El Milagro
Despertó de golpe y se puso las manos en la garganta como lo hacen los degollados. Empapada en sudor se levantó para cambiarse el pijama y tomar un poco de agua. Abrió el grifo del lavamanos mirándose a los ojos en el espejo y lloró. Antes era soportable. Sucedía de vez en cuando. Ahora soñaba lo mismo todas las noches. Pero era la primera vez que el cuchillo la alcanzaba. Ya calmada, decidió no dormir más y prefirió preparar galletas para sus estudiantes. Las campanas de la iglesia anunciaron el fin de la madrugada. Mientras esperaba el horno se acariciaba la garganta.
Desde su traslado a El Milagro las cosas no fueron fáciles, aunque sí mejores que en la ciudad de la que tanto luchó por salir. Le costó acostumbrarse al toque de queda que marcaban las campanas todas las noches y que terminaba de igual manera al alba. Al final del ocaso los habitantes cerraban las puertas y ventanas, apagaban las luces, encendían velas y se sumían en oración, al menos eso le pareció al comienzo. La anterior directora del colegio, también foránea, compartía su asombro a pesar de llevar más tiempo en el pueblo. Una mujer alta, delgada y de sonrisa sincera. “Vamos a cambiar este pueblo educando a sus niños” le decía. Los padres de familia protestaron sin cesar calificando sus ideas de libertinas e incitadoras. La directora los atendía siempre sonriendo y con voz amorosa les explicaba una y otra vez las ventajas de educar en libertad. Lo hizo sin perder la paciencia hasta el día que murió, unos meses después de que Ángela iniciara clases con los más pequeños. “Un ataque al corazón” dijo el médico. Lo que no dijo es que fue un ataque de miedo. Esa noche empezaron las pesadillas. “Solo son los nervios”, se repetía a sí misma. Siempre despertaba antes de que la alcanzara. Hasta esa noche que la sombra logró dar con ella, puso el cuchillo, grande como de carnicero en su garganta y hundió el filo deslizándolo con suavidad. La sangre inundó su laringe y tosió tan fuerte que despertó bañada en sudor.
Terminó con las galletas, las empacó en pequeñas bolsas e ideó ponerlas en secreto en las loncheras mientras los chiquillos estaban en la formación de la mañana. Al entrar al colegio escuchó que la llamaban. Se dio la vuelta y vio a la nueva directora caminando hacia ella con un niño de la mano. “Profesora Ángela, él es Martín, un nuevo niño para su clase”. “Pensé que conocía a todos los niños del pueblo”, respondió. “Ya sabe lo que dicen: no hay pueblo tan pequeño”. “Nunca he escuchado ese dicho”. La rectora encogió los hombros, dio media vuelta y se marchó dejando a Martín de pie frente a su nueva profesora. Ángela le sonrió, le tomó la mano y lo llevó al salón de clases. “Deja tu lonchera en la repisa”. El niño obedeció y se sentó en uno de los pupitres. Ángela quiso saber más de él, pero el infante solo se dedicó a mirarla a los ojos sin pronunciar palabra. En minutos el salón estaba lleno de niños que llegaron, dejaron sus loncheras en la repisa, saludaron con beso en la mejilla a su profesora y salieron al patio para la formación de la mañana. Ángela sacó las galletas de su bolso y se dispuso a plantar la sorpresa. Desde afuera se escuchó el grito cuando encontró un cuchillo de carnicero en la lonchera del niño nuevo.
Gio