. La sicóloga los llamaba a gritos desde el corredor. Corrieron también hasta ella. La  puerta de la habitación de la niña estaba cerrada. El padre de la pequeña se había librado del policía que lo vigilaba, sacó a la trabajadora social de la habitación y se encerró con la chiquilla. Angélica, por reflejo, intentó girar el pomo de la puerta, pero ya sabía que estaría cerrada con seguro desde adentro.
—¡Señor Rubio, abra la puerta de inmediato!
—¡No papi, por favor, no! —Los gritos de la niña anunciaban lo peor.
Angélica se aventó contra la puerta pero no logró ni siquiera hacerla cimbrar. Rivera la empujó a un lado e hizo lo mismo. La puerta cedió un poco, pero fue necesario que otro de los agentes de uniera al sargento para una segunda arremetida. Las bisagras cedieron y los dos hombres cayeron al suelo con la puerta. Angélica vio la cara azul de la niña y las manos de su padre apretándole el cuello. El instinto actuó en el cuerpo de la teniente y disparó directo a la cabeza del hombre.

Fueron seis meses. Tres meses menos de lo que se esperaba inicialmente. La niña  respondió muy bien al tratamiento psiquiátrico, evolucionando sorprendentemente rápido, y ya era hora de su salida. Angélica la visitó a diario, sin falta. No era amiga del tráfico de influencias, pero cobró unos cuantos favores antes de retirarse de la policía y logró que los tramites para la adopción también terminaran antes de tiempo y sin ningún obstáculo. Era una segunda oportunidad para ambas y Angélica estaba decidida a no cometer el mismo error, por eso renunció.
La niña estaba lista desde muy temprano. Ya tenía su pequeña maleta empacada y ella misma se había peinado haciéndose dos colas en su cabello. Cuando Angélica entró en la habitación corrió hacia ella con una cara de felicidad que solo los niños pueden hacer.
—Te amo —dijo la pequeña abrazándose al cuello de su nueva madre.
—Yo también te amo —respondió Angélica.
—¿Con todo el corazón? —preguntó la niña.

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