¿Por quién llorará? Se preguntó al ver junto a la puerta de los quirófanos a una mujer que se limpiaba la nariz con un pañuelo. Yo también debería llorar, ¿o no? Pensó, mientras percibía el olor a hospital que para él era el perfume de la muerte.
Revisó el celular de nuevo. Su hermana no había visto los mensajes ni devolvía las llamadas. Miró la última foto que tomaron esa tarde. Estaban los tres. Las sonrisas de su madre y su hermana eran radiantes. Frunció los labios y tragó saliva al notar lo bien que él podía fingir la suya. Había viajado para pasar juntos el día de la madre ante la insistencia de su hermana. Por eso se disgustó cuando ella se fue, dejándolos a su madre y a él solos, insistiendo con eso de habla con ella, el amor lo puede todo.
Angélica, al contrario de su madre, ocupaba en su corazón el espacio donde se guarda la ternura. Su hermana menor, su protegida, a la que preparaba el desayuno y acompañaba a la escuela. A quien ayudaba con las tareas aunque él obtuviera las peores calificaciones. A la que no era capaz de negarle nada, mientras su madre pasaba la borrachera durmiendo semidesnuda y apestando a cigarrillo. Para él, que Angélica amara tanto a su mamá, era su culpa por mentirle tantas veces: “Mamá está un poco enferma, Angie, por eso no puede levantarse”, “no hagamos ruido, Angie, mamá necesita descansar”, “mamá no está enojada, lo que pasa es que está cansada, Angie, trabaja muy duro”.
Al recordar miró la palma de su mano izquierda. En lugar de la cicatriz que iba de lado a lado, de cuando su madre lo tumbó con una bofetada sobre los vidrios de una mesa que Angélica rompió por accidente, veía las lágrimas de su hermanita mientras le pedía perdón y le ayudaba a limpiar la sangre. Recordó cómo Luisa se levantó de un salto por el ruido de los cristales. ¡¿Qué pasó?! Sin pensarlo, él se paró entre las dos y miró a su madre a los ojos. Fui yo. Yo lo rompí. La mano contra la cara del niño sonó como un disparo de escopeta. ¡Dejen dormir, carajo! Reclamó Luisa y se tiró a la cama de nuevo. Fue la última vez que él lloró. Después de eso se mantuvo firme frente a cada golpe, a cada grito, a cada maltrato.
El sonido de la puerta lo regresó al presente. Una enfermera le dijo algo a la mujer que lloraba mientras la invitaba a entrar. Vio el llanto convertirse en sonrisa. Se preguntó si él sonreiría con una noticia que aliviara su culpa. Si hubiese guardado silencio y aceptado las disculpas de su madre, no estaría ahora en la sala de espera de un hospital. Al principio estuvo callado, de pie, firme con la mirada fija en ella. Las lágrimas en la cara de Luisa eran para él solo actuación y cada palabra que pronunciaba era una piedra que rompía los cristales de la caja en que guardó su infancia. Perdóname por esto, perdóname por aquello le quemaban la piel como cada bofetada, como cada correazo que recibió de ella porque el alcohol le reducía la paciencia. Sé que les hice daño le olía a cigarrillo y a las mareas de humo con las que él y Angélica tosían tapándose la boca para que ella no los castigara por hacer ruido. Sé que les faltaron muchas cosas le ardía en el estómago como tantos días en que no hubo ni un pan viejo en la cocina y se vio obligado a mendigar comida a los vecinos de un barrio que los discriminaba por la fama de su madre. Hice lo mejor que pude fue el detonador. No, no hiciste lo mejor que pudiste. Hiciste lo que menos esfuerzo te costó. Tuviste hijos por no cuidarte y acostarte con cuanto tipo se te cruzaba. Nos conservaste por el subsidio que te daba el gobierno. No nos enseñaste ni siquiera a lavarnos los dientes. Te gustaba el licor más que nuestra compañía. Nos trataste como si fuéramos esclavos que obedecen al látigo. No, no hiciste ni lo más mínimo. Por eso, cuando alguien me pregunta, digo que mi madre está muerta. Una sombra cubrió los ojos de Luisa. El aire parecía negarse a entrar en sus pulmones. Sintió como si un vidrio roto dentro de su corazón se abriera camino hacia afuera. Quiso llevarse las manos al pecho, pero los brazos no respondieron. Cayó de rodillas viendo cómo su hijo, indolente, simplemente la miraba.
La puerta de los quirófanos se abrió de nuevo y un médico se le acercó.
–¿Es usted el hijo de Luisa Delgado?
Él asintió.
–Hicimos todo lo posible. Lo lamento mucho –dijo el doctor.
El celular sonó. Era su hermana.
Gio