viernes, 7 de abril de 2023

Huérfana culpa


¿Por quién llorará? Se preguntó al ver junto a la puerta de los quirófanos a una mujer que se limpiaba la nariz con un pañuelo. Yo también debería llorar, ¿o no? Pensó, mientras percibía el olor a hospital que para él era el perfume de la muerte.

Revisó el celular de nuevo. Su hermana no había visto los mensajes ni devolvía las llamadas. Miró la última foto que tomaron esa tarde. Estaban los tres. Las sonrisas de su madre y su hermana eran radiantes. Frunció los labios y tragó saliva al notar lo bien que él podía fingir la suya. Había viajado para pasar juntos el día de la madre ante la insistencia de su hermana. Por eso se disgustó cuando ella se fue, dejándolos a su madre y a él solos, insistiendo con eso de habla con ella, el amor lo puede todo. 

Angélica, al contrario de su madre, ocupaba en su corazón el espacio donde se guarda la ternura. Su hermana menor, su protegida, a la que preparaba el desayuno y acompañaba a la escuela. A quien ayudaba con las tareas aunque él obtuviera las peores calificaciones. A la que no era capaz de negarle nada, mientras su madre pasaba la borrachera durmiendo semidesnuda y apestando a cigarrillo. Para él, que Angélica amara tanto a su mamá, era su culpa por mentirle tantas veces: “Mamá está un poco enferma, Angie, por eso no puede levantarse”, “no hagamos ruido, Angie, mamá necesita descansar”, “mamá no está enojada, lo que pasa es que está cansada, Angie, trabaja muy duro”. 

Al recordar miró la palma de su mano izquierda. En lugar de la cicatriz que iba de lado a lado, de cuando su madre lo tumbó con una bofetada sobre los vidrios de una mesa que Angélica rompió por accidente, veía las lágrimas de su hermanita mientras le pedía perdón y le ayudaba a limpiar la sangre. Recordó cómo Luisa se levantó de un salto por el ruido de los cristales. ¡¿Qué pasó?! Sin pensarlo, él se paró entre las dos y miró a su madre a los ojos. Fui yo. Yo lo rompí. La mano contra la cara del niño sonó como un disparo de escopeta. ¡Dejen dormir, carajo! Reclamó Luisa y se tiró a la cama de nuevo. Fue la última vez que él lloró. Después de eso se mantuvo firme frente a cada golpe, a cada grito, a cada maltrato.

El sonido de la puerta lo regresó al presente. Una enfermera le dijo algo a la mujer que lloraba mientras la invitaba a entrar. Vio el llanto convertirse en sonrisa. Se preguntó si él sonreiría con una noticia que aliviara su culpa. Si hubiese guardado silencio y aceptado las disculpas de su madre, no estaría ahora en la sala de espera de un hospital. Al principio estuvo callado, de pie, firme con la mirada fija en ella. Las lágrimas en la cara de Luisa eran para él solo actuación y cada palabra que pronunciaba era una piedra que rompía los cristales de la caja en que guardó su infancia. Perdóname por esto, perdóname por aquello le quemaban la piel como cada bofetada, como cada correazo que recibió de ella porque el alcohol le reducía la paciencia. Sé que les hice daño le olía a cigarrillo y a las mareas de humo con las que él y Angélica tosían tapándose la boca para que ella no los castigara por hacer ruido. Sé que les faltaron muchas cosas le ardía en el estómago como tantos días en que no hubo ni un pan viejo en la cocina y se vio obligado a mendigar comida a los vecinos de un barrio que los discriminaba por la fama de su madre. Hice lo mejor que pude fue el detonador. No, no hiciste lo mejor que pudiste. Hiciste lo que menos esfuerzo te costó. Tuviste hijos por no cuidarte y acostarte con cuanto tipo se te cruzaba. Nos conservaste por el subsidio que te daba el gobierno. No nos enseñaste ni siquiera a lavarnos los dientes. Te gustaba el licor más que nuestra compañía. Nos trataste como si fuéramos esclavos que obedecen al látigo. No, no hiciste ni lo más mínimo. Por eso, cuando alguien me pregunta, digo que mi madre está muerta. Una sombra cubrió los ojos de Luisa. El aire parecía negarse a entrar en sus pulmones. Sintió como si un vidrio roto dentro de su corazón se abriera camino hacia afuera. Quiso llevarse las manos al pecho, pero los brazos no respondieron. Cayó de rodillas viendo cómo su hijo, indolente, simplemente la miraba.

La puerta de los quirófanos se abrió de nuevo y un médico se le acercó. 

–¿Es usted el hijo de Luisa Delgado?

Él asintió.

–Hicimos todo lo posible. Lo lamento mucho –dijo el doctor.

El celular sonó. Era su hermana.


Gio


sábado, 10 de julio de 2021

Un beso en la puerta

     Cerró, esperando que algo dentro de sí le obligara a quedarse. Apoyó la frente y una mano en la puerta, como una última caricia para que ella la sintiera al llegar en la noche. Antes de salir dejó sus llaves sobre la mesa de la cocina. Sabía que entendería el mensaje. 
     Tomó la decisión en la madrugada, mientras la veía dormir. Quiso despertarla y contarle el único secreto que había guardado, desahogarse, pedirle que lo protegiera, que lo salvara. Estuvo despierto toda la noche, pero fingió dormir cuando ella se levantó. La escuchó preparar el desayuno, alistarse y salir al trabajo. Todo en puntas de pie para no despertarlo. Apretó los dientes hasta que le dolieron para reprimir el deseo de abrazarla cuando ella lo besó antes de irse. Se sentó en la cama con un nudo en la garganta. De su billetera sacó un papel doblado que desplegó para leerlo una vez más.
     Cuando el médico se lo entregó el día anterior, luego de explicarle que no había nada qué hacer, su mente se fue a un lugar donde era imposible separar sus recuerdos con ella y los sueños que tenían juntos: las rodadas en motocicleta, los viajes por el mundo, un negocio entre los dos, la pasión de su intimidad. Vio al destino borrarlo todo como si no fueran más que dibujos en el aire. Deambuló por horas al salir de la clínica sin hacer otra cosa que pensar en ella. La imaginó reprimiendo el llanto en su presencia y dándole rienda suelta encerrada en el baño, apretando su cara contra una toalla, fingiendo sonrisas y palabras de esperanza, repitiéndole, sin importar que fuera inútil, que todo iba a estar bien. Dedicaría sus esfuerzos a cuidarlo y dejaría su vida para acompañarlo mientras él se pudría en el fin de su existencia. 
     Sabía que a medianoche ya estaría dormida, así que llegó a casa un poco después. Se metió en la cama con cuidado de no despertarla. Todo el día intentó sopesar la diferencia entre el dolor que sentiría ella si de un momento a otro no lo encontrara nunca más y el dolor de acompañarlo mientras la muerte le ganaba la partida, con el detrimento de la dignidad que siempre acompaña a la agonía. Mientras la veía dormir recordó una frase de una película que solo vio una vez y de la que nunca antes se había acordado: “Si tienes que morir, no te lleves a nadie contigo”. 
     Le dejó también un beso en la puerta, se puso sus gafas de sol y se fue dejando un rastro de lágrimas en la calle.

Gio

jueves, 8 de octubre de 2020

Diligencia en el centro

 Diligencia en el centro


El sol cayó perpendicular sobre la ciudad. El concreto ardía cual plancha de horno. El poco agua de lluvias anteriores que aún había en las grietas del suelo se evaporaba formando nubes invisibles que solo servían para aumentar el bochorno. No había ni siquiera un balcón que hiciera sombra. En una esquina, un puesto de guarapo me tentó con sus vasos llenos de elixir verde y sudorosos por el hielo que los enfriaba. Me costó trabajo pero resistí. Me asustó la dudosa procedencia del agua con que lo preparan. Por momentos me sentí en aquel pueblo tan caliente que parecía la cuna del sol y donde lo único frío que había era el tacto de los baldosines que adornaban el atrio de la iglesia. En sus primeros días el párroco nuevo pensó que era bendecido con la pasión y la devoción de sus feligreses, hasta que se dio cuenta de que no iban a escuchar la eucaristía sino a esperar su turno para sentir el frío de los azulejos.

Seguí caminando recto, aún faltaban un par de cuadras. Sumaba también el tiempo de todos los semáforos que le daban el verde a los carros un segundo antes de que yo llegara a la esquina. Otras personas caminaban también como zombis. Me resulta curioso cómo corremos para huir de la lluvia, pero el sol lo sufrimos con paciencia desesperante. Las suelas de mis zapatos parecían derretirse. Las gotas de sudor apostaban carreras sobre mi piel bajando a toda prisa para empapar mi camisa. Caminé la última cuadra sin darme cuenta. Me acerqué a la ventanilla, le pasé los documentos a la dependienta, que amablemente me dijo “Señor, el turno para su número de cédula es mañana”. A lo que mentalmente, y sonriendo por decencia, respondí: ¡vida hijueputa!.

Gio


¡Gracias por leerlo! Por favor compártelo.

jueves, 24 de septiembre de 2020

Al final del día

Al final del día

Imagen tomada de https://pxhere.com/es/photo/483984

Se sentó en su puesto como todos los días a la misma hora. Alistó sus elementos de trabajo con la minuciosidad que lo caracterizaba. Tenía la mejor fama en su profesión. No se conocía a nadie que pudiera hacer un trabajo mejor que el suyo. Tenía el mejor puesto de todos. A unos les daba el sol de la mañana y al resto el de la tarde, mientras él tenía sombra todo el día. Cada vez había menos colegas. Ya no era como antes, cuando entre todos no daban abasto para cumplir la demanda. Pero él era un optimista empedernido. Por eso siempre estaba listo para empezar antes de las ocho de la mañana y permanecía en su lugar hasta las 5 de la tarde, sin importar que otros se fueran incluso antes del mediodía y le insistieran en que no valía la pena. Recordaba como perdía la cuenta de cuantas personas atendía en un día. Y más aun de cuantos saludos respondía. Miraba a las personas a la cara presto a saludar con una sonrisa y a invitarles a tomar asiento cuanto se acercaran. Ahora a duras penas volteaban a mirarlo. Desde su posición parecían gigantes que no se percataban de su existencia, como si fuera una estatua más del parque en la que ya nadie repara. En la tarde el estómago acosaba y no había prestado ni un solo servicio. Pensó que tal vez era cierto que ya no valía la pena. Bajó la mirada suspirando con desconsuelo y se dio cuenta: ahora todos usan tenis o zapatos casuales. Guardó todo dentro del pequeño cajón de lustrar, se puso de pie y caminó a cualquier parte. Esta vez no podría calmar el hambre.
Gio

miércoles, 16 de septiembre de 2020

El Milagro

 El Milagro

        Despertó de golpe y se puso las manos en la garganta como lo hacen los degollados. Empapada en sudor se levantó para cambiarse el pijama y tomar un poco de agua. Abrió el grifo del lavamanos mirándose a los ojos en el espejo y lloró. Antes era soportable. Sucedía de vez en cuando. Ahora soñaba lo mismo todas las noches. Pero era la primera vez que el cuchillo la alcanzaba. Ya calmada, decidió no dormir más y prefirió preparar galletas para sus estudiantes. Las campanas de la iglesia anunciaron el fin de la madrugada. Mientras esperaba el horno se acariciaba la garganta.
        Desde su traslado a El Milagro las cosas no fueron fáciles, aunque sí mejores que en la ciudad de la que tanto luchó por salir. Le costó acostumbrarse al toque de queda que marcaban las campanas todas las noches y que terminaba de igual manera al alba. Al final del ocaso los habitantes cerraban las puertas y ventanas, apagaban las luces, encendían velas y se sumían en oración, al menos eso le pareció al comienzo. La anterior directora del colegio, también foránea, compartía su asombro a pesar de llevar más tiempo en el pueblo. Una mujer alta, delgada y de sonrisa sincera. “Vamos a cambiar este pueblo educando a sus niños” le decía. Los padres de familia protestaron sin cesar calificando sus ideas de libertinas e incitadoras. La directora los atendía siempre sonriendo y con voz amorosa les explicaba una y otra vez las ventajas de educar en libertad. Lo hizo sin perder la paciencia hasta el día que murió, unos meses después de que Ángela iniciara clases con los más pequeños. “Un ataque al corazón” dijo el médico. Lo que no dijo es que fue un ataque de miedo. Esa noche empezaron las pesadillas. “Solo son los nervios”, se repetía a sí misma. Siempre despertaba antes de que la alcanzara. Hasta esa noche que la sombra logró dar con ella, puso el cuchillo, grande como de carnicero en su garganta y hundió el filo deslizándolo con suavidad. La sangre inundó su laringe y tosió tan fuerte que despertó bañada en sudor. 
           Terminó con las galletas, las empacó en pequeñas bolsas e ideó ponerlas en secreto en las loncheras mientras los chiquillos estaban en la formación de la mañana. Al entrar al colegio escuchó que la llamaban. Se dio la vuelta y vio a la nueva directora caminando hacia ella con un niño de la mano. “Profesora Ángela, él es Martín, un nuevo niño para su clase”. “Pensé que conocía a todos los niños del pueblo”, respondió. “Ya sabe lo que dicen: no hay pueblo tan pequeño”. “Nunca he escuchado ese dicho”. La rectora encogió los hombros, dio media vuelta y se marchó dejando a Martín de pie frente a su nueva profesora. Ángela le sonrió, le tomó la mano y lo llevó al salón de clases. “Deja tu lonchera en la repisa”. El niño obedeció y se sentó en uno de los pupitres. Ángela quiso saber más de él, pero el infante solo se dedicó a mirarla a los ojos sin pronunciar palabra. En minutos el salón estaba lleno de niños que llegaron, dejaron sus loncheras en la repisa, saludaron con beso en la mejilla a su profesora y salieron al patio para la formación de la mañana. Ángela sacó las galletas de su bolso y se dispuso a plantar la sorpresa. Desde afuera se escuchó el grito cuando encontró un cuchillo de carnicero en la lonchera del niño nuevo.

Gio

lunes, 9 de mayo de 2016

Con Todo El Corazón

—¡¿Qué?! ¿Me está hablando en serio?
—Ese es el reporte. También me pareció extraño al comienzo, pero Rivera nunca bromea.
—No puede ser cierto. Nunca hemos tenido algo así.
—Lo sé. Por favor apersónese de la situación y manténgame informado.
—Claro que sí coronel, le informaré tan pronto sepa lo que pasó —“¡Por Dios!”, pensó mientras colgaba la llamada. “Si esto es cierto, tengo que cambiar de empleo”.

domingo, 18 de octubre de 2015

La Búsqueda

—Eso es absurdo —dijo el doctor, frunciendo la frente y arrugando la cara.
—No, no lo es —respondí—. Verá doctor, la primera vez que la busqué, hace ya algunos años, esperé casi hasta la media noche antes de darme cuenta de que la estaba buscando en el lugar equivocado.