Tenía que
parar. Sentía como si su corazón fuera a explotar en cualquier momento y sus
piernas le ardían tanto que sólo podía comparar el ardor con el que sintió un
día cuando en medio de un descuidó metió su mano en un sartén con aceite
hirviendo donde su madre hacía frituras para vender en la plaza de mercado y
que él tumbó al suelo cuando brincó del dolor, pero la quemadura en la mano no
le dolió tanto como los correazos que le impartió su progenitora y que le
marcaron los glúteos, la espalda y la parte anterior de los muslos; así le
ardían las piernas. En medio de la carrera volteó a mirar hacia atrás
y los
distinguió entre la multitud como también distinguió los maderos negros en sus
manos, uno de ellos casi le alcanzó la cabeza cuando inició su huída tres
cuadras atrás. Estaban casi a media cuadra de distancia, al menos tres de
ellos, al cuarto no lo vio y eso lo asustó más. Sin importar el ardor en las
piernas ni la falta de oxígeno ni el
latir sobrehumano de su corazón, tenía que seguir corriendo. Continuó,
abriéndose paso entre la gente, gritando y empujando. Apretaba fuertemente el
paquete de color amarillo que llevaba bajo su brazo izquierdo; sabía que si lo
soltaba, que si ellos lo veían arrojarlo al suelo, no lo perseguirían más y
podría descansar. Lo sabía, pero nunca lo consideró como una opción. Desde que
tomó la decisión de embarcarse en esta locura también tomó la decisión de cumplirla
a cabalidad sin importar nada.
La calle
estaba llena de gente, pero no lo suficiente como para perdérseles a sus
persecutores. Las personas se asustaban al verlo correr, pero se asustaban más
cuando veían quienes lo perseguían. Algunos le arrojaban algún insulto cuando
los empujaba para abrirse paso. Otros, cuando lo veían venir, se hacían a un
lado. Vio que un río de gente salía de una gran puerta e inundaba aún más la
acera y la calle. El instinto lo puso en esa dirección y a punta de estrujones
se metió entre la multitud buscando camino hacía dentro del teatro. Allí se
agachó detrás del anuncio que avisaba la obra que se presentaba en el momento.
Debía ser muy exitosa a juzgar por la cantidad de gente que estaba saliendo de
la función que acababa de terminar. Asomando un poco la cabeza por un lado
podía ver a través de los cristales de la puerta, la estampida de gente le
bloqueaba la visión, pero estuvo atento por si veía a alguno de los uniformados.
Respiraba tan agitadamente que se sentía a punto de un paro respiratorio. Las
palpitaciones del corazón las sentía en las sienes. El sudor, que le corría a
cántaros, le tenía empapada la camiseta y algunas gotas rodaron por su frente y
se le metieron en los ojos provocándole escozor y nublándole la visión. Revisó el
paquete para verificar que no se hubiese abierto y que no se hubiese perdido
algo de su contenido. Se veía intacto. En cuestión de segundos se vació la
puerta por donde había ingresado, sólo unos pocos visitantes quedaban caminando
hacia afuera. Asomándose nuevamente, con cautela, los vio aparecer mientras el
gentío se disipaba. Parecían tan o más cansados que él. Miraban hacia un lado y
hacia el otro buscándolo mientras agitaban sus macanas en el aire ordenándole a
la gente que abrieran espacio. Sus piernas, mientras permanecía acurrucado,
empezaron a temblarle, sólo en ese momento se dio cuenta de que le había pedido
a su cuerpo más de lo que podía dar. Empezó a ver manchas negras que aparecían
y desaparecían mientras todo empezaba a darle vueltas al ritmo de las
pulsaciones en las sienes que ahora sentía como cuchilladas en su cabeza. Estaba
perdiendo el sentido.
Se encontró
asomado a la ventana de su antigua casa, en la que vivió desde que tiene
memoria y hasta los siete años de edad, en ese momento tenía cinco y veía como
tres policías, en la calle, tenían contra la pared a un chico de no más de 14 o
15 años. Su rostro, bañado en sangre, le era completamente familiar, sabía quién
era: El Bravo. Su verdadero nombre era Alejandro, su apellido no lo recordaba,
porque allí eran más importantes los apodos que hablan de las hazañas y no los
apellidos que hablan de la genealogía; a su abuelo varías veces le escuchó
decir: “cuando eres rico el apellido sirve de mucho, pero cuando eres pobre no
vale una mierda”. El Bravo se llamaba así porque desde muy pequeño mostró que
no le tenía miedo a nada y siguió sin tenerlo incluso después de quedar
condenado a una silla de ruedas luego de esa golpiza que él estaba presenciando
desde su ventana y que dejó al adolescente con tres vertebras rotas que alcanzaron
a lastimar uno de las nervios que corre por la columna vertebral. Los agentes
le reclamaban porque hacía varios días no les pasaba la cuota de la venta de
cachos y baretos —cómo se les dice a los cigarrillos
de marihuana en tantas partes— y se había estado escondiendo de ellos. Se
escondía para no pagarles porque necesitaba el dinero para comprar urgentemente
una nueva medicina que su madre necesitaba, irónicamente, para volver a caminar.
Las macanas caían fuertemente sobre El Bravo y éste sólo respondía con
insultos, provocando que la ira de sus atacantes se desatara también con puntapiés
y culetazos de sus armas de dotación. Durante un breve momento los instigadores
pararon para recobrar un poco el aliento. El Bravo aprovechó para alzar la
mirada hacia la ventana, miró al niño a los ojos y le gritó: ¡corra, corra! ¡CORRAAAA!
El pequeño
Andrés recobró el sentido con un sobresalto, se había desvanecido durante sólo
unos segundos, pero le alcanzó para traer a la memoria la escena de El Bravo,
que se le quedó grabada hacía seis años y que jamás se borraría. Un empleado de
seguridad del teatro le acusaba con la punta del pie y le gritaba que se
levantara y que se largara. Afuera, uno de los policías alcanzó a escuchar los
gritos del vigilante y volteó a mirar. Vio al niño, con su cara y su cabello
sucios, parado detrás del aviso de la cartelera. —¡Ahí
está!— les gritó a sus compañeros. Andrés también lo escuchó y palideció tanto que
casi se le doblan las piernas cuando lo vio venir hacia él, pero la voz de El
Bravo sonó dentro de su cabeza: ¡CORRAAAA! Empujó al vigilante del teatro,
recogió el paquete amarillo del suelo con una mano y con la otra empujó la
cartelera hacía la puerta por donde venían entrando dos de los policías, que
tropezaron con el aparato cayendo de bruces y deslizándose sobre el pulido
piso. El niño saltó sobre ellos y emprendió nuevamente la carrera. De los dos policías
que permanecían afuera, uno fue a auxiliar a sus compañeros caídos y el otro
siguió al muchacho que, como por arte de magia, parecía haber recobrado sus
fuerzas y corría mucho más rápido de lo que el agente podía. Entonces una
macana voló entre el persecutor y el perseguido golpeando al pequeño
ladronzuelo en la espalda, pero la nueva carga de adrenalina no le dejó siquiera
notar el golpe.
Muchas
cuadras después, aún corría sin importar que ya nadie lo siguiera. Pero lo que
le importaba ya no era escapar sino llegar. Se metió en el laberinto de
callejones y corredores de su barrio mientras saludaba al paso a todos sus
conocidos. —¿Qué llevas en la bolsa?— le preguntaban
todos señalando el paquete amarillo que seguía bajo su brazo. Andrés no les respondía;
no porque no quisiera sino porque no tenía alientos para hacerlo. Entró en su
casa silenciosamente pensando que su madre podría estar dormida y no quería
despertarla. Pero en esa casa —por llamarla decentemente—, todo hacía ruido,
empezando con la cadena con que se aseguraba la puerta porque no tenía
cerradura, siguiendo con los plásticos de todos los colores que forraban las
paredes hechas de esterilla en un intento —muchas veces infructuoso— de evitar
que el frío entrara y que sonaban todo el día y toda la noche cuando los movía
el viento, y terminando con el piso hecho de tablas de madera sin tratar y sin
inmunizar que crujían bajo el peso de cualquier paso por sutil que fuera. Había
sólo dos cuartos, uno, por donde se entraba, que servía de cocina, comedor,
lavadero, baño y patio de ropas; y el otro donde estaba una cama para una
persona, pero que él compartía con Alicia, su madre, desde que los macabros
juegos del destino los llevaron a vivir al barrio más pobre de la ciudad.
Alicia estaba
despierta, pues los dolores casi no la dejaban dormir desde que la artritis
apareció prematuramente en su cuerpo a causa del exceso de trabajo lavando
ropas en casas ajenas todos los días desde la madrugada y hasta muy entrada la
noche, con eso lograba al menos con qué espantar el hambre y con qué arropar a
su hijo en las noches que era la única razón por la que conserva las ganas de
vivir. Hacía ya dos meses que la enfermedad no la dejaba trabajar y sobrevivían,
aun a más duras penas, de la generosidad de los vecinos. Andrés se paró en la
puerta de la habitación con el paquete amarillo en las manos.
—Hijito, ¿dónde
estaba? —le preguntó Alicia, aliviada de verlo.
—Feliz
cumpleaños mamá —le dijo el niño de once años mientras le ponía el paquete en
el regazo.
—¿Qué es esto? —preguntó Alicia con cara de sorpresa mientras
desenvolvía la bolsa plástica amarilla y sentía el delicioso olor que salía de
ella. Cuando la abrió vio que adentro había un pollo asado bañado con jugos de
aderezo. Con los ojos llenos de lágrimas miro a su hijo y con la voz quebrada
de la emoción y llena de agradecimiento le dijo: “Ay mijito, ¿usted de dónde
sacó esto?”
—No se
preocupe mamá. Ya vuelvo, voy a conseguir algo de tomar.
Andrés salió
a pedirle al señor de la tienda que le regalara un refresco para el cumpleaños
de su madre seguro de que no iba a negárselo. Ya no sentía dolor ni cansancio
ni ahogo, pero su corazón latía incluso más fuerte, no por el susto que estaba
sintiendo hace un rato sino por la alegría de haber visto lágrimas de felicidad
en los ojos de su madre.
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