Espero poder llegar antes que los
demás, así seré el primero en la cafetería. Tal vez podría comprar algo en el
camino, así no tendría que ir allí. Aún así no me afano, todo toma su tiempo,
por eso me levanto temprano, para no tener que apurarme. Enciendo la televisión
para intentar distraerme mientras me organizo para salir al trabajo. Ya tengo
puesto el pantalón, ahora sigue la camisa. Me la pongo frente al espejo para
asegurarme de que se vea bien. Miro el botón que está más abajo y lo meto en su
ojal. Hago lo mismo con cada botón en orden ascendente y siempre llego al mismo
sitio: al cuello; ahí me resulta imposible seguir huyendo de mi propia mirada.
Mis ojos se cruzan con los míos, es decir, con los de mi reflejo. Seguramente
es mi imaginación, pero siempre me miro con reproche en las mañanas siguientes
a noches como la de anoche. En fin, como siempre, ya se me pasará, pero la
rutina cansa.
Antes de salir me aseguro de
tener todo en los bolsillos: la billetera, las llaves, la tarjeta de acceso,
las mentas… ¿Qué estoy olvidando?... ¡Ah, sí! El móvil. Lo busco en la mesa de
noche, junto a la cama, y noto la luz parpadeante indicándome que tengo
llamadas perdidas o mensajes sin leer. Seguramente son ambos. Reviso. 23
llamadas perdidas y 15 mensajes de texto… Todos de un mismo número... Los
ignoro, como siempre después de noches como la de anoche.
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