El silencio se llenaba de murmullos y susurros.
Todos se cuidaban de no levantar la voz y de hacer el menor ruido posible. La
casa estaba atestada de gente, tanto que hacía ya mucho rato se habían acabado
las sillas y los lugares para sentarse que había disponibles y varias personas
tenían que permanecer de pie. Sus vestimentas de color negro oscurecían de más
el ambiente. Martina iba y venía, entrando y saliendo de la cocina. Saliendo
con una bandeja llena de tintos y entrando con una llena de pocillos sucios.
Dentro de la cocina estaba Antonia, su hermana mayor, encargada de preparar el
café y de servirlo a medida que Martina le iba pasando los pocillos que lavaba.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Martina mientras echaba
más azúcar en la azucarera.
—Nada. No se quiere tomar la pastilla.
—respondió Antonia con desconsuelo.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó Martina angustiada— Y
ese idiota que no aparece. ¿Nadie lo ha encontrado?
—Ni lo van a encontrar. Usted sabe muy bien
cómo es él.
—Pero es que es la mamá. Ni siquiera él puede
ser tan indolente, tan desconsiderado. —Sus ojos se llenaron de lágrimas y su
voz se quebró.
—¡Ay, Tina! Parece que no lo conocieras —Antonia hacía un esfuerzo enorme para no llorar. Sentía
que era su obligación contener las lágrimas y mantenerse fuerte, o al menos
aparentarlo, por ser la mayor.
Ambas vieron, con el rabo del ojo, que alguien
se paraba en la puerta de la cocina.
—Las está llamando —dijo Manuel con voz baja.
—Sí, doctor, ya vamos —respondieron las
hermanas casi al unísono.
Entrar en el cuarto de su madre siempre les
había hecho sentir seguras y confiadas, desde niñas era su lugar favorito de
toda la casa. Pero ahora, cuando la muerte parecía estar afuera esperando la
hora de ingresar, la angustia y el dolor eran lo único que podían sentir.
Francisca, acostada en su cama, inmóvil, pálida
y calavérica, apenas sí tenía fuerzas para mantener
los ojos abiertos. En la mesa de noche, al lado de la cama, estaban La Biblia
que leía todas las noches, un pequeño cuadro del Sagrado Corazón iluminado con
un pequeño velón rojo, una jarra con agua hasta la mitad, un vaso vacío y una caja
de Dizpacil. Se había negado a tomar el somnífero, no
quería dormir porque sabía, como sabían todos, que si lo hacía probablemente no
volvería a despertar y aún le faltaba algo por hacer, mejor, alguien por ver,
alguien de quien despedirse. Los dolores eran demasiado fuertes y los
analgésicos ya no surtían efecto. Manuel, el médico, les había recomendado a
sus hijos —Antonia, Martina y Saúl— que cuando se acercara el momento lo mejor
sería darle un somnífero para que no padeciera y dejara este mundo en medio de
la dulzura del sueño. La muerte dulce.
Antonia y Martina se sentaron a lado y lado de
la cama y cada una tomo la mano correspondiente de su madre. Las mismas manos
que tanto amor les habían brindado. Que fueron tiernas cuando tenían que serlo
y que fueron firmes cuando la disciplina era lo correcto. Martina no lograba
contener el llanto y Antonia, aunque no se le notara, lloraba igual, pero por
dentro.
—Hola mamita —dijo Antonia, mientras las
palabras de Martina se ahogaban en un sollozo.
—Mi amor, ¿y Saúl? —La voz de Francisca era tan
apagada que el silencio podría sonar más fuerte.
—Ya fueron por él, mamá. Ahora viene —mintió
Antonia. Martina sollozaba cada vez más fuerte— Tómese la pastilla, ¿sí? Mire
que eso la ayuda a descansar.
Francisca movió la cabeza diciendo no.
—Tráiganme a Saúl.
Antonia no pudo contener más las lágrimas.
Afuera, en el salón, se escucharon las voces de
los visitantes saludando al Padre Esteban. En ese entonces, cuando se
acostumbraba más morir de viejo que de intolerancia, de violencia o de enfermo,
los amigos y familiares del moribundo se reunían para acompañar a la familia en
el trágico momento de la partida de un ser querido. Antonia y Martina salieron
a recibir al Padre que había llegado después de dar la misa del medio día de
aquel domingo en la iglesia del Pueblo.
—Hola Padre. Bendición —dijeron las hermanas.
—La Paz sea en esta casa y a todos los que
habitan en ella —dijo el sacerdote—. Padre, Hijo y Espíritu Santo —bendijo,
haciendo la señal de la Santa Cruz con su mano derecha sobre la humanidad de
las mujeres— ¿Cómo está? —preguntó.
—¡Ay, Padre! Aguantando —respondió Antonia.
—¿Y Saúl? —preguntó el presbítero.
—¡Ja! No ha venido. No le ha dado la gana de venir.
Esta mañana se levantó temprano y se fue sin siquiera desayunar ni despedirse —la
ira de Antonia se notaba claramente en su voz.
—Y mi mamá no hace sino llamarlo —sumó Martina
con su voz quebrada.
—Tranquilas hijas que eso El Señor no lo
perdona.
—A mí no me importa si lo perdona o no. Yo lo
que quiero es que mi mamá esté tranquila. Que se pueda ir tranquila, Padre.
—Antonia, por favor —le recriminó el sacerdote
echándose la bendición.
Esa mañana, cuando el sol ya bañaba las
montañas en la periferia del pueblo, Saúl se levantó como si fuese un día
cualquiera. Se bañó sin prisas, se vistió con unos pantalones viejos y una
camiseta de su equipo de fútbol favorito, se puso las botas de caucho y la
gorra, se terció la mochila al hombro, cogió su vara de pescar y salió de la
casa pasando entre los deudos y allegados que ya se encontraban allí. Sin
saludar y sin despedirse, incluso sin mirar a nadie. Tomó camino fuera del
pueblo y se dirigió hacia el río. Cuando llegó, buscó el sitio de siempre,
debajo del árbol de aguacate que estaba a unos cuantos metros de la orilla y
que expandía frondosamente sus ramas haciendo una sombra más que perfecta para
su propósito. Preparó la caña, le puso el cordel, amarró el anzuelo y enclavó
la carnada. Luego la acomodó apuntalándola en una piedra y la aseguró cuñándola
con otras tantas, asegurándose de que el anzuelo quedara bien ubicado dentro
del agua. Una vez armada la trampa se acostó, apoyando la cabeza en el tronco,
manteniendo la caña a la vista, y se dispuso a esperar a que se sacudiera
anunciando que algún pez había picado. Veía, al otro lado del agua, como el
viento movía suavemente las ramas de un guadual. Parecía totalmente ajeno a lo
que sucedía en ese momento en su casa, pero la verdad es que no era ajeno sino
indiferente, como siempre lo fue. Su egoísmo era tal que ni siquiera la agonía
de su propia madre le despertó el más mínimo sentimiento de compasión.
En el cuarto de Francisca, el Padre Esteban
preparaba sobre una pequeña mesa el Santo Óleo, el acetre con el agua bendita y
el hisopo, la vestimenta del caso y una hermosa cruz de madera. Acto seguido
vistió la sobrepelliz y acomodó sobre sus hombros la estola morada. Tomo la
cruz y se acercó a la desahuciada poniéndosela en los labios para que la
besara. Después de esto retornó a la mesa, tomó el acetre con la mano
izquierda, con la derecha el hisopo, y esparció el agua bendita alrededor de la
habitación y sobre los presentes —Francisca, Antonia, Martina y el Dr. Manuel—
mientras rezaba:
Asperges me Domine hyssopo,
et mundabor:
lavabis me et super nivem dealbabor.
Miserere mei Deus, secundum
magnam misericordiam tuam.
Gloria patri et filo et spiritui
sancto
Sicut erat in principio et
nunc et Semper
et insecula seculorum amen.
Afuera
de la habitación una voz femenina empezó:
Dios te salve, María, llena eres de gracia;
el Señor es contigo;
bendita Tú eres entre todas las mujeres,
y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.
Y el
resto de acompañantes respondieron:
Santa María, Madre de Dios,
ruega por nosotros, pecadores,
ahora y en la hora de nuestra muerte.
Amén.
Los
rezos continuaron con el debido ritual.
Terminadas
las oraciones de la extremaunción por parte del Padre Esteban, éste se acercó
nuevamente a Francisca y le pidió confesión, pero ella sólo dijo: “Saúl”. Y con
la mirada fija en el techo cerró los ojos lentamente al mismo tiempo que su
corazón dejaba de latir y ella dejaba de respirar.
Las
fuerzas abandonaron por completo a Antonia dejando que el llanto se apoderara
de ella mientras Martina caía desmayada al lado del cuerpo inerte de su madre.
El sacerdote, omitiendo la regla de no dar la extremaunción a una persona
después de muerta, mojó el pulgar de la mano derecha en el Óleo y ungió a la
difunta dibujando una cruz en sus ojos cerrados, orejas, nariz, boca, manos y
pies mientras repetía por cada uno:
Por esta santa Unción y su benignísima misericordia,
te perdone el Señor todo lo que has pecado con la vista… con el oído… con el
olfato… con el gusto y la palabra... con el tacto… con el andar.
—Amén
—respondió del Dr. Manuel, quien era el único en condición emocional de hacerlo,
mientras al mismo tiempo posaba fraternal y amablemente su mano sobre la cabeza de la
hija mayor.
Saúl vio que las ramas del guadual dejaron de
moverse repentinamente, como si el tiempo se hubiese detenido. Un silencio
sepulcral llenó el ambiente, ni siquiera se oía el correr del río, y un
escalofrío lo recorrió de los pies a la cabeza. Se puso de pie como halado por
un resorte. Miro alrededor y el paisaje parecía más bien una foto, donde todo
permanece inmóvil. Por el camino por donde había llegado venía algo, o alguien,
una sombra que parecía correr. El instinto que le despertó el miedo le ordenó
salir corriendo y atravesó el río saltando sobre las piedras. Al llegar al otro
lado siguió corriendo despavorido. Se detuvo por un instante para mirar atrás y
la vio también cruzando el cauce, pero no saltando sobre las rocas cómo él sino
flotando en el aire sobre el agua. Movió sus piernas tan rápido como pudo,
recordando por un instante una historia que le contó alguna vez su madre —cuando
aún la respetaba—, en ella le decía que para perdérsele a una bruja en medio
del monte hay que entrar en un guadual y atravesarlo hasta salir por el otro
extremo. La bruja, al seguirlo, se quedaría perdida adentro buscando la salida.
Lo que lo seguía no era una bruja, pero él no lo sabía. Entró en el bambusal
abriéndose paso entre las ramas y no volvió a mirar atrás, ni siquiera cuando
escuchó que algo golpeaba fuertemente las guaduas desde afuera. La sentía
cerca, casi pegada a él, sentía que estaba a punto de atraparlo. No era capaz
de acelerar más pero lo intentó cuando se percató de que ya estaba llegando al
otro extremo. El miedo le hacía sentir que una mano se le posaba en un hombro y
alargó sus pasos con los impulsos de la adrenalina. Alcanzó el borde del
sembrado y salió de un brinco. Exhausto, inclinó su tronco hacia adelante y
apoyó las manos en las rodillas. Respiraba agitadamente tratando de recuperar
el aliento. Se giró un poco para mirar hacia atrás, hacia los bambúes, y no la
vio, pero se la imaginó perdida dentro de un laberinto verde. Se enderezó al
mismo tiempo que volvía la vista al frente y la encontró parada frente a él.
Quiso gritar, pero no tuvo tiempo. La sombra, con forma humana, levantó un
brazo y lo bajó violentamente arañándole el pecho.
Muchos años después, cuando el tiempo mostraba
su paso inclemente en la existencia de Saúl, estábamos sentados en un bar
perdido, donde me contaba su historia a cambio de licor. Quité mi mirada de sus
ojos ancianos y ebrios, y la posé en la botella de aguardiente que le compré y
que estaba sobre la mesa.
—Lo siento, Saúl. Pero no le creo. A mí esas
historias de fantasmas no me cuadran —le dije con tono de decepción mientras me
paraba y le daba la espalda para marcharme.
Me agarró fuertemente del brazo y haló de mí para
ponerme nuevamente de frente. Con la otra mano se agarró el cuello de la camisa
y la abrió violentamente haciendo volar los botones para mostrarme el pecho.
—¡Entonces créale a estas!
En su pecho sobresalían cuatro cicatrices
alargadas y paralelas que lo recorrían de lado a lado.
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