El silencio me alegró un poco, pero sólo por un mínimo momento porqué el dolor creció. Creció porque ahora también tenía ira. ¿Cómo era posible que esto me estuviese pasando a mí? ¡A mí! A mí que he sido lo que he sido. A mí que he sido quien he sido. No era justo. Al menos eso creía. No sólo lo creía, estaba totalmente convencido de que no me lo merecía.
- ¡YO NO ME MEREZCO ESTO! ¡YO NO MEREZCO ESTAR AQUÍ! –Grité tan fuerte como pude. Pero creo que nadie me escucho.
Entonces empecé a llorar. La ira es muy parecida al dolor. No te deja pensar con claridad, te desespera, te inunda, te ahoga. Y no importa lo que hagas ni contra quien lo hagas, no se quita, no así. El remedio para la ira es el mismo que para el dolor. Pero en ese momento no lo conocía y había mandado a callar a quien venía a traérmelo. En ese momento no me daba cuenta de que me estaba hundiendo más. De que yo mismo me estaba hundiendo más. No lograba parar de llorar. Juro que lo intenté, de verdad que lo intenté. Cerré los ojos y apreté muy fuerte, pero las lágrimas seguían saliendo. Aguanté la respiración para contener el llanto pero no pude detenerlo. Entonces me dije: ¿Por qué dejar de llorar? Nadie me estaba viendo, así que no tenía porqué sentir vergüenza ni nada de eso. Me permití llorar y lloré como jamás lo había hecho y como jamás he vuelto a hacerlo, las lágrimas salieron una detrás de otra y muchas al mismo tiempo; si alguien hubiese estado a kilómetros de distancia podría haberme escuchado. No pretendo ser egoísta, pero nunca he visto ni escuchado a alguien llorar como lo hice yo en ese momento. Lloré durante horas o días, la verdad no lo sé, en la nada tampoco existe el tiempo y por eso todo parece una eternidad. El hecho es que lloré hasta que no me salía una sola lágrima más y hasta que el llanto no era más que una extensión del silencio que me rodeaba. Aún tenía mucho dolor, muchísimo, pero ya no sentía que estaba muriendo. De alguna manera parecía que llorar me había ayudado. Por eso cuando alguien quiere llorar no le digo “no llores”, “no vale la pena”, “no le des el gusto de llorar”… No, cuando alguien quiere llorar le digo: “Llora, llora todo lo que quieras llorar, llora y no te detengas hasta que hayas sacado hasta la última lágrima, y si después de eso quieres seguir llorando entonces sigue llorando. Llora y si crees que lo necesitas apóyate en mi hombro”. Yo creo que Dios inventó el llanto como una manera de permitirnos drenar el dolor y así, con más calma, lograr entender que debemos superarlo. Ahora a mí no me avergüenza llorar, pero cada vez tengo menos razones para hacerlo.
Después de llorar me sentí mejor. La ira y el dolor seguían allí, pero ya no me sentía abrumado por ellos. Me sentí lo suficientemente fuerte para intentar ponerme de pie nuevamente. Lo hice muy despacio, aún se me dificultaba respirar. Tenía que salir de allí, así que tenía que empezar a caminar, pero ¿hacía donde? Al final decidí que daba igual. De todas formas no se veía nada, o mejor solo se veía nada.
CONTINUARÁ...
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