domingo, 26 de julio de 2015

Lo que no me mata

Se supone que voy a morir de una manera en que nunca ha muerto nadie. No me impresioné en el momento en que me lo dijeron, pero la manera en que suceden las cosas desde ese entonces me ha convencido de que es verdad.
Mi mejor amiga me insistió mucho en que la acompañara donde una adivina a hacerse una limpieza para poder atraer mejores hombres a su vida. Intenté convencerla muchas veces de que la solución era mejorar su autoestima y su autoconfianza, pero al final fue ella quien terminó por convencerme a mí de ir con ella.
Fuimos luego de salir del trabajo. Nos encontramos en un parque cerca a la dirección de la señora que tanto le recomendaron sus compañeras de oficina. Dos de ellas decían que su vida había mejorado mucho después de haber consultado a doña Adiela. Tenía una sonrisa inmensa cuando nos vimos y hasta me abrazó al saludar, cosa que nunca hacemos. Hablaba rápido, casi sin respirar, y me apuró para no llegar tarde a la cita, aunque íbamos con tiempo de sobra. La casa quedaba a tres cuadras del parque. Tocamos el timbre y la puerta se abrió casi de inmediato. Un hombre algo mayor nos abrió la puerta y nos hizo pasar a la sala de espera. Pensé que iba a encontrarme con un lugar lleno de artilugios de brujería, cuadros de demonios o de ángeles, velas encendidas, olor a incienso y cosas así, pero era una casa como cualquier otra, sin nada especial. El hombre nos pidió que tomáramos asiento y luego se retiró. Doña Adiela entró en la habitación unos segundos después. Otra vez esperaba algo muy diferente, pero era una señora como cualquier otra, incluso me recordó un poco a mi mamá con su apariencia de ama de casa y hasta de señora cariñosa. Nos saludó muy amablemente y Adriana se puso de pie con un pequeño salto, estirando la mano para saludar. Luego de una breve conversación entraron a una de las habitaciones y cerraron la puerta. Veinte minutos después salieron y, aunque pensé que era impresión mía, la sonrisa de mi amiga parecía más amplia y profunda, si es que vale el término.
—¿Listo? —pregunté.
—Sí. Listo. ¡Ay, me siento genial! De verdad. Me siento liviana. Pura. Fuerte. ¡Me siento feliz!
—Pues ojalá te dure —dije incrédulo—. ¿Nos vamos?
—¿Y usted? —preguntó la señora mirándome.
—No, yo no. Muchas gracias.
—Debería. Usted va a morir de una manera en que nunca ha muerto nadie.
Cayó al suelo como si fuese un juguete al que le quitan las baterías. Su esposo entró a la sala rápidamente, pero con calma, mientras Adriana y yo nos mirábamos paralizados. La levantó del suelo, la sentó en uno de los muebles, sacó de un bolsillo una pequeña botella de vidrio oscuro, la destapó y se la puso bajo la nariz. Poco a poco doña Adiela volvió en sí. No recordaba nada de la última media hora. No recordaba a Adriana, no me recordaba a mí. El hombre nos dijo que todo estaba bien, que algunas veces eso sucedía. Nos insistió en que no nos preocupáramos y que podíamos marcharnos sin problema. Adriana volvió a su alegría y yo a mi escepticismo. El susto me hizo olvidar lo que me dijo, pero Adriana seguía pensando en la buena suerte que vendría ahora para ella.
Pocos días después, dentro de lo normal de mi vida, mientras caminaba a la oficina escuché detrás de mí un fuerte ruido de algo metálico chocando contra el piso. Salté hacía adelante y mi corazón se aceleró tanto que me sentí mareado. Una lampara de alumbrado público se desprendió del poste y cayó justo donde yo había acabado de pasar. Si hubiese caído un segundo antes o si yo hubiese pasado un segundo después me habría partido el cráneo. Caí sentado cuando vi a doña Adiela de pie junto a la lámpara destrozada. Algunas personas se me acercaron para ver si estaba bien. Yo apenas les entendía. Todo me daba vueltas y respiraba tan rápido que el aire no me alcanzaba. Todo se fue poniendo oscuro poco a poco, las personas se volvieron manchas de colores y sus voces parecían ecos lejanos. Cuando desperté, un enfermero de un servicio de ambulancias me tomaba el pulso. Estaba acostado en la calle y me levanté de un brinco. Miré hacia la lámpara buscando a doña Adiela pero ya no estaba. Miré hacia todos lados y no la encontré.
La mañana siguiente, sentado en una de las mesas externas de una cafetería cerca a mi casa, leía el periódico del día mientras desayunaba mi acostumbrado cruasán con chocolate. Levanté la mirada y la vi sentada en la mesa frente a la mía. Me puse de pie de inmediato y caminé hacía ella. Un chirrido  detrás de mí inundó el ambiente y lo siguieron algunos gritos. Volteé a mirar por instinto en el momento justo en que un taxi se montaba a la acera y aplastaba la silla y la mesa donde yo estaba sentado contra la pared. En lo único en que pensé en ese momento fue en doña Adiela, pero cuando volví a mirarla ya no estaba.
Ahora la veo casi a diario y cada vez me salva la vida. Nunca he podido hablar con ella de nuevo. Siempre desaparece justo después de salvarme la vida cuando me bajo de un autobús antes de que se estrelle, cuando evito subir a un ascensor antes de que se desplome, cuando evito cruzar una esquina antes de que explote una tubería de gas. Vivo cada día esperando poder verla, ansioso por encontrarla en cualquier momento pues siento que está cuidándome de la muerte o tal vez cuidándome de no morir de alguna manera en que ya haya muerto alguien.

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